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Candilejas (Cuentos de sábado en la tarde)

Rey siente, en su pecho, el crepitar de una grieta emocional cuando fija la mirada en los ojos vidrios y suplicantes del hombre de barba quien, ansioso, se ha pegado contra el vidrio de su caseta de vigilante.

Jimmy Arias

24 de diciembre de 2022 - 06:04 p. m.
Rey traga saliva, es la víspera de Nochebuena y, de repente, el achispamiento del aguardiente le ha dado paso a una dolorosa, árida sobriedad. No obstante, a su vez, le señala al tipo de afuera el enorme aviso multicolor: ‘Motel Candilejas’.
Foto: Dot Lizard - Pixabay
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-Amigo, es solo una noche. Mire que hace frío y llueve, y mi esposa está embarazada-, le ruega, señalándole una jovencita de no más de 18 años, empapada de lluvia hasta el tuétano, y con una barriga prominente y puntuda. Los acompaña un burro tan famélico y penoso como ellos dos.

Rey traga saliva, es la víspera de Nochebuena y, de repente, el achispamiento del aguardiente le ha dado paso a una dolorosa, árida sobriedad. No obstante, a su vez, le señala al tipo de afuera el enorme aviso multicolor: ‘Motel Candilejas’.

-Mi hermano, lo siento, esto es un motel, es solo para parejas, no un hostal ni nada parecido; aquí se cobra la entrada, no es la beneficencia pública-, aclara, y carraspea nervioso.

No obstante, el barbudo no se rinde fácilmente y repunta: -Nosotros somos una pareja…-, y, de repente, un poderoso chorro de luz blanquecino cubre su enjuta figura, perfectamente enfatizada por las ráfagas de lluvia que escupe el cielo. Una enorme camioneta 4X4 les hace cambio de luces pidiendo paso.

-Mire, esto es un motel, aquí la gente viene a divertirse y vienen en carro, no en burro ni en bicicleta, ni nada parecido. Lo siento viejo, hágase a un lado, mejor váyase que tengo clientes. La camioneta insiste, ahora con su claxon.

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El hombre baja la mirada, con la resignación del que se ha acostumbrado a ser el saco de golpes del campeón de la calle, toma la rienda de su jumento y se retiran. Los engullen las tinieblas y el aguacero, y las tradicionales desidia e indiferencia de las grandes urbes.

La camioneta se aproxima, se baja la ventana y Rey apechuga el garrotazo del reggaetón que le salta a la cara. Tiene que esforzarse para que el gordo mantecoso que la conduce lo pueda escuchar:

-¿La noche o el rato?

-El rato papi, una ‘suit’ de lujo y mándeme una de ‘Yoni Guolquer’ que esta ya va por la mitad. ¿Le provoca un trago?

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-¿Qué?-

El sujeto le baja el volumen a la radio y repite, alcanzándole esta vez la botella de whiskey. Ni que estuviera loco para no aceptar un trago de ‘amarillo’ especialmente esta noche.

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-Con gusto patrón, la 211, aquí tiene la tarjeta y ya le mando la el ‘Yoni Guolquer’ . Tome, muchas gracias, está muy sabroso.

-Sabe qué, acábesela ¿cierto, mami? -, dice el gordo, mientras le agarra una pierna a su acompañante, a quien dobla en edad y volumen.

-Tan generoso mi gordo, sí que se la tome, ¡Feliz Navidad! -, grita la mujer, al tiempo que de nuevo pone a tope su radio. La camioneta brama, como bestia en calor, y siguen su camino a una realidad, bastante lejana, de la suya.

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Con que los milagros navideños existen, piensa Rey, empuja otro trago y sonríe. Marca el 101 del bar y hace el pedido para la 211: una canasta de frutas y una botella de whiskey con su respectiva hielera. Anota en la minuta los datos del vehículo, cierra la ventanilla de su caseta y, de golpe, se encuentra, al otro lado de la avenida, con las siluetas del barbudo, la muchachita preñada y el burro, quienes se han parapetado debajo de unos escuálidos arbustos. Malditos sean los sentimientos de mantequilla inculcados por su familia.

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Rey agarra su linterna, se sube la capota de su impermeable, sale e improvisa un críptico código de luz intermitente, acompañado de gritos.

-¡Eh, oigan, aquí, vengan! ¡Eh, flaco, flaco barbón vengan!

Luego de tres carros, que levantan sendas nubes difusas de agua y barro, al fin la pareja atraviesa la avenida y se aproxima a la caseta, en la cual Rey baraja las posibilidades:

-Veamos, tenemos 30 habitaciones y 5 suites de lujo. De todo esto, el gordo y su amiguita tienen una suite… y nos queda todo el resto vacío. Imposible que el Doctor Fajardo se dé cuenta. Una noche más, una noche menos. Técnicamente son una pareja y, técnicamente, traen un vehículo-, piensa y se ríe por lo bajo.

Así que apaga el circuito cerrado de las cámaras de seguridad, sale de la caseta y le explica al barbudo y su mujer cómo acceder a la 45, la habitación que les acaba de asignar, la más cerca de la salida, por si acaso tiene que echarlos a medianoche.

-Quiero que les quede claro: solo esta noche y no más. No los quiero verlos aquí, mañana por la mañana, o los echamos a patadas, con embarazo y todo. Sigan a ver, nada de ruido, ni escándalos, y amarren bien ese puto burro para que nadie lo vea.

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El barbón empapado y su mujer no creen su suerte, se echan a llorar y lo abrazan. Rey traga saliva y les devuelve el abrazo, rodeándolos con su plástico, aún más mojado.

-Usen las toallas del cuarto y pongan a secar esa ropa detrás de la nevera. Pero les repito, no se me vayan a amañar que no respondo-, les advierte, tratando de pasar por un tipo duro, pero a sabiendas de que es demasiado tarde.

La única forma que conoce para apagarse el fuego que a veces le calcina las entrañas, como ahora, es el alcohol, por eso se refugia, una vez más, en el milagro ambarino que le han dejado los de la 211. En efecto, apaga las llamas, pero deja el calorcito dentro.

Se quita el impermeable, se pone su ruana y pone los pies sobre el escritorio. La noche pinta demasiado tranquila, así que se dispone a echarse una siesta al ritmo de ‘Mamá ¿dónde están mis juguetes?’ que suena en su modesta grabadora Sin embargo, minutos después, lo despierta en seco, como de costumbre, el repiqueteo de su teléfono: -hermano, ¿será que me puede mandar unos condones?, preguntan desde la 211.

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-¿Algo más?-, lo inquiere Rey, molesto, no quiere que lo despierten más tarde para pedir cerveza, esposas o un látigo o vaya uno a saber qué más.

Rey ha decidido apagar el radio y, como suele hacer para quedarse dormido más rápido y más profundamente, se deja acunar por el rumor de metal mojado, a toda velocidad, de la avenida, y el bienaventurado sopor del licor.

Rey sueña con un desierto y un mazazo de sol canicular, a plomo, sobre su espalda. A lo lejos divisa lo que parecen las palmeras temblorosas de un oasis. Quiere correr, pero sus piernas no se mueven. Siente que el sol lo derrite, que se hace liquido látex que se cuela por el agujerillo de un reloj de arena. Y el teléfono suena de nuevo. Es la 45.

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-Aló, aló-, dice la voz ansiosa del barbón acompañada, de fondo, por el llanto sorpresivo y atronador de un bebé- ¡nació… nació mi bebecito, es un niño hermano! ¡un niño…!

Vida hijueputa, lo que me faltaba, piensa Rey, imaginando el desastre de sábanas y colchas, y colchón y paredes, y vida en la calle que ahora lo espera. No sabrá como explicarle eso al Doctor Fajardo. Lo mejor será negarlo todo e inventarse un rito satánico de un par de depravados, que se escaparon en mitad de la noche o algo así. A lo mejor y no pierde su trabajo. Los milagros existen. ¿O no será, más bien, una broma de mal gusto? ¿Qué droga habrá metido esa pareja de pordioseros?

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Rey se rasca la oreja con desesperación, como siempre hace cuando está muy nervioso, y decide que tiene que llamar una ambulancia. Ni modos que los deje así o que los saque a patadas con todo y bebé. No, mejor será llegar a la habitación y corroborar que todo eso, maldita sea su suerte, es verdad. No obstante, algo en su fuero interno le dice que primero llame al bar y ordene una canasta de frutas para la 45. Eso, y más toallas.

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Por Jimmy Arias

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