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En la época de la inmediatez, el tiempo que se acorta y la atención que se difumina, Jannik Sinner y Carlos Alcaraz nos mantuvieron exactamente cinco horas y veintinueve minutos con la mirada fija en una pelota que volaba a doscientos kilómetros por hora.
En el Museo del Tenis de Wimbledon hay una especie de historia de la raqueta que establece que hoy en día los tiradores más fuertes son quienes dominan gracias a un potente efecto “liftado”. Los jugadores de saque y volea y aquellos que se basaban en la sutileza y el toque prácticamente han desaparecido. Lo que reina hoy en día son los cuerpos atléticos y la fuerza bruta, en lugar de la rapidez y la finura. En el tenis, Marte le ha ganado a Apolo.
Sin embargo, es extraño que se asuma tal afirmación categóricamente. Una volea precisa de Alcaraz en la final del Roland Garros lo demuestra. El tenis de fondo se ha impuesto, pero la elegancia y la precisión se mantienen como excepciones a la regla que, de vez en cuando, surgen para confundir al dios de la guerra, tan altivo e imponente.
El ejemplo paradigmático de la revolución de Apolo es Roger Federer. David Foster Wallace describe de forma magnánima la experiencia religiosa que era ver uno de “los momentos Federer”. Tenía un drive que era un latigazo fluido, y el revés lo llevaba a cabo con una sola mano. El tiro con efecto cortado lo hacía tan seco que la pelota trazaba filigranas en el aire y brincaba sobre la hierba hasta la altura del tobillo aproximadamente. Federer se diferenció con un estilo de juego aparentemente muerto, y precisamente eso fue lo que lo llevó a la cima.
Ahora, Sinner y Alcaraz parecen haber olvidado que el tenis también tiene cierta sutileza. Es un juego abierto, permanentemente a unas velocidades excéntricas, con unos drive con efectos liftados bruscos y los reveses a dos manos y rectos. No en vano el deporte masculino se ha asociado a aspectos marciales. La rivalidad, los gestos de victoria, la jerarquía, los gritos de guerra.
Si mirásemos los astros –los representantes de los dioses en el universo–, precisamente la simbología de esta guerra sin contacto físico explicaría la victoria parcial de Sinner sobre Alcaraz. Marte es el planeta que dirige su ego y personalidad si decidimos creer en las artes astrológicas que se practicaron en la cuenca mediterránea durante la época helenística. Y como el dios Marte, el italiano responde las bolas con furia, como sólo un guerrero en el campo de batalla podría hacerlo. Sin embargo, las batallas duran poco. Las endorfinas hacen olvidar el cansancio y el dolor, pero el cuerpo llevado al extremo llega inevitablemente al punto de no retorno. Los guerreros son pura potencia y explosión que, por definición, son incapaces de persistir en el tiempo.
Por esa razón, pareciera que Alcaraz alzara vuelo. Si Jannick Sinner es marciano, Carlos Alcaraz es mercuriano. El dios Mercurio tiene los pies alados para llevar mensajes entre los mundos y ayudar a los vivos a transitar hacia la muerte. Es el dios del ingenio, la elocuencia y la astucia, y, sobre todo, es el dios del engaño. Alcaraz pareciera que juega al moderno tenis de fondo, con sus drive con efectos y reveses como tiros de fuego, pero de pronto se atreve a adelantarse un poco y rebelarse contra la placa que está en el Museo del Tenis de Wimbledon. Se atreve a jugar más como hombre alado que como dios guerrero. La bola un poco más elevada, un poco más lenta, que parezca más de basketball que de tenis; que los pies resbalen un poco más, que el cuerpo se torne flexible como sólo podría hacerlo Mercurio. Que a la fuerza de Marte se le enfrente el engaño de los mensajeros.
El ímpetu gana primero, pero cae pronto. En cambio, los hombres de pies alados tienen la extraña cualidad de obstinarse en la pelota que va y viene a doscientos kilómetros por hora, por toda la eternidad si es necesario. Como en la vida, la batalla dura dos sets, pero la esperanza dura los tres sets restantes, pues en este deporte, como nos recuerda Foster Wallace, se requiere de una especie de flexibilidad emocional: en los partidos a cinco sets no se puede jugar a plena intensidad todo el tiempo, como lo haría Marte. Hay que saber cuándo activarla y cuándo replegarse y conservar los recursos mentales, como lo haría el astuto de Mercurio.
La belleza no es la meta de la competición y, sin embargo, el partido entre Sinner y Alcaraz en la final de Roland Garros ha dejado la suya en las líneas que se marcan en la arena. Como en la vida, la belleza es sólo apreciable después del esfuerzo constante.
