El Magazín Cultural
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Carolina Ponce de León, brevemente

Reseña del libro “Tantas vueltas para llegar a casa”, sello Planeta, en el que Carolina Ponce de León hace un muy personal recorrido por la historia del arte en Colombia.

Dominique Rodríguez Dalvard * / Especial para El Espectador
01 de noviembre de 2020 - 02:00 a. m.
A la izquierda, Carolina Ponce de León en 1998, cuando fue directora del Museo del Barrio, en Nueva York; a la derecha, ella en la portada del libro del sello Planeta.
A la izquierda, Carolina Ponce de León en 1998, cuando fue directora del Museo del Barrio, en Nueva York; a la derecha, ella en la portada del libro del sello Planeta.
Foto: Archivo particular

Es difícil separar a Carolina Ponce de León de Carolina Ponce de León. Me explico. Hay personajes reconocidos que hacen de su vida pública un ejercicio fragmentario, de exposición de sus principios e ideas, y poco o nada conocemos de su vida privada, porque hacen el acto consciente de resguardarla. Pasa, a veces, que nos llevamos sorpresas al conocer algo de esa intimidad cuando se revela algún filón. O admiramos ese silencio sin saber muy bien por qué. Otros, y en este caso aplica para Carolina, figura clave del arte en Colombia, resulta imposible de desligar a esta mujer, leona de carne, hueso y deseo, de las ideas que la atraviesan. Y resulta, entonces, reconfortante y deliciosamente incómoda, tamaña constatación.

Pero decirlo, confesarlo: conectar los puntos, como lo hace en esta suerte de memoria, es un acto de valentía y de profunda honestidad. Lo increíble, la ausencia de vanidad en el relato y su sistemática manía de cuestionar el poder. No le basta con hacer un tremendo recuento de cuarenta años del estado del arte y de los conceptos que maduró a lo largo de este tiempo y que nos recuerda cómo es que el arte latinoamericano fue una fabricación y un ejercicio de la imaginación, pero nos cuenta la pequeña historia de lo que hubo detrás de esta construcción.

Siempre me ha causado curiosidad el personaje de Carolina Ponce de León. Primero, porque es imposible entender el desarrollo del arte en Colombia desde 1980 sin el aporte que ella hizo en su análisis y consolidación. Puede ella decir sin pena que fue quien primero vio el potencial de artistas como Doris Salcedo, María Fernanda Cardoso, Delcy Morelos, Alberto Baraya, Johanna Calle, Juan Fernando Herrán, Nadín Ospina y José Antonio Suárez, entre otros esenciales, para constatar la renovación generacional del arte de nuestro país. Les hizo sus primeras muestras individuales en el programa que creó en el Banco de la República: Nuevos Nombres. (Lea la entrevista de El Espectador a la artista Doris Salcedo).

Luego, porque es una mujer surreal. Recuerdo alguna vez un par de cenas. En una de ellas, monopolizó felizmente la conversación, como una caja de música y carcajadas; en la otra, a dúo con Víctor Manuel Rodríguez, hicieron una performance hilarante del medio cultural bogotano y esa manera tan nuestra de ser ridículamente sobrados. Sus historias son infinitas, como la carta de amor de veinte hojas que le envío por fax a algún amor donde le imploraba que no se fuera. “Mi amor, mi amor, mi amor,” ad infinitum y al final de la última página: “No me dejes”. Y me atrevo a contar esos episodios privados porque el libro es una narración sin freno de los episodios de una vida que nos abre, plena. Y por momentos, los que estamos al otro lado del papel, debemos contener el aliento por estar atestiguando algo profundamente privado pero que, se entenderá, es una necesidad de su corazón motivada por el movimiento universal del #metoo. Es un compromiso que se debe frente al amor más grande de su vida, su hijo Sebastián.

Es difícil no hablar en primera persona de ella. Porque Carolina lo hace con cada uno de nosotros, sus lectores. Abre un vínculo y pareciera que nos está contando un cuento con esa gracia maravillosa que tiene como don, pero que ese cuento es, ni más ni menos, que su propia vida. Y resulta un privilegio saber que sus amigos entrañables son los artistas José Alejandro Restrepo, Ana María Rueda, los tres hermanos Abderhalden y Mónika Bravo. Que adoró y admiró a Tere, como llama a la pionera de la performance en Colombia, María Teresa Hincapié. Que su maestra fue y es la maestra Beatriz González o que Eduardo Ramírez Villamizar le dijo, con un Cocosette en la mano, que la carta en donde lo regañaba por su horrorosa prepotencia era uno de los documentos más importantes que le habían escrito en la vida. Que su relación con Doris Salcedo fue tan intensa como frágil. Y que en el arte de estos lares los odios se heredan y, así, su mayor detractor siempre fue Eduardo Serrano.

Cuenta, cuenta y va contándolo todo, un todo nutrido de anécdotas y de vida personal, de esa confrontación vital de sí misma con su origen y apellidos, con su cuna, con los viajes sin freno a las mecas del mundo por cuenta de la vida diplomática de su mamá, con la rebeldía que se fue gestando, paradójicamente, frente a las más grandes obras del arte universal que tuvo la oportunidad de ver de frente y no a través de los libros desde muy niña. El capítulo de su maternidad temprana es columna vertebral del libro. Es el detonante de muchas de las decisiones que la llevarán a recorrer el mundo y su mundo íntimo, vulnerable y roto.

Vemos que el amor y el desamor son su compañía permanente. Sus motores. Para sentir, para mirar, para escribir. Nada en ella es tibio: ni en el sentimiento, ni en la mirada, ni en la escritura. No le caben las complacencias y le enferma lo políticamente correcto. Su lucha contra la institucionalización del alma es quizá su más grande legado: nunca acomodarse, cuestionarlo todo y, cuando ya no sea posible hacerlo, irse, aunque ello signifique un salto al vacío. De estos está llena su vida, como lo leemos en sus casi 300 páginas de una escritura que sabe combinar el desparpajo y el chisme con la densidad conceptual que nos enseñó a leer en sus textos más sesudos, así como en ese ejercicio de crítica cultural llevada a la prensa masiva a comienzos de los años 90. (Centenario de Édgar Negret).

Y si la narración de esa vida intelectual y rompedora de la escena artística bogotana en los años 80 y 90 del siglo pasado es rica, sus 18 años en Estados Unidos no lo son menos. Su paso por el Museo del Barrio, en Nueva York, y por la Galería de la Raza, en San Francisco, serán dos lugares desde los cuales ahondará en sus preguntas acerca del arte latinoamericano, uno en el que hará lo imposible, junto con sus cómplices conceptuales Gerardo Mosquera, Maricarmen Ramírez y Rachel Weiss, para desmontarlo del exotismo y desvelar los mecanismos soterrados de colonización de la mirada. En ese trasegar de las ideas, conocer y enamorarse del artista chicano Guillermo Gómez-Peña, su Border Brujo, será definitivo y alimentará catorce años de su madurez profesional y sentimental. Las formas de este artista de señalar a través de la performance las delgadas líneas rojas —eso sí, sin sutileza alguna— entre el legítimo interés por el otro y su uso del otro, la llevarán a fortalecer sus intuiciones sobre el sentido del arte. También, a consolidar su profundo recelo y desconfianza en su mercado. Es indudable que la radicalización de sus ideas acerca de la otredad, el mundo queer, los feminismos y la permanente lucha por la identidad tienen asiento en San Francisco. Rescatará como uno de sus mayores logros el haberle dado un lugar en la historia del arte, allende sus fronteras nacionales, a Beatriz González y a la cubana Carmen Herrera.

La tierra llama, sin embargo, y desde 2013 regresó a Colombia. Otro viaje para escapar de una realidad que ya no le daba, sino que le quitaba el aire. También, un regreso para darse cuenta de que su lugar es este y que el arte que acá se produce es tan coherente como su realidad misma. Lejos de la nostalgia y sin ningún deseo de ser una voz del pasado, constata que ya no es el momento de las grandes expresiones estéticas que catalogaron a la generación de los 90 dentro de una categoría extraña de artistas de la violencia, pero era el tiempo de las experiencias viscerales, disruptivas, incómodas, marginales y contrarias al mercado que revelarían el fastidio y la desazón de vivir en este país de las contradicciones. Una idea muy distante de la paradójica belleza tal como la vivimos en ese entonces.

Quizá sea el momento para cobrar esa deuda que tiene con ella misma: darle un lugar a la obra de Darío Jiménez. De nuevo, siempre, nada de comodidad. No le interesa acomodarse. Desde allí se para, sin dejarse obliterar —decolorar, suprimir, corregir, ocluir, obturar, tachar, borrar, anular, taponar, esfumar, obstruir, deshacer, atrancar, inutilizar, rectificar, desvanecer, evaporar ni quitar— su verbo más usado. Todo es presente en ella, aunque puede que la única reconciliación posible con su pasado sea el de entender que su mamá, toda ella, fue quien le dio la fuerza para ser lo que es.

* Periodista especializada en temas culturales.

Por Dominique Rodríguez Dalvard * / Especial para El Espectador

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