Bogotá: La ciudad de los paraísos perdidos

Recuerdo que quise venir a Bogotá porque tenía la idea de convertirme en una gran saxofonista; me pasaba el tiempo viendo videos de Candy Dulfer y estaba especialmente obsesionada con John Coltrane, a quien escuchaba mucho por esos días junto a otros cuatro grandes del jazz en un set de CDs que me trajo mi padre de Boston.

Sigue a El Espectador en Discover: los temas que te gustan, directo y al instante.
María Alejandra Argel
13 de abril de 2018 - 10:41 p. m.
Cortesía pixabay
Cortesía pixabay
Resume e infórmame rápido

Escucha este artículo

Audio generado con IA de Google

0:00

/

0:00

 

“Sé que he perdido tantas cosas que no podría contarlas y que esas perdiciones, ahora, son lo que es mío

Jorge Luis Borges

También me trajo un saxofón alto, un Selmer Paris serie III. Recuerdo abrir la caja y verlo todo accidentado de teclas hermosas, su color dorado refulgía y el metal no tenía rastro de huellas digitales. Lo agarré con cuidado, con el miedo con el que quizá agarraría a un recién nacido de no sostenerle bien la cabeza. No puedo precisar el recuerdo de lo que pude haber pensado en aquel momento. Me había graduado del bachillerato hacía muy poco tiempo y tocaba escasas piezas de memoria; no estoy segura, pero me atrevo a decir que lo habré ensayado con alguno de los temas que tocábamos en la orquesta tropical del colegio, Pensando en ti, La tumbacatre, lo que me había enseñado mi profesor de música y primer gran maestro de lo que en el momento para mí podía significar sentir pasión por algo. Con su apoyo me saltaba las clases de física y matemáticas para ensayar. Los primeros sonidos de un saxofón se asemejan de una manera muy sutil a la bocina de un tractor ruidoso y violento. La sensación de domar la ferocidad de algo tan inasible como lo sonoro y convertirlo en música puede atrapar a cualquiera que tenga la temprana intuición de que la vida venidera va a consistir esencialmente en ver cómo se nos escapan las cosas de las manos. Todo en mi saxofón era hipnotizante.

Ahora llevaba tres años sin tocarlo, mi padre había venido a visitarme y habíamos salido a comer; le dije que era tiempo de venderlo. Mi madre y él sospechaban que era lo más sensato desde hacía rato; yo me tomé más tiempo en llegar a sentenciarlo como una decisión. Aquel sueño de ser saxofonista fue el primero de los paraísos que perdí en esta ciudad.

Mucha gente pregunta de manera despectiva por qué uno escogería esta ciudad para vivir. Uno se ha hecho la misma pregunta un millón de veces. Las preguntas más constantes del pensamiento son las que nos llevan a los lugares más recónditos que suelen ser también los más hermosos. Con insistencia lo estuve pensando hace un par de días cuando me subí a un avión en Medellín. Había pasado una semana entre la casa de mis padres en Montería, la playa con amigos y la casa de una de mis mejores amigas de infancia; ahora iba camino a Bogotá donde el aeropuerto había estado cerrado todo el día por mal tiempo. Llegué el lunes en la madrugada, el martes no hice nada, llovió todo el día y tuve ganas de llorar cinco o seis veces. Comí un banano, un vaso de choco crispis y una tortilla. No fui a clase. No empecé la semana. Lo único que logré hacer fue escribir: abrí un documento de una vieja historia que había garabateado y escribí.

A Bogotá llegué a los dieciocho años y desde que mi madre se despidió de mí en la portería del edificio donde arrendaron un apartamento para que viviera con dos amigas, tuve la emocionante sensación de ser libre. Cosas pequeñas, pero necesarias. Comprar una cerveza a las doce del día. Salir a casa de mi novio a la hora que quería. No ir a clases. No tender la cama en una semana. Almorzar huevos revueltos con pan. No dormir en casa. Podía sentir el éxtasis de aquella independencia primera incluso sentada en un bus atascado en la séptima.

Lo que no sabía era que la academia musical me iba a entregar los explosivos para minar las paredes de un fuerte al que le había llegado la hora de caer. Atrás habían quedado los ensayos de las banditas colegiales donde tocábamos lo que queríamos, como queríamos. Esto era otro nivel. Yo había escogido un cuchillo de cocina para vencer al Leviatán. Tocaba tres o cuatro horas diarias, poco para un instrumentista con aspiraciones profesionales, mucho para mí. Lograba aprobar, pero nunca me sorprendí improvisando o disfrutando. La sospecha de estar en el lugar equivocado era el primer muro paradisíaco que se venía abajo. Después vinieron los otros. Terminé con mi novio del colegio. Me deprimí por primera vez. Lloraba mirando por las ventanas de colectivos que no se movían. Por aquellos días me diagnosticaron una pequeña lesión en el útero y me tuvieron que hacer una biopsia a la que fui sola y muerta del susto y de la que salí caminando con dificultad, con sangre e Isodine en la entrepierna.

Pensaba a menudo en que quería devolverme a casa de mis padres. Pensaba a menudo en las calles de mi pueblo, donde caminaba con mis amigos para ir a la piscina o donde andábamos en moto los fines de semana para ir a comer patacones de 500 en una casa de barrio. Añoraba el calor, las gentes conocidísimas. Extrañaba a nuestros amigos que atendían el bar del pueblo al que íbamos los fines de semana, que nos emborrachaban y cuando se les acababa el turno en la barra se emborrachaban con nosotros.

Hacia finales de 2013 y principios de 2014 me empezaron a doler las manos y tuve que ir al médico. Volví a la facultad con una nota que confirmaba mi tendinitis: “dada la inflamación debe evitar practicar actividades que impliquen flexión y extensión repetitiva por alto riesgo de rotura tendinosa”. Recuerdo el alivio interno y secreto que sentía cuando presentaba aquel papel a mis profesores. Aquello era una amenaza inminente de que tenía que parar de hacer algo que no quería. El cuerpo es muchas veces más ágil que la mente y más valiente ante los miedos. Como en el sexo, como en las peleas, como en el baile. El semestre siguiente no sólo dejé de inscribir la mayoría de mis materias de música, sino que inscribí una electiva de Poesía Latinoamericana que terminó por arrastrarme con un mar de versos de Juan Gelman, Cesar Vallejo y Vicente Huidobro al naufragio adictivo de las letras.

Volvería a elegir esta ciudad donde las tardes se parecen tanto a la melancolía y al desamor y las noches al anonimato exquisito, al baile de cuerpos enmascarados con chaquetas y bufandas. Volvería para sentir el placer de caminar por calles agrietadas y para saber que la lluvia son todos los versos que no he escrito. La volvería a escoger para estar consciente de que el mundo puede ser hostil de muchas formas y para tener el privilegio de desaparecer en él sin ser extrañada; para tener el beneficio de aprender a lidiar con la soledad; la escogería, sobre todo, para presenciar su disposición de albergar tanta criatura inédita y tanto germen hermoso; para entender el significado de muchas canciones inauditos para mí, everything is broken up and dances; la escogería para ver los pedazos del derrumbe y saber qué quiero hacer con ellos. En Bogotá dejé de querer ser saxofonista, pero quise ser escritora por primera vez en una sucesión de días en que no he querido dejar de serlo ni uno solo.

Cuando niños, en Montelíbano, vivíamos en un conjunto de casas cerrado por una cerca de unos tres metros de alto. Nos sentábamos a hablar en el quiosco trasero de la casa de uno de mis amigos que daba a la malla que dividía el complejo residencial del resto del pueblo. Al otro lado de la malla había una calle y, pasándola, un puestico donde vendían las mejores empanadas. Le decían “Las empanaditas de Mi rumba” porque quedaba debajo de una discoteca del mismo nombre que ya no funcionaba, pero que en su tiempo había sido un hit por la eficiencia con que escondían menores de edad. Desde el quiosco de mi amigo nos pegábamos a la malla y gritábamos “¡Empanadas, mándame tanto y una dos litros de Kola Román!”. A los minutos pasaba el que atendía y por encima de la malla, empinándose, nos pasaba la gaseosa y luego nos tiraba una bolsa de papel engrasada metida en otra de plástico con las empanadas.

Hace poco pasé por la calle en medio de las empanaditas y la malla: la maleza se ha trepado con el paso de los años y un rastrojo la oculta en casi toda su altura. El matorral ha debido avanzar en la tarea de comerse la cerca mientras yo aprendía a combinar las dos capas de ropa que nunca me había puesto en mi vida, o mientras esperaba un bus no tan lleno en la esquina de mi casa, o mientras me acostumbraba a cocinar las tres comidas del día. Ya no encuentro el pueblo en que crecí, y, cuando voy, he aprendido a reconocer la nostalgia en escenarios de infancia llenos de caras desconocidas. Todo aquello lo he perdido estando acá; lo encuentro sólo en las rememoraciones que hago desde el cuarto piso de un edificio de ladrillos rojizos. Borges dice que “no hay otros paraísos que los paraísos perdidos”. Yo aprendí a amar esta ciudad por el carácter titánico con el que me quitó mis primeros paraísos. Ahora todo aquello es mío, de mi lápiz y de las hojas en blanco.

 

 

 

 

 

 

Por María Alejandra Argel

Conoce más

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscríbete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta  política.