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                                                                                                                              Bogotá en letras

                                                                                                                              En la capital hay cuatro tipos de muros: aquellos que simplemente cimientan, unos que separan, los que son materia prima del bazuco y otros que se configuran como lienzos gigantes o páginas abiertas.

                                                                                                                              Irene Littfack Neira

                                                                                                                              En Bogotá hay cuatro tipos de muros: aquellos que simplemente cimientan, unos que separan, los que son materia prima del bazuco y otros que se configuran como lienzos gigantes o páginas abiertas. Cuando los muros hablan, las calles se convierten en espacios literarios que cuentan la historia de la ciudad y de sus habitantes. Pocas veces en la capital cualquier persona es protagonista de un relato público.

                                                                                                                              I.
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                                                                                                                              Detrás del Cementerio Central hay un barrio en donde cada día las expectativas de vida disminuyen. En ambos costados de la carrera 19 con calle 24 los pequeños locales de lápidas y flores enmarcan el entorno. La pared trasera del cementerio mira hacia el barrio Santa Fe, donde las casas viejas cada vez son más decrépitas y contrastan con la belleza solemne de las marmolerías y la modernidad de la avenida El Dorado. 
                                                                                                                              Un habitante de calle se recuesta en el muro trasero del cementerio. En sus manos atesora un frasquito de bóxer que va oliendo de tanto en tanto de manera compulsiva. Sobre la otra acera, tres niñas de unos 15 años caminan en ombliguera y pantalón descaderado. Una de ellas muestra su escote aún desprovisto e infantil, porque el que no muestra, no vende. Van riéndose por el camino mientras se rotan una bolsa blanca en la que inhalan y exhalan por turnos mientras se les desorbitan los ojos. Más adentro en el barrio decenas de jóvenes como ellas se recuestan en los marcos de las puertas con poco más de dos prendas de vestir y miran cada carro, moto y peatón esperando a alguien que pague por utilizar su cuerpo.

                                                                                                                              Read more!

                                                                                                                              Entre la prostitución, la drogadicción y la indigencia, la vida se va acortando. La realidad se mata con una dosis de pegante, de perico o de bazuco y aparece una vida imaginaria provista de emociones y adrenalina, de belleza, saciedad y calor. Con cada respiro, las niñas y el habitante de calle se trasladan a otro mundo; con cada soplo, sus años de vida se van restando. 

                                                                                                                              En la pared donde permanece el hombre hay un mural pintado y un texto escrito en letras de colores: “Cuando la vida se va en un soplo”. La sentencia tatuada con pintura está firmada por “Hijos de la calle”, es enfática, descriptiva y aplica para los vivos que se encuentran a este lado de la pared y para los muertos que reposan en el cementerio. Allí, como en cada sector de Bogotá, los muros se convierten en páginas abiertas donde las letras operan como espejo de su propia realidad.

                                                                                                                              II.
                                                                                                                              Avenida El Dorado


                                                                                                                              En frente del Cementerio Central, el andén de la avenida El Dorado es amplio como una autopista. No hay ningún lugar al que se pueda entrar sobre ese costado, ningún puente, ningún local, ninguna casa. Casi no hay transeúntes que caminen el sendero y, sin embargo, huele a orines. 
                                                                                                                              Desde la construcción de Transmilenio, las casas que adornaban la avenida fueron demolidas y en su lugar quedaron desnudos los muros traseros de las edificaciones que sobrevivieron a la obra. El andén oriental de la calle 26 es un espacio inhabitado, un lugar vacío en una ciudad que rara vez tiene tramos tan desolados por su cantidad de población. 

                                                                                                                              Los carros sí transitan por montón entre los túneles y los tres carriles de la avenida. En medio de una maraña de muros de concreto que se atraviesan por arriba y por debajo, y que enmarcan la avenida, el arte urbano le dio color al espacio solitario.
                                                                                                                              En los murales coloridos que se estampan sobre las paredes, varias sentencias aparecen como lecciones impartidas. “El recurso se agota”, dice en letras azules debajo de uno de los túneles de la avenida. El texto es una especie de recordatorio público. Por el color de las letras podría tratarse del agua, pero el carácter abierto de la oración está inscrito en el muro para recordar la finitud de las cosas. 

                                                                                                                              Read more!

                                                                                                                              “El agua vale más que el oro”, dice en letras pequeñas que sólo son visibles para el peatón esporádico y, además, curioso que se detiene a mirar el mural. Un tigre inmenso, un hombre rojo y un minero son los protagonistas de la pared. Al lado, el dibujo de tres animales cuyo cuerpo es semiesquelético argumentan la frase. 
                                                                                                                              A pocos pasos por la misma acera aparecen dibujadas, como un cuadro gigante, plantas, vegetales y un bebé sentado a la mesa. Abajo el mural reza “Siembra sano y cosecha ideas”.

                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              Al cruzar otro de los túneles sobresale el retrato de una mujer indígena. Encima de su cabeza dice “La paz es nuestra”. Utopías o realidades, las letras están grabadas en el corazón de la avenida El Dorado. No queda un solo espacio en blanco. Todo el lienzo de concreto está ocupado, porque hay mucho más para decir que para callar. Por fin, el entramado de calles, paredes y cemento de la avenida El Dorado tiene su brillo propio.

                                                                                                                              III.
                                                                                                                              Teusaquillo


                                                                                                                              Hay una calle en Teusaquillo donde las casas son habitadas por libros. Allí, los ladrillos de las casonas guardan el silencio de las bibliotecas mientras que afuera el tráfico acelera el corazón de los capitalinos.

                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              En el costado sur de la calle 45, a la altura del barrio Palermo, está el Dinosaurio, un gigante de ladrillo y pintura naranja que sólo vende libros usados. La historia de sus libreros es tan interesante y vieja como algunos de sus ejemplares. Se remonta a finales de la década de 1970, cuando la avenida 19, entre carrera séptima y octava, albergaba casetas informales donde se vendían libros. Después del desalojo al que fueron sometidos, llegaron con sus novelas, cuentos y enciclopedias a la esquina de esta calle de doble vía. Adentro, los libros son reparados, empastados, cosidos, encuadernados y vendidos. Varias torres se elevan sobre mesas y estantes y la casa huele a páginas viejas. Por su experiencia y grandeza, El Dinosaurio es el más famoso de la calle de los libros.
                                                                                                                              En la acera de enfrente está Hipatia, una dama de piel negra decorada por un jardín vertical que está marchito a pesar de las constantes lluvias bogotanas. La casa de dos pisos funciona como librería, editorial, espacio de lectura y café para tertulias. Más arriba están Casa de letras, Los clásicos y Libros leídos Café-Galería. Si se sigue subiendo hacia el oriente, una casa negra con portón blanco vende libros de fantasía y al lado, una de color púrpura funciona como imprenta y fábrica de sellos y litografías. 

                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              Después de atravesar la carrera 19 el entorno cambia. Los libros desaparecen y en ambos costados se levantan discotecas, bares, restaurantes y peluquerías. Si de buscar letras se trata, lo mejor es retornar hacia el occidente y seguir bajando hasta casi llegar a la carrera 30. El recorrido por las historias y los libros tiene un final literario que invita a descubrir y redescubrir cada día. En el muro del colegio El Carmelo un dibujo extenso recorre la fachada y en letra cursiva aparecen dos oraciones escritas: “El sol no se ha puesto por última vez”. “Cuida tu inocencia”. 
                                                                                                                               

                                                                                                                              En Bogotá hay cuatro tipos de muros: aquellos que simplemente cimientan, unos que separan, los que son materia prima del bazuco y otros que se configuran como lienzos gigantes o páginas abiertas. Cuando los muros hablan, las calles se convierten en espacios literarios que cuentan la historia de la ciudad y de sus habitantes. Pocas veces en la capital cualquier persona es protagonista de un relato público.

                                                                                                                              I.
                                                                                                                              Santa Fe


                                                                                                                              Detrás del Cementerio Central hay un barrio en donde cada día las expectativas de vida disminuyen. En ambos costados de la carrera 19 con calle 24 los pequeños locales de lápidas y flores enmarcan el entorno. La pared trasera del cementerio mira hacia el barrio Santa Fe, donde las casas viejas cada vez son más decrépitas y contrastan con la belleza solemne de las marmolerías y la modernidad de la avenida El Dorado. 
                                                                                                                              Un habitante de calle se recuesta en el muro trasero del cementerio. En sus manos atesora un frasquito de bóxer que va oliendo de tanto en tanto de manera compulsiva. Sobre la otra acera, tres niñas de unos 15 años caminan en ombliguera y pantalón descaderado. Una de ellas muestra su escote aún desprovisto e infantil, porque el que no muestra, no vende. Van riéndose por el camino mientras se rotan una bolsa blanca en la que inhalan y exhalan por turnos mientras se les desorbitan los ojos. Más adentro en el barrio decenas de jóvenes como ellas se recuestan en los marcos de las puertas con poco más de dos prendas de vestir y miran cada carro, moto y peatón esperando a alguien que pague por utilizar su cuerpo.

                                                                                                                              Read more!

                                                                                                                              Entre la prostitución, la drogadicción y la indigencia, la vida se va acortando. La realidad se mata con una dosis de pegante, de perico o de bazuco y aparece una vida imaginaria provista de emociones y adrenalina, de belleza, saciedad y calor. Con cada respiro, las niñas y el habitante de calle se trasladan a otro mundo; con cada soplo, sus años de vida se van restando. 

                                                                                                                              En la pared donde permanece el hombre hay un mural pintado y un texto escrito en letras de colores: “Cuando la vida se va en un soplo”. La sentencia tatuada con pintura está firmada por “Hijos de la calle”, es enfática, descriptiva y aplica para los vivos que se encuentran a este lado de la pared y para los muertos que reposan en el cementerio. Allí, como en cada sector de Bogotá, los muros se convierten en páginas abiertas donde las letras operan como espejo de su propia realidad.

                                                                                                                              II.
                                                                                                                              Avenida El Dorado


                                                                                                                              En frente del Cementerio Central, el andén de la avenida El Dorado es amplio como una autopista. No hay ningún lugar al que se pueda entrar sobre ese costado, ningún puente, ningún local, ninguna casa. Casi no hay transeúntes que caminen el sendero y, sin embargo, huele a orines. 
                                                                                                                              Desde la construcción de Transmilenio, las casas que adornaban la avenida fueron demolidas y en su lugar quedaron desnudos los muros traseros de las edificaciones que sobrevivieron a la obra. El andén oriental de la calle 26 es un espacio inhabitado, un lugar vacío en una ciudad que rara vez tiene tramos tan desolados por su cantidad de población. 

                                                                                                                              Los carros sí transitan por montón entre los túneles y los tres carriles de la avenida. En medio de una maraña de muros de concreto que se atraviesan por arriba y por debajo, y que enmarcan la avenida, el arte urbano le dio color al espacio solitario.
                                                                                                                              En los murales coloridos que se estampan sobre las paredes, varias sentencias aparecen como lecciones impartidas. “El recurso se agota”, dice en letras azules debajo de uno de los túneles de la avenida. El texto es una especie de recordatorio público. Por el color de las letras podría tratarse del agua, pero el carácter abierto de la oración está inscrito en el muro para recordar la finitud de las cosas. 

                                                                                                                              Read more!

                                                                                                                              “El agua vale más que el oro”, dice en letras pequeñas que sólo son visibles para el peatón esporádico y, además, curioso que se detiene a mirar el mural. Un tigre inmenso, un hombre rojo y un minero son los protagonistas de la pared. Al lado, el dibujo de tres animales cuyo cuerpo es semiesquelético argumentan la frase. 
                                                                                                                              A pocos pasos por la misma acera aparecen dibujadas, como un cuadro gigante, plantas, vegetales y un bebé sentado a la mesa. Abajo el mural reza “Siembra sano y cosecha ideas”.

                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              Al cruzar otro de los túneles sobresale el retrato de una mujer indígena. Encima de su cabeza dice “La paz es nuestra”. Utopías o realidades, las letras están grabadas en el corazón de la avenida El Dorado. No queda un solo espacio en blanco. Todo el lienzo de concreto está ocupado, porque hay mucho más para decir que para callar. Por fin, el entramado de calles, paredes y cemento de la avenida El Dorado tiene su brillo propio.

                                                                                                                              III.
                                                                                                                              Teusaquillo


                                                                                                                              Hay una calle en Teusaquillo donde las casas son habitadas por libros. Allí, los ladrillos de las casonas guardan el silencio de las bibliotecas mientras que afuera el tráfico acelera el corazón de los capitalinos.

                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              En el costado sur de la calle 45, a la altura del barrio Palermo, está el Dinosaurio, un gigante de ladrillo y pintura naranja que sólo vende libros usados. La historia de sus libreros es tan interesante y vieja como algunos de sus ejemplares. Se remonta a finales de la década de 1970, cuando la avenida 19, entre carrera séptima y octava, albergaba casetas informales donde se vendían libros. Después del desalojo al que fueron sometidos, llegaron con sus novelas, cuentos y enciclopedias a la esquina de esta calle de doble vía. Adentro, los libros son reparados, empastados, cosidos, encuadernados y vendidos. Varias torres se elevan sobre mesas y estantes y la casa huele a páginas viejas. Por su experiencia y grandeza, El Dinosaurio es el más famoso de la calle de los libros.
                                                                                                                              En la acera de enfrente está Hipatia, una dama de piel negra decorada por un jardín vertical que está marchito a pesar de las constantes lluvias bogotanas. La casa de dos pisos funciona como librería, editorial, espacio de lectura y café para tertulias. Más arriba están Casa de letras, Los clásicos y Libros leídos Café-Galería. Si se sigue subiendo hacia el oriente, una casa negra con portón blanco vende libros de fantasía y al lado, una de color púrpura funciona como imprenta y fábrica de sellos y litografías. 

                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              Después de atravesar la carrera 19 el entorno cambia. Los libros desaparecen y en ambos costados se levantan discotecas, bares, restaurantes y peluquerías. Si de buscar letras se trata, lo mejor es retornar hacia el occidente y seguir bajando hasta casi llegar a la carrera 30. El recorrido por las historias y los libros tiene un final literario que invita a descubrir y redescubrir cada día. En el muro del colegio El Carmelo un dibujo extenso recorre la fachada y en letra cursiva aparecen dos oraciones escritas: “El sol no se ha puesto por última vez”. “Cuida tu inocencia”. 
                                                                                                                               

                                                                                                                              Por Irene Littfack Neira

                                                                                                                              Ver todas las noticias
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