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Breve nota de adiós al olor de la guayaba de Feliza Bursztyn

Si alguien le hubiera avisado a tiempo que iba a ser detenida, la escultora colombiana Feliza Bursztyn habría podido asilarse en una embajada antes de que la manosearan los militares.

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Gabriel García Márquez, 2 de agosto de 1981
19 de abril de 2014 - 01:34 a. m.
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El gobierno habría dicho entonces que no había nada contra ella, y que no había nada contra ella, y que sólo se asilaba para hacerles propaganda a sus juguetes de chatarra, o para contribuir a la campaña de descrédito de Colombia en el exterior. Pero nadie le avisó, a pesar de las buenas relaciones de Feliza Bursztyn en el alto mundo político de su país y antes de asilarse tuvo que padecer la humillación previa de un asalto a su casa a las cinco de la madrugada por 18 militares disfrazados de civil, y vivir todo un viernes de tinieblas con los ojos vendados y contestando preguntas imbéciles en una caballeriza militar. Por muy cultas que sean las Fuerzas Armadas de Colombia, no se les puede exigir a sus torturadores que sean especialistas en las bellas artes, pero deben saber al menos quiénes son sus torturados para no perder el tiempo haciéndonos preguntas que se pueden aprender en la escuela primaria.

Esta vez, además de haber cometido un atropello, los militares colombianos han hecho algo peor, el ridículo. No se necesita ser adivino para saber lo que andaban buscando estos Sherlock Holmes de pacotilla, que han esculcado por toda la ciudad en busca de un mortero con el cual fueron disparadas tres granadas contra el Palacio Presidencial.

Alguien debió ser bruto como para pensar que Feliza Bursztyn tiene un enorme taller de fundición en el cual han sido forjadas las armas más mortíferas de la escultura nacional, y que con los mismos recursos se hubiera podido fundir un mortero. Lo más ridículo de todo es que mientras los servicios de seguridad buscaban el cañón secreto en el galpón de hierros viejos de Feliza Bursztyn, el hombre que concibió y tal vez dirigió el bombardeo al Palacio Presidencial estaba muerto de risa en un barrio cercano, hablando para una entrevista forzosa con una de las periodistas más bonitas de Colombia —Alexandra Pineda— y con mi muy querido amigo Fernando González Pacheco, que es tal vez el animador más feo de la televisión mundial.

La única vez en que Feliza Bursztyn ha conspirado fue en 1958, y lo hizo junto con las damas más perfumadas de la oligarquía nacional, que se sentaron en medio de la calle para derribar la dictadura del general Gustavo Rojas Pinilla, instigadas por los dirigentes de los partidos tradicionales. Desde entonces, Feliza no ha hecho nada más subversivo que convertir en obras de arte los accidentes de tránsito, con una temeridad que le ha costado una limitación pulmonar muy seria por los vapores tóxicos de la fundición, una limitación, dicho sea de paso, que le ha causado trastornos respiratorios, pero que no le ha quitado alientos para disparar las palabras del más grueso calibre en las visitas de sociedad. No son esos, por cierto, sus únicos quebrantos de salud. Se diría que tiene huesos de vidrio. Hace unos meses se fracturó la columna vertebral y tuvo que ponerse un chaleco ortopédico que parecía un cinturón de castidad fabricado por ella misma y cuya llave se le perdía en cada pachanga. Salvo por su lengua sin control, no conozco a nadie más inofensiva que ella, ni a nadie más indefensa, ni a nadie a quien sus amigos lo querían más. Tiene sus ideas políticas, desde luego, y además muy bien puestas en su lugar. Tenemos, además de muchas otras, una convicción común: repudiamos el terrorismo como instrumento de lucha política, así sean las bombas sin corazón o el atentado personal de los guerrilleros desesperados, o los allanamientos militares de madrugada y el cautiverio con los ojos vendados en nombre de cualquier ley. Sin embargo, lo más disparatado del atropello incalificable de que se ha hecho víctima a Feliza Bursztyn, es que su exilio va a quitarle el voto más seguro y fervoroso que tenía el candidato conservador a la Presidencia de la República, don Belisario Betancur.

No se trata, por supuesto, de una equivocación. La misma noche en que Feliza Bursztyn era detenida, volvieron a tumbarle la puerta al anciano poeta don Luis Vidales, y su casa fue sometida a una requisa tan encarnizada como infructuosa. La única diferencia entre esta vez y la anterior, fue que entonces se lo llevaron vendado a las caballerizas militares, y allí lo mantuvieron varios días, en el que ha de quedar para la historia como el episodio más sombrío no solo de la presidencia del doctor Turbay Ayala, sino de su propio destino personal. El poeta Luis Vidales no recibió nunca una explicación satisfactoria del atropello. La repetición del allanamiento de su casa tiene sin duda una finalidad muy precisa: dejar establecido de una vez por todas que ninguno de los dos atropellos fueron por error —como se hizo creer después del primero—, sino que corresponden al pensamiento experto del señor ministro de la Defensa: aquí no hay poeta que valga. Ni escritores, ni músicos, ni damas escultoras, por muy inocentes que sean y muy enfermas que estén. Es una guerra abierta contra los intelectuales y los artistas que tengan la temeridad de pensar, y cuya solidaridad con las causas más justas no dejan dormir tranquilo a un presidente que alguna vez declaró haber leído una biblioteca completa de cinco mil volúmenes. Hace pocos meses, un muy querido amigo mío que lo es también del presidente Turbay Ayala, y además su partidario incondicional, le dijo en mi presencia al general Omar Torrijos que a todos los gobernadores que rompen relaciones con la inteligencia se los lleva el carajo. No sé si sea ya demasiado tarde para que se lo diga también al presidente Turbay Ayala.

Todo esto ocurre en un momento crítico de Colombia, la lucha armada contra el poder establecido está más fuerte y extendida que nunca. Ya no son las bandas dispersas con escopetas de fisto que se paseaban a todo lo largo y todo lo ancho de nuestra historia, sino un verdadero ejército marginal con bazucas y morteros capaces de tronar frente al propio dormitorio del presidente de la República. Varias veces en los últimos tiempos, las Fuerzas Armadas han proclamado la victoria final sobre la subversión, pero la realidad se ha encargado de demostrar al día siguiente que la guerra continúa, cada vez más intensa, y que amenaza con ser sangrienta y sin término.

Todos sabemos por qué se llegó a este punto. Hace menos de dos años, el movimiento M-19 expresó su propósito de deponer las armas para tomar parte en la contienda política, a cambio de una amnistía real y completa. El gobierno tuvo entonces la oportunidad de instaurar una paz civil que tal vez hubiera sido la única verdadera y estable en los últimos treinta años. Pero el presidente Turbay Ayala desoyó las voces de sus consejeros más altos, prestó oídos sordos al clamor nacional, rechazó inclusive un proyecto aceptable de sus propios parlamentarios y se embarcó en una ley de amnistía que no olvidaba nada sino todo lo contrario. Nadie se acogió a ella. Con razón: era la amnistía del embudo, con la cual el Gobierno pretendía resolver su problema sin preocuparse por el de sus adversarios. No era una ley concebida por los asesores jurídicos del presidente, sino por sus asesores militares, que no han podido ganar la guerra contra las guerrillas en 25 años, y no se resignan a perderla otra vez en el papel. El M-19 declaró en esa ocasión: “O es la amnistía o es la guerra”. Puesto que no fue la amnistía, fue la guerra.

Los militares piensan que cuando publican los partes de batalla, los únicos que lamentan los muertos militares son los miembros de su familia, y los propios militares. Se equivocan. No creo ser una excepción entre los adversarios de este gobierno y de este sistema que lamentamos la muerte de los militares, sobre todo la de los soldados que tienen la misma edad que nuestros hijos. Lo lamentamos más porque somos conscientes de que los militares que mueren en combate con las guerrillas no están allí por su voluntad ni por su ideología, sino por cuenta de los muy pocos que toman decisiones políticas dentro de las Fuerzas Armadas, y escogen la prolongación de una guerra aun por simples consideraciones de machismo profesional. Son estos, en última instancia, los que menos piensan con la mano en el corazón que también los militares se mueren en la guerra.

Las cartas están otra vez sobre la mesa. La oposición armada ha vuelto a hacer una propuesta de paz, en los mismos términos que la anterior, y en un momento en que no es posible decir que lo haga por debilidad. El gobierno tiene otra vez la palabra, pero es de esperar que esta vez no la tenga él solo. Que la tenga todo el país, sin exceptuar, por su puesto, a los militares que piensen distinto y a los curas que todavía crean en Dios. Los candidatos presidenciales de todos los partidos no podrán continuar sus campañas electorales sin definir con toda certeza cuál es su posición frente a un asunto de tanta gravedad para el destino de la Nación. Todo esto, a fin de cuentas, le conviene al presidente Turbay Ayala: hace ya bastante tiempo que se aburrió del oficio estéril de gobernar sin soluciones, y lo único que desea es que se le acabe el empleo lo más pronto posible para retirarse a gozar de sus glorias pasadas, a salvo para siempre del óxido implacable del poder y de las estatuas de pesadilla de Feliza Bursztyn. Termine, pues, su funesto mandato con un capítulo de paz, y no con esa mala imagen de sarraceno enardecido que no perdona ni a las bellas artes.

Por Gabriel García Márquez, 2 de agosto de 1981

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