I. La casa del Señor de Tréville
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Sonaba la medianoche en los relojes de París cuando entraron por la puerta de Saint-Jacques cuatro jinetes tan seguros de sí mismos como el trote firme de sus caballos. Habían mostrado pasaportes en regla a los soñolientos centinelas de la barrera, y franqueada ésta se internaron por las calles sombrías de la orilla izquierda del Sena, peligrosas a tan menguada hora, para cruzar el río por el puente de Notre-Dame. Dormía en silencio la ciudad, un ápice de luna turca troquelaba negros tejados y chapiteles, y a veces, al pasar junto a alguno de los pocos faroles y hachotes que alumbraban un portal o la boca de un callejón, su débil luz bruñía reflejos en el metal de las armas que los viajeros cargaban al cinto y en los ojos prevenidos, suspicaces, que escudriñaban la oscuridad bajo la ancha falda de los sombreros.
Así los vi doblar la esquina de la rúa o calle de Tirechape y adentrarse despacio, flojas las riendas y uno tras otro, en la pequeña plaza cercana al Louvre. Llevaba desde el atardecer esperando su llegada y bostezaba de sueño, y verlos me alegró el corazón. Dejé el libro que leía junto a la ventana, me ceñí la espada y la daga, cogí el candelabro encendido y fui a la planta baja. Al abrir la puerta los encontré detenidos delante: cuatro bultos negros bajando de los caballos que resoplaban de fatiga. Con sendos puntapiés desperté a dos criados que dormitaban en el zaguán para que se hicieran cargo de los animales y abracé al primero de los viajeros que se adelantó hacia mí. Olía éste a viaje, polvo y cansancio, y hasta casi a oscuras, como estábamos, se le reconocía la forma de cojear.
–Bien venido, don Francisco.
–Bien hallado, Íñigo. Mi querido chico.
Ya no lo era tanto. Tenía de sobra cumplidos los dieciocho, desde hacía seis meses vestía la honrosa casaca negra y amarilla de los correos reales del rey católico, y para entonces había recorrido a uña de caballo, haciendo tal oficio, tres mil leguas de buenos y malos caminos entre la corte de Madrid y Lisboa, Milán, París y Bruselas. Pese a mi corta edad, en aquel año veintiocho del siglo era viajero hecho, jinete plático y mozo bregado tanto en Flandes como en las galeras del Mediterráneo, así como en golpes de mano dados a la sorda, de los que no se fían a boca de pregoneros y requieren buen acero y pocos verbos. Todo eso lo había vivido, al comienzo como mochilero y después como amigo y camarada, siguiendo al segundo jinete que esa noche desmontaba ante la posada Le Cygne d’Or; que en parla gabacha, como sabrán vuestras mercedes, significa El Cisne Dorado, o de oro. Nombre del todo exacto por ser, como era, una de las mejores de la ciudad.
El segundo hombre del que hablo había cogido el portamanteo de la grupa de su caballo, daba las riendas a los criados y se dirigía al portal con tintineo de espuelas y acero. Y al detenerse ante mí, la luz del candelabro que yo sostenía en alto iluminó sus ojos glaucos y tranquilos sobre el espeso mostacho de soldado.
–Íñigo –se limitó a decir.
–Capitán –respondí.
Nos dimos un abrazo por el lado derecho, como solíamos los españoles, por la costumbre de cargar espada en el izquierdo.
–Estás fuerte –comentó al fin, palmeándome los hombros.
–Llevo una vida sana.
–Pues procura que te dure.
Detrás del capitán Alatriste sonó una interjección aragonesa y en ella reconocí de inmediato a Sebastián Copons. Pequeño, recio y callado como siempre, el veterano soldado me dio otro abrazo que casi me troncha las costillas. Como ocurría con el capitán, no había vuelto a verlo desde que a finales del año anterior nos habíamos separado en Milán, tras el fracaso en el intento de asesinar, en interés de España, al dogo de Venecia. Yo había regresado de allí a Madrid, provisto de cartas de recomendación y al amparo de don Francisco de Quevedo, que me acogió en la Corte como a un hijo mientras el capitán y Copons permanecían en el norte de Italia, participando en el asunto de la Valtelina, la invasión del Monferrato y el asedio de Casal con novecientos hombres del tercio de Nápoles.
Había un cuarto jinete, y a la luz del candelabro comprobé que me era desconocido. Se había destocado para sacudir el polvo del chapeo y advertí su aspecto flaco y ajado del camino. El cabello rubio, largo, recogido en la nuca con una coleta, y la barbita rala del mismo color contrastaban de modo notable en su rostro moreno, agitanado. Tenía ojos oscuros y desconfiados y un par de marcas en la cara de las que salta a la vista que no son de nacimiento. Yo estaba asaz acuchillado para reconocer gente peligrosa al primer vistazo, y aquél era pura flor de chanfaina: a tiro de arcabuz olía a soldado o bravonel de estocada, tal vez ambas cosas a la vez o una tras otra; y la mano que estrechó la mía al hacer las presentaciones se notaba firme pero cauta, acostumbrada a desnudar la toledana.
–Juan Tronera –lo nombró el capitán, y de momento eso fue todo.
Un rato después estábamos en una habitación del piso alto con los jubones desabrochados y refrescándose los viajeros con unas botellas de vino de Borgoña mientras se nos ponía al corriente de lo que nos congregaba en tal día, hora y lugar. Pues la cita en París, cuidadosamente preparada en esferas superiores –pronto íbamos a averiguar por quiénes y para qué–, era semejante a una jugada de ajedrez que combinase varios movimientos: el viaje desde Madrid de don Francisco de Quevedo, escoltado por Juan Tronera, y el hecho desde la fortaleza española de Milán por el capitán Alatriste y Sebastián Copons, unos por Burdeos y la orilla del Loira y otros por Turín, Lyon y Nevers, hasta encontrarse todos en Orleans y seguir desde allí, juntos, camino a la capital de Francia. En cuanto a mí, órdenes terminantes me retenían en París después de haber entregado, días atrás, unos despachos secretos a Álvaro de la Marca, conde de Guadalmedina, a la sazón embajador temporal extraordinario ante la corte del rey Luis XIII de Francia y su poderoso ministro el cardenal Richelieu. Esperar a los viajeros tras disponerles acomodo eran mis instrucciones; y una vez llegados, unirme a ellos y escuchar lo que don Francisco debía confiarnos. Así que en eso estábamos. Encaminados, como pronto comprobaríamos a nuestra costa, a nuevas aventuras y peligros.
–Francia se juega su futuro en estos tiempos –dijo don Francisco–. Y España tiene un papel difícil en eso… Muy delicado.
En pocas palabras, con el tono claro y preciso que gastaba, nuestro viejo amigo nos ponía al corriente de la situación. Después de las guerras civiles que por la religión habían agitado Francia, los protestantes de allí, llamados hugonotes, habían conservado territorios cuya obediencia escapaba al monarca –Luis XIII era apellidado rey cristianísimo, como nuestro Felipe IV era conocido como rey católico–. Hartos de rebeliones, resueltos a conseguir a toda costa la unidad política y religiosa, el rey y el cardenal habían puesto sitio militar a La Rochela, enclave maestro de la resistencia rebelde, socorrido por una Inglaterra siempre dispuesta a incomodar a Francia como lo hacía con España. Eso acercaba entre sí los intereses de las cortes de Madrid y París, haciéndoles aplazar los graves asuntos pendientes entre ellas.
–Hay en marcha algo que hasta hoy no convenía contar a vuestras mercedes –prosiguió Quevedo mientras se ajustaba los anteojos–, y ni siquiera yo penetro el fondo último del asunto… Baste, de momento, con decir que han sido enviados para una función especial relacionada con la presencia en París del conde de Guadalmedina.
–¿Por qué nosotros? –quiso saber el capitán Alatriste.
Hizo Quevedo un ademán evasivo.
–Es Álvaro de la Marca quien responderá a eso, porque él los requirió. Para ser exactos, exigió vuestro concurso personal, señor capitán, y el de otro hombre de vuestra confianza que conociese un poco la parla francesa… Vos mismo incorporasteis a vuestro amigo Copons a la partida, y lo de Íñigo se nos ocurrió al conocer sus idas y venidas como correo real –miró Quevedo al otro viajero–. En cuanto al señor Tronera, nos fue recomendado en Madrid: se maneja con la lengua, es hombre prudente y tiene experiencia en lances de estocada.
–¿Habrá estocadas? –quise confirmar.
–Puede haberlas.
–¿Y cuándo no las hubo, rediós? –sonrió Copons.
El capitán Alatriste escuchaba atento, pero de vez en cuando dirigía intensas miradas al llamado Juan Tronera, que se las sostenía con mucha calma.
–Desde que nos juntamos en Orleans –acabó por decir el capitán– llevo pensando que conozco de algo a este señor camarada.
–Y no os engañáis –repuso el otro con el mismo sosiego–. Aunque han pasado los años.
–¿Andaluz?
–Mucho… Soy cordobés.
–¿Soldado?
Asomó a los labios del tal Tronera una mueca fría.
–Lo fui largo tiempo, y supongo que se nota.
–¿Flandes?
–No, Italia. Nápoles, por más señas.
–¿Amigos comunes?
–Uno con voacé… Pascual Angulo.
Vi que palidecía el capitán, cosa extraña en él. A la luz de las velas que iluminaban la habitación, el verde de sus ojos se había tornado metálico. Pero no dijo nada. Tras un momento se limitó a asentir despacio, se pasó dos dedos por el mostacho y volvió a mirar a Quevedo.
–¿Y vuestra merced, don Francisco? –lo interrogó muy tranquilo–. ¿Qué chifle toca en esta galera?
Encogió los hombros el poeta. Sus anteojos habían resbalado y colgaban del cordón sobre la cruz de Santiago que llevaba bordada en el lado izquierdo del pecho. Había sacado su tabaquera y disponía una pulgarada de tabaco molido.
–Mi posición cerca del conde-duque de Olivares no es mala en los últimos tiempos, como sabéis –hizo una pausa para aspirar el polvo por la nariz–. Además, el rey me ve con buenos ojos y soy del agrado de la reina. Esa privanza, quizá sólo temporal, me trae satisfacciones y también compromisos a los que no puedo sustraerme. Éste es uno de ellos.
–¿No podéis precisar más?
Sonrió Quevedo, estornudó y volvió a sonreír.
–Digamos que ayudo a engrasar los goznes –repuso tras sonarse en un pañizuelo–. También hablo la lengua de aquí, y la reina Ana de Austria, que como sabéis es española y hermana de nuestro Cuarto Felipe, me tiene afecto desde que era princesita soltera y leía mis versos. Así que alguien pensó que mi presencia sería útil durante los primeros días.
–¿Y qué va a ocurrir en los segundos? –intervine yo.
Tras decir eso fui objeto de una larga y reflexiva ojeada por parte del poeta. Se había encajado de nuevo los lentes y me miraba de arriba abajo, cual si apreciase los cambios en mi aspecto –ya me afeitaba en serio y era buen mozo– y la seguridad de mis palabras. Has crecido, decían sus ojos. Mucho.
–Todo se contará a vuestras mercedes según acomode –dijo al fin–. Pero si de algo pueden estar seguros es de que no se aburrirán en Francia.
A las ocho y cuarto de la mañana, la residencia –el hotel, llamaban allí a eso– del señor de Tréville, situada en la calle o rúa del Vieux Colombier, era un ir y venir de gente de aspecto marcial. Una treintena de hombres armados ocupaban la puerta, el patio y las amplias escaleras que conducían al interior, conversando en ruidosos grupos o mirando las musarañas, y casi todos llevaban una casaca de paño azul o una cruz de ese color cosida en la ropilla o el herreruelo.
–Mosqueteros del rey –dijo Quevedo.
–Pues no veo ningún mosquete –comentó Diego Alatriste.
–Es una forma de llamarlos. Solamente los llevan cuando salen a campaña.
–Ah, pardiez… Será eso.
Cruzaron el patio sintiendo numerosas miradas fijarse en ellos. El austero vestido negro de Quevedo, con el lagarto rojo bordado al pecho, delataba nación hispana a tiro de escopeta. Y por contraste con los concurrentes del lugar, que como franceses alindaban la ropa con encajes, cintas y prendas de color, la sobria vestimenta de Alatriste, botas altas, calzón gregüesco y ropilla de paño gris con la única nota frívola en la pluma roja del sombrero, así como el fiero mostacho, la espada que cargaba al cinto y la daga atravesada en los riñones lo identificaban como español, y no de los que consentían les alzasen la voz. Por eso los hombres del patio y la escalera, aquellos azulones mosqueteros sin mosquete, cesaban en sus conversaciones para mirar a Quevedo con curiosidad y a su acompañante con recelo.
Un ujier los hizo esperar en lo alto de la escalera, desde donde Alatriste observó de nuevo el patio y a quienes lo ocupaban. No le gustaban los franceses, a los que –lo mismo le ocurría con los ingleses– consideraba enemigos naturales como español y soldado viejo que era. No había en ello encono personal, sino simple prevención ecuánime y hostilidad técnica. Desde muy mozo, primero como mochilero y luego con plaza sentada en los tercios de infantería, se había batido contra ellos en Francia misma, en Flandes y en Italia, y conocía sus virtudes y defectos: corajudos, vociferantes y animosos en el ataque, aunque de escaso fuelle en empresas prolongadas. Desprovistos, en fin, de la tenacidad silenciosa, impávida, que hacía a los españoles tan temibles en la defensa como implacables en el asalto, a la manera que había contado el poeta Fernando de Herrera:
Esos bravos que al turco en cruda guerra,
al moro, al anglo y al escoto airado,
derrotan al tudesco y al dudado
francés, y al belga en su brumosa tierra.
Les dieron paso, por fin, a través de pasillos adornados con pinturas, tapices y cortinas de terciopelo. No era aquélla la casa de un soldado, observó Alatriste, sino la de alguien que gozaba del favor del rey, así como de la fortuna que eso proporcionaba. El señor conde de Tréville, le había contado Quevedo cuando los dos venían de camino, era amigo de juventud del rey Luis XIII, con quien jugaba de vez en cuando al piquete, y sus mosqueteros constituían una especie de guardia personal del monarca, del mismo modo que el ministro Richelieu tenía la suya propia.
No era Alatriste de los hombres que hacen preguntas; y en aquel viaje, obediente a las órdenes como acostumbraba, había hecho muy pocas. Pero al entrar detrás de Quevedo en el despacho del señor de Tréville sabía lo suficiente para que no le sorprendiera encontrar allí, en conversación con el ilustre capitán francés, a su viejo conocido Álvaro Luis Gonzaga de la Marca y Álvarez de Sidonia, conde de Guadalmedina.
El mundo en general y París en particular, pensó mientras se inclinaba destocado y con el sombrero en la mano, eran un concurrido pañuelo.
Se desempeñaba Alatriste lo suficiente con la parla francesa, como con la italiana –treinta y dos años acuchillando a media Europa daban mucho de sí–, para comprender lo que allí se hablaba y para responder a las preguntas que de momento nadie le hacía. Así que se mantuvo descubierto, prudente y sin meterse en baraja. Guadalmedina, que había respondido a su saludo con un escueto alzar de cejas, presentó Quevedo a Tréville como poeta ilustre y hombre cercano a la casa real de España, y luego mencionó a Alatriste con el breve título de escolta y acompañante; aunque no pasó inadvertido a éste que al decir su nombre Guadalmedina había sumado el título de capitán, pretendiendo sin duda darle una categoría que justificase su presencia. Le dirigió Tréville –que vestía una elegante bata doméstica y era alto y fuerte, pintando ya algunas canas en el bigote y en el cabello cortado en media melena– una ojeada rápida y experta, de las que saben calibrar a los hombres en un solo golpe; y tras detenerse brevemente en los arañazos y marcas de la cazoleta de su espada retornó a la conversación con el conde y el poeta.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial. Arturo Pérez-Reverte nació en Cartagena, España, en 1951. Fue reportero de guerra durante veintiún años y cubrió dieciocho conflictos armados para los diarios y la televisión. Con más de veintisiete millones de libros vendidos en todo el mundo, traducido a cuarenta idiomas, muchas de sus obras han sido llevadas al cine y la televisión. Hoy comparte su vida entre la literatura, el mar y la navegación. Es miembro de la Real Academia Española y de la Asociación de Escritores de Marina de Francia.