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Bobby Fischer: Un hombre eternamente en jaque (I)

Ajedrecista, obsesivo, paranoico, solitario, indescriptible, Robert James Fischer, como decía su documento de identidad, fue una de los personajes icónicos del Siglo XX. Transformó un juego de mesa en un espectáculo con tintes de guerra. Esta es la primera entrega de la historia de su vida.

Fernando Araújo Vélez

12 de diciembre de 2020 - 12:00 p. m.
Bobby Fischer quería jugar ajedrez. Su primer juego se lo había regalado su hermana Joan, a finales de los 40, cuando él apenas tenía seis años. Él quería ser campeón del mundo. Sólo eso.
Foto: Bundesarchiv
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Fue compañero de escuela de Barbara Streisand en el Instituto Erasmus Hall de Brooklyn, y pasados muchos años, diría que Bobby Fischer era distinto a todos los demás: “Bobby y yo fuimos dos inadaptados en el aula. Almorzábamos juntos y guardo fresco el recuerdo de su risa a carcajadas mientras leía la revista Mad. También era habitual verlo con la mirada apuntando el infinito y haciendo profundos silencios. Sé que era un chico singular, pero para mí era bastante sexy”. Niño retraído, adolescente conflictivo, sobre todo por sus exigencias y su mutismo, no dejaba de repetir que la escuela era una pérdida de tiempo, que allí no enseñaban nada importante, y que fuera de todo, había que levantarse muy temprano para ir a clases. Era huidizo. Callado por momentos. Sorpresivo. Iba por la vida como si en el mundo solo hubiera una persona, él.

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Fischer había tenido que hacer un test de inteligencia para ingresar al Erasmus Hall, y el resultado había superado los de Albert Einstein años atrás, pero eso no le importó. Él quería jugar ajedrez. Su primer juego se lo había regalado su hermana Joan, a finales de los 40, cuando él apenas tenía seis años. Tenía las fichas de plástico y había costado un dólar, pero ni el plástico ni el precio le importaron. Fischer, que en los documentos oficiales figuraba como Robert James Fischer, aunque sus padres oficiales se llamaran Regina Regina Wender y Hans-Gerhardt Fischer, y su padre biológico fuera un húngaro de nombre Paul Félix Nemenyi, quien trabajó en el proyecto de la primera bomba atómica, quería ser campeón del mundo. Sólo eso. Cuando conoció a su primer profesor, le preguntó si había sido campeón del mundo.

El muchacho, que había respondido a un aviso que había pegado su madre en el periódico de la universidad de Brooklyn, “Se busca niñera para colegial de 8 años. Tardes y algunos fines de semana, a cambio de habitación con derecho a cocina”, le respondió que no. El niño le contrapreguntó cómo entonces iba a enseñarle a ser campeón del mundo si él no lo había sido, y hasta ahí llegó el interés del nuevo profesor. Fischer era obsesivo, metódico. Podía pasar un día sin comer y una semana sin bañarse. Lo único que le llamaba del todo la atención en la vida era el juego, aquellas 16 fichas y los 64 cuadritos del tablero con sus infinitas posibilidades. Pensaba ajedrez, soñaba ajedrez, murmuraba ajedrez, leía ajedrez, y una de sus frases más repetidas a lo largo de los años sustentaban su pasión: “El ajedrez es la vida”.

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Su madre, doña Regina Fischer, había estudiado medicina en la Unión Soviética. Se declaraba comunista, y como comunista fue vigilada y perseguida por el FBI. Poco a poco se fue volviendo más y más paranoica. No tenía mucho dinero, apenas los pocos dólares que ganaba como enfermera, y vivía en una diminuta cajita en Brooklyn. Fría, seria, concentrada, dejaba a su hijo menor con Joan, su hija mayor. Y entre los dos niños se cuidaban y jugaban. Cuando Joan Fischer le llevó su primer tablero de ajedrez, su hermano ya nunca dejaría de jugar y de jugar. Su madre se preocupó. Incluso, fue a buscar consejos con un psiquiatra, que palabras más, palabras menos, le dijo que la obsesión por el ajedrez de su hijo no era la peor de las obsesiones.

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Era imposible transformar aquella obsesión, le aclaró, aunque le sugirió que probara con algún deporte, y más adelante, con los asuntos del amor. Nada. Fischer seguía inmerso en su mundo de escaques, enroques, jaques y mates. Ni siquiera le importaba su ropa, e iba por la vida con lo primero que hallaba en su armario. En 1956 comenzó a enfrentarse en serio con la vida, porque el ajedrez era su vida. Como escribió E.J. Rodríguez en el portal Jot Town, “Regina Fischer supo que el Maestro de ajedrez Max Pavey iba a ofrecer una sesión de partidas simultáneas en la ciudad y que jugaría contra cualquier aficionado que quisiera inscribirse sin importar la edad; quizá allí Bobby conocería a algún otro niño con el que podía compartir la afición. Regina anotó a su hijo en la sesión de simultáneas. El pequeño Bobby llegó, ocupó su sitio y, como era de esperar, perdió a las pocas jugadas.

“Lloró con amargura por la rápida y fulminante derrota. Es más, siempre mantuvo un vivo recuerdo de aquel momento como un acicate, un impulso para querer mejorar. Aquel día no conoció a ningún niño de la misma edad como su madre pretendía, pero la sesión de simultáneas no terminó en vano: la insólita presencia de aquel niño no pasó desapercibida entre la gente del mundillo y el presidente del Brooklyn Chess Club, Carmine Nigro, creyó detectar ciertas condiciones en el niño. Habló con Regina e invitó a Bobby a anotarse en su club, donde podría practicar bajo supervisión, tener acceso a libros y, sobre todo, conocer a otros niños ajedrecistas. Él aceptó feliz la posibilidad de inscribirse en un verdadero club de ajedrez y Carmine Nigro se convirtió así en el primer entrenador de la vida de Bobby Fischer, aunque en esencia pueda afirmarse que el jugador fue, sobre todo, un autodidacta”.

Pese a sus esfuerzos, Regina Fischer jamás fue del todo querida por su hijo. O aceptada. O comprendida. Según algunos, por su activismo político. Según otros, porque no lo dejaba en paz. Pasado mucho tiempo de aquellos precarios años 50 en los que vivían juntos, intentó varios acercamientos, pero su hijo solía rechazarla. Aún así, quienes ahondaron en su historia, concluyeron que Fischer tenía mucho de su madre, empezando por el coeficiente intelectual, y siguiendo con sus constantes estados de paranoia. Si doña Regina se la pasaba creyendo que la perseguían, y sí la perseguían, su hijo buscaba en todos los sucesos de su vida un posible ataque. Si doña Regina consideraba que la felicidad era hacer, trabajar, buscar, pensar, luchar, su hijo consideraba que solo podía entender esa palabra si la relacionaba con el ajedrez.

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A principios de 1972, semanas antes de que el mundo prácticamente se paralizara por sus partidas de ajedrez ante Boris Spaskky, y en una de las decenas de entrevistas que le hicieron, Bobby Fischer fue interrogado sobre sus inicios en el ajedrez. Cuando le preguntaron a qué edad había comenzado a jugarlo, dijo que a los seis años. Inmediatamente después le contrapreguntaron cuándo consideraba que había decidido que el ajedrez era lo más importante, por no decir lo único en su vida. Contestó que a los siete y se rio. Los periódicos y revistas lo mostraban en viejas fotos de sus épocas de adolescente, el pelo muy corto y la ropa holgada, comiendo con un juego de ajedrez al lado, o caminando por una perdida calle de Brooklyn mientras repasaba alguna histórica partida de Raúl Casablanca o de Miguel Najdorf.

Reproducían sus jugadas más geniales, hurgaban en su infancia, entrevistaban a sus conocidos, reseñaban sus títulos: El Nacional Junior a los 14 años, el de mayores a los 15. Recordaban su “grado” de Gran Maestro pocas semanas después, y comenzaban a hablar de su soledad, de sus obsesiones, de alguna que otra declaración que generalmente terminaba con un “Quiero ser campeón del mundo”, un “El ajedrez es la vida” o un “El ajedrez es una guerra sobre un tablero y el objetivo es aplastar la mente del rival”, y comentaban su desaliño y sus exigencias. Fischer quería ser campeón, y también, ser multimillonario. Lo repetía a los cuatro vientos: “Soy un individuo detestable. Mis ideales son el ajedrez y el dinero. Quiero ser riquísimo. Todos quieren serlo, pero ninguno es capaz de admitirlo. ¿Es pecado eso?”.

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Por Fernando Araújo Vélez

De su paso por los diarios “La Prensa” y “El Tiempo”, El Espectador, del cual fue editor de Cultura y de El Magazín, y las revistas “Cromos” y “Calle 22”, aprendió a observar y a comprender lo que significan las letras para una sociedad y a inventar una forma distinta de difundirlas.fernando.araujo.velez@gmail.com
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