El Magazín Cultural

Asilo y funeral del "Papá Grande"

Hace seis años Gabo dejó de escribir y abordó el tren de la inmortalidad. Sus textos le otorgaron un asiento privilegiado en el vagón de los imprescindibles. Por eso, sin importar la fecha, recordarlo siempre será necesario. Aquí está un relato del asilo y el funeral del "Papá Grande".

Farouk Caballero / especial para El Espectador
18 de abril de 2020 - 06:21 p. m.
El homenaje final a García Márquez en el Palacio de Bellas Artes de Ciudad de México. / Cortesía de Farouk Caballero
El homenaje final a García Márquez en el Palacio de Bellas Artes de Ciudad de México. / Cortesía de Farouk Caballero

Los grandes medios del mundo desempolvaron las historias de un muerto al que años atrás las redacciones sentenciaron: Gabo. Los especiales abandonaron ese cajón de personajes históricos donde, a la espera de sus muertes, reposaban las carpetas de Fidel Castro y Eduardo Galeano. En ese mismo cajón, aún están las carpetas de Vargas Llosa, Elena Poniatowska, Noam Chomsky, entre otros.

Macondo volvió a inundar el mundo entero. El jueves 17 de abril de 2014 murió el hijo más afamado de Gabriel Eligio García y Luisa Santiaga Márquez. El narrador colombiano no podía partir sin un desenlace inesperado: su muerte fue un jueves santo, al igual que la de Úrsula Iguarán, matrona de la estirpe Buendía.

Al entierro de Úrsula poca gente asistió, al velorio de Gabo fuimos miles. En lo que sí coincidieron ambos funerales fue en el calor que hizo. En México el sol tostaba las cabezas, en Macondo “ese mediodía hubo tanto calor que los pájaros desorientados se estrellaban como perdigones contra las paredes y rompían las mallas metálicas de las ventanas para morirse en los dormitorios”.

El homenaje se hizo el 21 de abril. Esa tarde la presidieron dos jefes de Estado en el Palacio de Bellas Artes: Enrique Peña Nieto y Juan Manuel Santos leyeron discursos tan precisos que de inmediato su autoría fue cuestionada. El presidente mexicano recordó que un 17 de abril también murió Sor Juan Inés de la Cruz, habló de la novela moderna y mencionó que Gabo “Justamente al llevar a su familia de vacaciones al Puerto de Acapulco, tuvo una profunda inspiración: la primera frase de su gran novela, era el comienzo de Cien años de Soledad. García Márquez contó que dio media vuelta en su auto y regresó a escribir esta novela inmortal. Para alegría y honra de nosotros, los mexicanos, nuestro homenajeado escribió en Ciudad de México la obra que le otorgó reconocimiento mundial”.

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Por su parte, el expresidente colombiano enumeró apellidos emblemáticos de las artes mexicanas como Rivera, Reyes, Fuentes, Siqueiros y Rulfo. Luego afirmó que “Macondo es más. Macondo es Santa Marta y Barranquilla; es Cartagena de Indias, la mágica y hermosa ciudad que albergó muchas de sus historias. Macondo es Bogotá y Zipaquirá; es Caracas y La Habana; es París, y esta gran Ciudad de México, lugares que marcaron la vida de su creador. Macondo son los cientos, los miles de amigos que Gabo ha dejado huérfanos en el mundo, porque si algo hacía Gabo mejor que libros, era amigos”.

¿Amigos? Quizá sí, pero no en Colombia. De allí sus “amigos” lo obligaron a salir, tuvo que pedir asilo en la Embajada de México en Bogotá porque se le acusó de nexos con la guerrilla del M-19. En Colombia, por aquellos días de 1981, se lanzaron dos rumores burdos sobre su partida. El primero sostenía que viviendo en México sus próximos libros venderían más. El segundo lo señalaba como partícipe de una campaña para desprestigiar a su país. Gabo diría que las dos acusaciones eran “frívolas” y “contradictorias”. A escasos días de estar asilado, publicó en El País de España: “el Ejército me buscaba desde hacía diez días para interrogarme sobre supuestos vínculos con el M-19 […] Ahora se sabe por qué me buscaban, por qué tuve que irme y por qué tendré que seguir viviendo fuera de Colombia, quién sabe hasta cuándo, contra mi voluntad”.

Gabo ya había llegado a suelo mexicano en julio de 1961. Esa vez provenía de Nueva York y buscaba un lugar para mantener a su familia. Siempre sostuvo que llegó con 20 dólares y que sus posiciones ideológicas, plasmadas en sus reportajes, le hicieron ganar enemigos en los disidentes cubanos en Estados Unidos, lo que motivó su llegada a México. Esas mismas posiciones políticas forzaron su salida de Colombia. Alegó que el periódico colombiano El Tiempo había intentado dividir su personalidad: “de un lado, el escritor que ellos no vacilan en calificar de genial, y del otro lado, el comunista feroz que está dispuesto a destruir a su patria. Cometen un error de principio: soy un hombre indivisible, y mi posición política obedece a la misma ideología con que escribo mis libros”.

Tal respuesta se originó porque un editorial de El Tiempo, firmando con el seudónimo Ayatolá (Rafael Santos Calderón), lo señaló como facilitador de un desembarco guerrillero en el sur de Colombia. El Nobel colombiano respondió: “No sé a ciencia cierta quién es, pero el estilo y la concepción de su nota lo delatan como un retrasado mental que carece por completo del sentido de las palabras, que deshonra el oficio más noble del mundo con su lógica de oligofrénico, que revela una absoluta falta de compasión por el pellejo ajeno y razona como alguien que no tiene ni la menor idea de cuán arduo y comprometedor es el trabajo de hacerse hombre. A pesar de su propósito criminal, es una nota importante, pues en ella aparece por primera vez, en una tribuna respetable de la prensa oficial, la pretensión de establecer una relación precisa, incluso cronológica, entre mi reciente viaje a La Habana y el desembarco guerrillero en el sur de Colombia. Es el mismo cargo que los militares pretendían hacerme, el mismo que me dio la mayoría de mis informantes, y del cual yo no había hablado hasta entonces en mis numerosas declaraciones de estos días. Es una acusación formal, la que el propio Gobierno trató de ocultar”.

La fila viendo llover en el D.F.

Con la mentira de los amigos de Gabo aclarada, volvemos a Bellas Artes. Adentro los autorizados rinden homenaje. Afuera el pueblo espera, porque se divulgó que las cenizas estarían expuestas hasta que el último de la fila pasara, y la fila era de miles. Visitantes de todas las razas nos formamos. Como colombiano lo que más me impactó fue oír a niños menores de 14 años comentando, como si se homenajeara a un cantante, cuál era su preferida. Coroneles, putas, soledades, otoños, Florentinos, Ferminas y demás eran mentados en las conversaciones esporádicas que surgen en toda fila que se respete. En grupos y en voz alta se leían sus obras. El que quisiera pasaba y entonaba párrafos, pasajes y capítulos enteros de libros que los asistentes llevaban.

En mi lugar en la fila, la conversación tuvo cuatro interlocutores: Chamas, estudiante de periodismo; Roberto, profesor de prepa; Aldaír, estudiante de prepa y yo, colombiano. Chamas rendía homenaje al cultor del “mejor oficio del mundo”. Roberto, como buen profesor, enumeraba los rasgos de una obra para catalogarse dentro de esa invención europea del realismo mágico. Aldaír sostenía que era su autor preferido y yo acoté dos historias que sabía sobre Gabo.

La primera es musical. Alberto Salcedo Ramos algún día me la contó y qué bueno que luego la escribió: “A finales de los años setenta, Gabriel García Márquez contó la siguiente anécdota: En cierta ocasión tomó un taxi en Cartagena. Minutos después notó que el taxista iba mirándolo insistentemente por el espejo retrovisor. Al principio no le prestó atención porque consideró que aquello era un simple gaje de su fama, pero el taxista insistió tanto que le hizo sentir incómodo. Cuando llegaron al lugar acordado, Gabo se llevó la mano al bolsillo para pagar. El taxista le dijo que no le cobraría porque lo admiraba mucho. A cambio de recibir la paga, propuso que el ilustre pasajero le estampara su autógrafo y una dedicatoria sobre esa obra suya que él siempre llevaba en el taxi. Dicho lo anterior, le entregó un disco de Daniel Santos”.

La segunda es con un verdadero amigo de Gabo y ocurrió en México, como se debe, con tequila. La amistad de Álvaro Mutis y García Márquez fue crucial en la vida y en la obra del hijo de Aracataca. “Fue así: ahogado de tequila, con un amigo muy querido, toqué a las cuatro de la madrugada en el apartamento donde Álvaro sobrellevaba su triste vida de soltero y a la orden. Sin explicación alguna, ante su mirada todavía embobecida por el sueño, descolgamos un precioso óleo de Botero, de un metro y veinte por un metro; nos lo llevamos sin explicaciones e hicimos con él lo que nos dio la gana”. Cualquier cosa se puede decir de las parrandas de Gabo, menos que fueron baratas.

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Con la caída de la noche llegó la lluvia. Una tormenta de abril inundó el centro. La fila no se inmutaba. La gente se protegía con lo que tuviera a mano, pero mantenía su lugar. Las elucubraciones sobre el realismo mágico, maravilloso, etc., se hicieron más frecuentes. Tiempo después volvería sobre una explicación sencilla del autor de Los funerales de la Mamá Grande, que aclararía, como siempre, el falso problema entre ficción y realidad: “Poetas y mendigos, músicos y profetas, guerreros y malandrines, todas las criaturas de aquella realidad desaforada hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación, porque el desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida. Este es, amigos, el nudo de nuestra soledad”.

Mi memoria no recordó esa cita. No tengo la capacidad de Gabo, quien sostenía que recitaba completo a Pedro Páramo. Poco importa si lo hacía al píe de la letra o no, lo cierto es que ese extraordinario narrador, o embustero como lo llamó el compositor vallenato Leandro Díaz aludiendo a su inventiva, dijo que Álvaro Mutis no solo le patrocinaba sus farras, también lo instruía en la literatura: “fue Álvaro quien me llevó mi primer ejemplar de Pedro Páramo y me dijo: ‘Ahí tiene, para que aprenda’. Nunca se imaginó en la que se había metido. Pues con la lectura de Juan Rulfo aprendí no sólo a escribir de otro modo, sino a tener siempre listo un cuento distinto para no contar el que estoy escribiendo”.

En la fila los murmullos empezaron a tomar forma. El acto solemne había terminado. Los invitados se fueron y las puertas se cerraron. Era mentira eso de que el último de la fila, si aguardaba, podría contemplar las cenizas del maestro latinoamericano. Los nervios calentaron el frío que dejó la lluvia, pues el pueblo se enojó al ver las puertas cerradas. Un señor de bigote, que no alcanza los ciento sesenta centímetros, dueño de una panza en alto relieve y de una fortísima voz, estalló un grito que tomó eco rápidamente en todos los pacientes formados, que ahora éramos una multitud alterada contra la puerta. El bigotón sentenció: “¡Gabo es del pueblo!”.

Se hizo una consigna a viva voz: “¡Gabo es del pueblo! ¡Gabo es del pueblo!” Los vigilantes dieron acceso para evitar alguna catástrofe por la aglomeración. Muchos alcanzaron a ver las cenizas en el transcurrir de la tarde, pero los últimos no. Los que más aguardamos solo vimos al grupo Guatapurí tocando los vallenatos de Gabo entre coronas florales. Una de ellas tenía un mensaje en letras doradas dentro de una cinta púrpura que atravesaba rosas amarillas y blancas: DE FIDEL CASTRO RUZ “AL AMIGO ENTRAÑABLE”.

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Gabo murió un jueves santo y resucitó el lunes de pascua en cada lectura que se hizo de su obra. Escribir le aseguró la eternidad. Lamento que mi país solo le mostrara el camino de salida a su hijo más talentoso y universal. Le doy gracias a México porque le facilitó un hogar a uno de los latinoamericanos más grandes de la historia, que vivió y murió maravillado de la nación que le permitió equiparar El olor de la guayaba con el jarabe de ajolote y los frijoles saltarines. Dejemos que él, vivo, nos lo cuente.

“Sólo en México habría que escribir muchos volúmenes para expresar su realidad increíble. Después de casi 20 años de estar aquí, yo podría pasar todavía horas enteras, como lo he hecho tantas veces, contemplando una vasija de frijoles saltarines. Racionalistas benévolos me han explicado que su movilidad se debe a una larva viva que tienen dentro, pero la explicación me parece pobre: lo maravilloso no es que los frijoles se muevan porque tengan larva dentro, sino que tengan una larva dentro para que puedan moverse. Otra de las extrañas experiencias de mi vida fue mi primer encuentro con el ajolote (axólotl). Julio Cortázar cuenta, en uno de sus relatos, que conoció el ajolote en el Jardin des Plantes de París, un día en que quiso ver los leones. Al pasar frente a los acuarios ––cuenta Cortázar–– ‘soslayé los peces vulgares hasta dar de pronto con el axólotl’. Y concluye: ‘Me quedé mirándoles por una hora, y salí, incapaz de otra cosa’. A mí me sucedió lo mismo, en Pátzcuaro, sólo que no lo contemplé por una hora sino por una tarde entera, y volví varias veces. Pero había allí algo que me impresionó más que el animal mismo, y era el letrero clavado en la puerta de la casa: Se vende jarabe de Ajolote”.

@faroukcaballero

Por Farouk Caballero / especial para El Espectador

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