Empecemos por el final: Madrid, 1994. Un cuarto de poca luz, una cama, libros —seguramente novelas policiales—, muchos cigarrillos y un vaso de whisky. En la cama, un hombre, y dentro de ese hombre, un mundo. Esta imagen hay que verla, no leerla; pues corresponde al retrato de alguien que supo, desde siempre, que la vida era un rotundo fracaso. Para Onetti, vivir fue fracasar. Alguna vez, durante una entrevista, confesó: “En mí, creo que se trata de un pesimismo natural; natural y radical. En el fondo, creo que soy una de las pocas personas que cree en la mortalidad. Eso influye mucho. Sé que todo va a acabar en fracaso. Yo mismo. Vos también”, respondió cuando le preguntaron a qué se debía ese sentimiento de derrota ante la vida que, propio de su personalidad, también persiste en sus cuentos y novelas.
Le sugerimos leer: Historia de la literatura: “El heptamerón”
En Onetti todo resulta llamativo: su personalidad, la ruinosa belleza que nos transmiten los ambientes de sus libros, sus personajes y, por supuesto, su escritura —y la forma particular de concebirla—. “Escribo para mí, para mi placer, para mi vicio, para mi propia condenación”, dijo alguna vez a María Esther Gilio.
¿Qué motivaba en Onetti este sentimiento de derrota ante la vida? ¿Por qué esa persistencia hacia el fracaso que hay en sus obras? Dar una respuesta definitiva resulta arbitrario. Podemos, en algún caso, intuir que la detención y el posterior encierro en un hospital psiquiátrico que sufrió, a causa de la dictadura de Juan María Bordaberry, influyó mucho en su postura vital, teniendo en cuenta que se vio obligado a exiliarse en Madrid y que no volvería nunca más a Montevideo.
La crítica ha declarado siempre que buscar rasgos biográficos de un autor en una obra constituye un craso error: al escribir, este tiende a tomar distancia y falsear situaciones. ¿Cómo no afirmar que ese ‘hablante’ de Los poetas de siete años no es el propio Rimbaud levantando un alegato contra la opresión de su madre y la moralidad religiosa? ¿O acaso no es posible identificar a Céline en Bardamú? Existen autores en los que vida y obra se imbrican, el uruguayo es uno de ellos. Onetti es sus personajes —Larsen, Aránzuru, Eladio Licanero, etc.— y ellos son él.
Leerlo no resulta fácil. Su escritura, en la que muchos ven un exceso de adjetivación y un regodeo ególatra con el lenguaje, exige paciencia, retrocesos, pausas. El lirismo con el que narra puede obnubilar al lector y resultar distractor para entender sus tramas, pero resulta clave para sentir el tono del texto y la forma de sus personajes: “Aránzuru bajó del tren y se puso a andar por el pasaje subterráneo. El aire era allí más fresco. La cabeza iba casi rozando los globos de luz incrustados en el techo. Subió las dos cortas escaleras y un pequeño cansancio lo hizo detenerse, mirando con curiosidad la calle de tierra. Pensó que estaba perdida la amistad del hombre con la tierra. Qué tenía de común con los colores del cielo, los árboles raquíticos de la ciudad, sus multitudes oscuras y alguna luz de ventana, sola en la noche. Qué tenía de común con nada de lo que integra la vida, con las mil cosas que la van haciendo y son ella misma, como las palabras hacen la frase”.
Otro aspecto que se presenta en Onetti, que quizá contribuye a aumentar esa fama de autor fatigoso, es que en sus relatos y novelas se nos plantea una situación inicial que luego de algunos párrafos se corta, para luego abrirse paso desde un punto y un narrador totalmente distinto. La mayoría de sus relatos son una especie de rompecabezas que hay que completar a través de pistas, pero no siempre logramos hacerlo; pues hay una zona brumosa en sus narraciones que deja un ancho margen de especulación. Esta especie de fragmentación del relato, más el lirismo mencionado, producen una sensación de confusión en el lector, pero aun así su obra vale el esfuerzo, máxime si nos deja piezas magistrales como El infierno tan temido, Bienvenido, Bob, Un sueño realizado, La cara de la desgracia o Jacob y el otro, entre otros cuentos.
Santa María o la radiografía del fracaso
Desde su primera novela —El pozo (1939)— el uruguayo nos va a presentar los arquetipos en los cuales se sostendrán sus personajes y escenarios novelescos: individuos que suelen estar siempre al margen, circunscritos a hechos y lugares que no les proporcionan ningún consuelo: “Hace rato me estaba paseando por el cuarto y se me ocurrió de golpe que lo veía por primera vez. Hay dos catres, sillas despatarradas y sin asiento, diarios tostados de sol, viejos de meses, clavados en la ventana en lugar de los vidrios. Después me puse a mirar por la ventana […] las gentes del patio me resultaron más repugnantes que nunca. Estaban, como siempre, la mujer gorda lavando en la pileta, rezongando sobre la vida y el almacenero, mientras el hombre tomaba mate agachado, con el pañuelo blanco y amarillo colgándole frente al pecho. El chico andaba en cuatro patas, con las manos y el hocico embarrados. No tenía más que una camisa remangada y, mirándole el trasero, me dio por pensar en cómo había gente, toda en realidad, capaz de sentir ternura por eso”. Estos primeros esbozos vendrán a constituir lo que más adelante será un territorio particular y complejo: Santa María.
Le sugerimos leer: André Gide: Vivir, escribir y morir a contramano
Al igual que Macondo, Comala o Cedrón, Santa María —ciudad imaginaria localizada a medio camino entre Argentina y Uruguay, según el propio autor, creada por Juan María Brausen, personaje central en La vida breve (1950), y escenario pleno de Juntacadáveres (1964) y El astillero (1961)— se erige como una de las grandes ficciones nacidas de un escritor latinoamericano. Empero, esta se diferencia abismalmente de esos territorios pares: en ella sus habitantes no ascienden milagrosamente a los cielos, más bien se arrastran hacia el infierno. Aquí no hablan los muertos y tampoco asfixia el calor; por el contrario: todos están vivos, sufriendo, pagando a cuentagotas su penitencia cotidiana dentro de una ciudad de aura gris a causa de la lluvia, en la que “el río desaparece, va retrocediendo sin olas en la sombra como una alfombra que envolvieran…” y cuyas calles siempre están llena de yuyos y charcos.
Dentro de Santa María todo es ruindad: bares escuetos en que viejos tocadiscos a duras penas funcionan; hoteles de ventanas mugrientas; prostíbulos con camas a punto de desarmarse, con sábanas y colchones raídos; astilleros abandonados a merced del óxido. El territorio creado por Onetti más que un lugar es un estado existencial. Las personas que allí habitan son, generalmente, pesimistas, individuos que se resignan a la fatalidad y sobrecogidos por el fracaso. El amor resulta imposible, los sueños se esfuman. Allí todo es un malentendido.
Podría interesarle leer: Por el camino de los muertos
Nos consta que a lo largo y ancho de la historia literaria hay autores de los que resulta difícil que el lector se desprenda. Una vez que se entra en su mundo —”Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento…”—, conocemos sus personajes —”Vine a Comala porque me dijeron que aquí vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”— y saboreamos su escritura, es imposible salir de ellos. Por ese motivo, si usted abre un libro de Onetti y lee: “Hace cinco años, cuando el gobernador decidió expulsar a Larsen (o Juntacadáveres) de la provincia, alguien profetizó, en broma e improvisando, su retorno, la prolongación del reinado de cien días, página discutida y apasionante —aunque ya casi olvidada— de nuestra historia ciudadana…”, sepa que ha entrado a Santa María y este le ha dado la bienvenida a un mundo sin retorno y donde todo va a acabar en fracaso, porque, como escribió T. S. Eliot, cierta vez en algún verso: “El género humano no puede soportar tanta realidad”.