
Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
En ese contacto oscuro que mantenemos con la realidad a medida en que nos alejamos de la vigilia, alcanzaba a sentir el latido de mi corazón en el pecho, y ese afán en las manos al saber que dentro de poco lo único que tendría que hacer sería estirarlas para encontrarte. Cada noche me prepara, y si era necesario, me ayudaba con aguas aromáticas, y hasta con una que otra pastilla para asegurar ese sueño profundo donde sabía que te iba a ver, a tener, a sostener. Empezaba por un sentimiento, una sensación de plenitud, de tranquilidad, de certeza de estar en el lugar correcto. Luego te sentía encima de mí, tocaba tu piel, sentía tu respiración. Bajaba la mirada y percibía tu olor, el color de tu pelo. Si me concentraba lograba sentir como tu latido se sincronizaba con el mío, con mi ritmo. Por segundos éramos una y la misma. Eras tú, eras las dos al tiempo y quizás también las que no han llegado.
Le recomendamos: Símbolo de la memoria: el reconstruido cementerio sefardí en Barranquilla
Nunca pude ver tu cara, tus ojos, pero en ese momento no dudaba ni un segundo en que conocía cada rincón de tu cuerpo. Eran segundos, eran pocos, pero eran absolutos, plenos, certeros. Comías, como tantas veces te pensé. Te arrunchabas, y te alistaba entre cobijas. Luego, una noche tras otra, tenía que acostarte en una cuna minúscula que siempre encontraba a mi lado. Con cobijas y bien enrollada te acostaba. Posaba tu cabeza en la almohada con tanta delicadeza, como si al soltarte te fuera a perder para siempre. Ya mi alma sabía y se preparaba, cada noche, una tras otra. Hacía un esfuerzo enrome en sacar mi brazo y no despertarte, y lo sacaba en un movimiento tan delicado que parecía que nunca te quisiera soltar. Luego te soltaba, ya no te tocaba más.
Unos segundos después volvía la cabeza, entre cobijas, entre una montaña de trapos absurdos y ya no estabas. Yo seguía buscando, resignada al saber que ya no te encontraría más. Ya sabía que estabas perdida, ya sabía que no eras mía, que nunca lo habías sido, que tú, las dos, no habían sido sino ese latido débil que se acabó demasiado pronto. Ya te sabía intocable, abstracta. Una sombra, un recuerdo de lo que alguna vez pudiste ser. Pero a pesar de esa resignación, de esa certeza incólume, seguía buscando, con un desespero tal que hacía que cada vez aparecieran más y más trapos y que esa minúscula cuna se hiciera infinita. Infinita como un castigo, infinita como la luz de luna, infinita como el deseo y el verso que alguna vez las pensó.
Podría interesarle: Olga Burgos: “La fotografía de interiores es un arte, pero no un desahogo”
Entre ese desespero, entre ese dolor repetido, abría los ojos, agotada y sin poder respirar. Tardaba unos segundos en recobrar el aliento, me costaba tragar. Pero a pesar de la angustia, del dolor, del agotamiento y de la impotencia de lo vivido (o soñado), no quería otra cosa que volver a cerrar los ojos para recobrar esos segundos efímeros, escasos, insuficientes. Volvía, cada noche y con luz de luna a empezar a pensarte hasta poder sostenerte, y cada noche, con luz de luna, volvía a perderte.
Si le interesa seguir leyendo sobre El Magazín Cultural, puede ingresar aquí 🎭🎨🎻📚📖