Recreo, sin darme cuenta, tu imagen de sobreviviente entre escombros en la casa de gobierno, después de la muerte de aquel tirano de las páginas de García Márquez. No tenías ni un picotazo, no tenías hongos ni parásitos; en un palacio presidencial lleno de gallinazos estabas intacta. Entre salones llenos de mierda de vaca, el pueblo encontró el cadáver del general –todo él era carroña, todo comida de buitres– y pensaron que la tiranía había acabado. Pero quedabas tú, incólume.
Leí que naciste en tiempos difusos en la ingle de ese dictador sin líneas en las palmas de las manos. Aquel verdugo congénito no dejaba opción, ni siquiera a las pitonisas, de adivinar el fin de su vida despreciable. Ni medio contento para la psique de un pueblo amedrentado.
Bendición Alvarado, la madre del general, no se había recuperado del mal parto cuando escuchó tu chillido de crío monstruoso incluso antes de escuchar la respiración de su propio hijo. Pensó, ingenua, que te aniquilaría con miel de abejas. No sabía que podías ser más garganta que testículo, que te ibas a pasar la eternidad cantando y silbando, ensordeciendo al general para que no escuchara ninguna otra voz en toda la patria.
¿Qué puede ser más espeluznante que ese general senil y decadente, a punto de morir, incapaz de recordar su propio nombre, volviendo una y otra vez a los escondites donde guardaba la miel de abejas en su palacio presidencial? ¿quién lo comandaba sino tú, su testículo protuberante?
Tú eras el corazón grande del general. A ti te agarraba cuando no quería que le vieran el gesto de los enamorados de llevarse la mano al pecho pensando en Manuela Sánchez. Le gritaba a los ministros en la sala del consejo que “ya quisieran ustedes que fuera una punzada, cabrones”, cuando les adivinaba en las miradas la ilusión de estar presenciando su infarto mortal, y seguía agarrándose, firme, su corazón grande. ¿A quién les has confundido los latidos del corazón con tus palpitaciones perversas?
Dime, potra, ¿en qué braguero te has escondido? ¿cuántos hijos de aquel patriarca has engendrado?¿cuánta artimaña tiránica cabe en una bolsa de cuero? ¿cuánta muerte disfrazada de leche y alimento? ¿cuántos niños condenados al fuego mortal? ¿cuánto mar vendido de nuestras costas? ¿cuánta sensación de estar vigilado incluso cuando se lee poesía, cuando se cae enamorado, cuando se muere?
Encarnas un espíritu funesto capaz de subsistir: un saco lleno de semen torpe que se ufana de una protuberancia que no es otra cosa que un intestino desviado lleno de heces. Nido de bestias. Fertilidad maldita.
Te escribo esta carta con la sospecha de que has escupido a diestra y siniestra tu esperma defectuoso, concibiendo una descendencia de potrosos sordos que celan las recámaras de tu padre original; remito estas letras a la deriva por la confusión de creer escuchar tu silbido en todos lados. Y como no se puede ir hablándole a los genitales de desconocidos, y como posiblemente estés entre pantalones intocables, escribo estas líneas con la ilusión de sacudirme un poco la zozobra de no poder señalarte con la precisión que quisiera, para quitarte tu miel diaria, para silenciarte de una vez por todas.