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Música de amargue en el callejón de la alegría (El cajón de santaora)

Las escuelas y salones de bachata son cada vez más populares en distintas ciudades de Colombia. Incluso en Cali, conocida capital de la salsa, hay una suerte de fiebre por este baile dominicano. Valga la ocasión para dar giros alrededor de esta pista.

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Julia Díaz-Santa
06 de diciembre de 2024 - 05:41 p. m.
Radio Guarachita fue la primera emisora que sonó la bachata a nivel nacional en República Dominicana en los años sesenta.
Radio Guarachita fue la primera emisora que sonó la bachata a nivel nacional en República Dominicana en los años sesenta.
Foto: PxHere
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Uno de los gringos fue el primero que me sacó a bailar. Yo me levanté de la rimax, confiada en que podía sortear la situación. Sabía los ocho pasos básicos que alguna vez aprendí en la observación, confiaba en mi experiencia y conocimiento de otras danzas y pensé que con eso sería más que suficiente. Así fue, pero solo en los primeros compases.

El hombre había atravesado toda la pista, desde el otro lado del salón: un galpón rectangular de paredes blancas con algunas bombas de fiesta pegadas con cinta en las paredes. Era joven y llevaba bermudas, camiseta y chanclas con correas.

Ya en el abrazo, sus blancas y gruesas piernas se movieron en sincronía con las mías. Estaba oscuro, pero había una luz blanca que venía del fondo del salón y también algunos juegos de luces led que se movían en círculos y proyectaban varios espirales de colores por todo el espacio.

No pude evitarlo, los focos en medio de ese salón de eventos, como si estuviera dentro de una unidad residencial, me hicieron sentir de vuelta en mis fiestas preadolescentes de los noventas, las famosas minitekas. Todo era igual, excepto que yo tenía treinta años más y el merengue y la música house ya no sonaban, sino este otro rito dominicano.

Había llegado hasta ahí por cuenta de mi amigo Marcel y de su enamorada, una bella joven húngara. Por esos días, estaban pasando unas cortas vacaciones en mi casa y ella, instructora de baile en Australia, nos pidió que la lleváramos a bailar bachata en Cali. No salsa, bachata. Y aunque siempre he reconocido la riqueza expresiva de ese baile, no había ido a ningún lugar nocturno especializado en ese tipo de fiesta. Hice un par de averiguaciones, encontré uno recomendado y tuve la cortesía de acompañarlos.

Las chanclas del gringo y mis tenis parecieron combinar. No obstante, a los pocos segundos el hombre empezó a darme pequeños empujones con su mano izquierda. Primero me dio un toque significativo con la punta de los dedos en mi hombro. Yo lo miré con mi cara de no entiendo y seguí bailando. Luego, llevó sus antebrazos debajo de los míos y los empujó considerablemente hacia arriba. Perdí concentración y tuve que hacer un aleteo corto, algo que me pareció ridículo.

“Las imágenes van a la intuición; los conceptos van a la razón; el tacto va directamente al sistema nervioso”, recordé esta frase de mis lecturas sobre las herramientas somáticas para la enseñanza de la danza.

El hecho es que no entendía qué me quería decir. Me imaginé que en su escuela de baile le habían dados esos comandos coreográficos de empujones con los brazos como un camino seguro para el diálogo corporal. Pensé que quizás él daba por sentado, erradamente, que yo estudiaba en su misma academia y que los dos sabíamos la misma guía.

No tomé otra opción, seguí moviendo las caderas y dando mis pasos hacia la izquierda en el compás de cuatro tiempos y luego hacia a la derecha en la misma cadencia. Él hacía lo mismo sin dejar de empujarme en varias partes del cuerpo cada tanto. De repente, me encontré actuando un personaje de un guion de cine sin preparación previa.

Como cuando el Capitán Smith dijo su frase: “Las bombas… si abrimos las bombas.” y Thomas Andrews respondió: “Las bombas lo harán ganar tiempo, pero solo unos minutos. Desde este momento, no importa lo que hagamos, el Titanic se irá al fondo”. Si mi parejo forastero asumía que su estrategia táctil era parte del libreto, de seguro esperaría que yo hiciera algún movimiento pactado en Dios sabe qué manual.

No suelo responder a empujones con los dedos en un baile de fiesta o en la fila del supermercado. Pese a mi negativa, él siguió insistiendo en los toques con fuerza contraria. El empujón era una suerte de muletilla o de frase que él repetía incluso cuando no tenía nada que ver con lo que estábamos haciendo.

Imaginemos que estamos en la parada del bus y que cuando alguien nos saluda con un “cómo estás”, nosotros respondemos de inmediato con una frase ensayada: “el tiempo es el concepto mismo que existe ahí y que, a los ojos de la conciencia, se representa como intuición vacía”. No solo sería poco natural, más bien pedante. A lo sumo dificultaría el diálogo con esa persona. Y en el peor de lo escenarios, correríamos el riesgo de que ese otro sea un profesor de filosofía, experto en Hegel.

El baile de fiesta, el baile social de salón, llámese salsa, milonga, fox, bolero o bachata, es popular por espontáneo. No solo por eso, diría Monsiváis. Lo es por contrahegemónico, por masivo, por cambiante, flexible, móvil y por tanto más. Pero el punto es que al menos los bailes populares latinoamericanos, en su práctica social, se basan en diálogos genuinos, en juegos de improvisación que, no obstante, siguen ciertos códigos de comunicación. Transcurren, además, en espacios celebrativos que propician sobre todo la interacción a través de conversaciones corporales entre distintos individuos, como tejido de múltiples identidades.

Curiosamente, el término en latín ‘conversāre’ significa ‘dar vueltas en compañía’. Podemos girar, con alguien, alrededor de ideas y pensamientos a través de la lengua y del habla. Pero también podemos virar físicamente con otro, en una pista de baile. Dime cómo bailas y te diré quién eres.

Una vez terminé con esa bachata inaugural del primer extranjero, otros tantos me invitaron a la pista. Sin embargo, varios me empujaron igual. Tuvieron que pasar unos cinco o quizás ocho parejos antes de que yo decidiera empezar a rechazar propuestas, cansada por esto de los comandos basados en la digitopuntura.

Ante la escasa posibilidad de conversa, ya no estaba de fiesta, sino que reencarné en la vieja etnógrafa que nota los métodos de enseñanza aprendizaje que se usan hoy en las escuelas de baile popular en la ciudad. Algunos de estos llevan a locales y sobre todo a foráneos a ajustar sus cuerpos enseñándoles movimientos diseñados a priori, con un lenguaje ya estructurado y determinado que no toma en cuenta la sensopercepción propia y del otro para, desde ahí, construir conjuntamente el movimiento.

No son pocos los creadores contemporáneos en danza que rechazan estas maneras. La apuesta de muchos hoy es a hacer conciencia de que cada movimiento involucra la percepción y la acción y cada danza deviene en comunicación. Específicamente, en los bailes de salón como el tango, por ejemplo, hay apuestas como el método Dínzel que tiene esta premisa como desafío central. Es justo lo que me enseñaron en casa dos grandes abanderados del tema, que son mi mamá y mi hermano Camilo.

Entonces ¿por qué no enseñar la bachata o salsa en el contexto propio de los bailes populares de salón? ¿por qué no hacerlo desde unas poéticas de movimiento que no se ciñan a repertorios y frases corporales ya trazadas? Hacerlo es no despojar estos bailes de su sentido originario, espontáneo, cadencioso, ritual, comunitario y colectivo.

Bachata patrimonial

Detengo esta escritura para leer el documento por medio del cual se declara a la bachata como patrimonio inmaterial de la humanidad. Veo que, en el pasado, ese ritmo fue considerado por la alcurnia criolla como una manifestación rústica y ordinaria, a la cual le otorgaron títulos de carácter despectivo y peyorativo como “música de amargue”. Algo que tenía que ver además con el hecho de que sus primeras letras hablaban de amores frustrados con un dejo de gran melancolía.

En el documento se dice que, con el tiempo, esa música derribó los muros de dichos prejuicios de clase y se instaló en todos los sectores de la sociedad: “Para 1930, la bachata trascendía de los sectores marginales a sitios públicos representativos, tal es el caso del Callejón de la Alegría, en el que ya se reconocían como bachateros a artistas tales como Ramón Wagner y al Conjunto de la Mulatería”.

Leo, además, que Radio Guarachita fue la primera emisora que sonó la bachata a nivel nacional en República Dominicana en los años sesenta. Ya que desde sus orígenes algunos sectores de la población la menospreciaron como manifestación cultural por ser propios de las áreas rurales y los sectores llamados marginados. No obstante, ninguna barrera la detuvo y la bachata terminó instalándose no solo en el corazón de toda una isla sino en el de muchos habitantes en todos los continentes del mundo.

La lectura me recuerda que la razón por la cual hoy es patrimonio cultural inmaterial de la humanidad, de nuevo, tiene que ver con lo genuino y lo colectivo de su fuerza. Es decir, la importancia de esta expresión radica en que fue y es un elemento identitario importante para la interacción de las comunidades que la practican.

Cosa que nos recuerda, una vez más, que los movimientos diseñados a priori y las marcaciones no entendidas como diálogo, en el contexto de la fiesta, de la práctica social, no reflejan lo más potente de esta expresión. La bachata, como la salsa, ha permanecido por tanto tiempo en la cultura porque es la manifestación que permite el diálogo de los sentimientos y las realidades más íntimas entre personas que comparten un territorio. Así ese territorio sea solo una pista de baile.

Ahora, leo que la bachata tradicional ha sufrido muchas transformaciones, bajo la motivación de que encaje, cada vez más, con la visión que desde afuera se tiene de la cultura latina: erotismo, voluptuosidad, pasión, placer. Por lo tanto, debería conservar siempre en eso algo de su pulpa. Porque si bien hay una tipología para agrupar ese nuevo sonido bajo el nombre de “bachata sensual”, cierto es que la bachata tradicional ya era sensual, expresiva y colectiva.

Volvamos al baile. Mientras veía a los jóvenes extranjeros con sus vueltas magistrales y sus brazos batientes, imaginé toda el agua que tuvo que pasar debajo del puente para que esa música que nació en los barrios periféricos de una isla en el Caribe a comienzos del siglo XX, ahora llegue al continente originario, con nuevos movimientos coreográficos, importada desde la lejana Oceanía.

Es innegable que hay belleza en esas composiciones y que nuestra amiga fue una suerte de dulcinea australiana de la noche. Una mujer muy dulce, más allá de sus movimientos serpentinos que, por momentos, me hicieron olvidar de toda esta perorata interna de los comandos a empujones. Lamentablemente para mi amigo, esa misma noche ella le dijo que no quería una relación seria. De cualquier manera, pese al dolor del enamorado, me pareció valiente que una chica tuviera el coraje de preferir la bachata sugestiva por encima del ideal del amor romántico.

Joan Didion dijo que no sabía lo que pensaba hasta que lo escribía. Me pasa igual, incluso, no sé ni lo que bailo. Toda esta escritura de fiesta, unas semanas después de aquella noche, tiene que ver con eso, con la terquedad en este viejo oficio de escribirlo todo. Lo que pienso, lo que bailo. Sin desconocer que, del dicho al hecho, como de la “bachata tradicional” a la “bachata sensual”, hay mucho trecho.

Mi conclusión es esta: entre una pena de amor y una pena de baile no hay mucha distancia. Solo existe una pequeña grieta por la que hoy se cuela un viejo sonido de radio con música de amargue en este nuevo foráneo, joven y pálido callejón de la alegría.

Por Julia Díaz-Santa

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