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Ciertos escritores, en declaraciones de prensa o en sus propios libros, dicen que escriben con un lector en la cabeza. En parte por esa razón, su escritura también discrimina otros tonos, otros temas: su escritura está encaminada a un fin preciso (contar una historia, redondear un poema). Sin embargo, el proceso contrario se sucede en la correspondencia entre escritores: dado que el lector es alguien conocido, dado que la relación va más allá de la mera historia, aquí y allá saltan detalles sobre la vida privada, la existencia política, los sueños. La correspondencia entre escritores muestra, primero, la vida más allá de las publicaciones y la escritura.
Como las cartas cruzadas entre los poetas Robert Bly (Estados Unidos) y Tomas Tranströmer (Suecia, premio Nobel de Literatura). En el período comprendido entre 1964 y 1969 (el libro Air mail compila esta correspondencia hasta 1990), Tranströmer, que apenas se introduce a Bly en sus misivas, cuenta el nacimiento de su hija Paula y también narra su trabajo como psicólogo para presos bajo libertad condicional en un poblado de Suecia.
Es esa la vida que trasluce y que sirve de trasfondo a un trabajo poético; las cartas vislumbran, en buena parte, las preocupaciones históricas de quienes las escriben, de un modo más misterioso que visible. Imprimen una instantánea de ese personaje (Tranströmer se encuentra interesado, también, en la guerra de Vietnam y en las constantes protestas contra el presidente Johnson) y permiten verlo por capas, observar sus obsesiones y entender su poesía en un contexto.
“El problema (lo político) me ha tenido ocupado bastante tiempo —escribe Tranströmer en 1964—: escribir sobre las realidades de la historia mundial que nos rodean sin caer en la triste tradición retórica que se apodera hasta de los buenos poetas cuando tocan algo político”. De modo que las cartas, amén de retratar a sus emisarios y a sus receptores, condensan un espacio, un ambiente: la correspondencia entre escritores alienta la autobiografía, el conocimiento del escritor de sí mismo y su papel social. “La raza blanca —escribe Bly— se siente culpable y quiere hacer derroche de todas las riquezas expoliadas a Oriente, y tanto mejor si lo hace matando al mismo tiempo al mayor número de amarillos. Estamos firmemente decididos a hacer el ridículo, y nada lo va a impedir. Lo hacemos en lugar de los europeos, por ellos. Los europeos han hecho tanto el ridículo que ya les basta”.
Y sobre esta base, los escritores potencian su creación. La amistad, al parecer, es un vino bastante efectivo para la locura amistosa. Bly y Tranströmer comparten opiniones sobre sus traducciones —la dificultad, sobre todo, de poner ciertas palabras extranjeras en otro idioma sin alterar su concepción—; Cortázar, en sus cartas al traductor Gregory Rabassa —que también tradujo a García Márquez al inglés—, se regodea en la misma operación. Y en medio de esas discusiones están los detalles de la vida común, del aterrizaje capitalista: Cortázar discute, palmo a palmo, el diseño del libro, su portada, la tipografía, sus honorarios. Las cartas combinan el mundo espiritual —y algo solemne— de la escritura y el entorno mundano, el más cerrado a la tierra más común a todos. Muestran, entonces, al escritor ángel y al escritor sólo humano.
“Mis experiencias parecen estar circunscritas a mí, y no ser relevantes para nadie más”, le escribió J.M. Coetzee a Paul Auster en una carta (Aquí y ahora, 2012).
El escritor sudafricano toca un punto que quizá es obvio, pero que también parece contradecir el oficio mismo de la escritura: el autor, el artista, quema su propia vida a través de su obra; a veces sublimación, a veces exorcismo, todo trabajo artístico parece estar profundamente atado a la experiencia personal de cada creador. En otras palabras, la creación podría ser una forma de discusión pública de un problema interior.
Pero en el trabajo de crear media una distancia que, en últimas, también parece alejar lo personal de la obra. Hay cierto reino del artista que sólo vive dentro de él (como lo expresa Coetzee), pero que permite un examen más cercano de documentos como la correspondencia o los diarios (siendo la primera un diario entre interlocutores, tal vez). En las cartas afloran las pasiones y las fobias, las largas obsesiones que, en cierto punto, se transforman en ficción y literatura.
En unas pocas líneas, el poeta brasileño Geraldino Brasil le cuenta a Jaime Jaramillo Escobar una gran tragedia familiar, que incluye un hermano que lo detesta y que golpea a sus propios hijos. Aun con cierta vergüenza y tristeza, las líneas del poeta se sienten profundas y, claro, sinceras. La carta como un medio de confesión; sin interrogatorio ni juicio, la correspondencia abandona al remitente como palabras dichas al viento, libera por el solo acto de existir.
“También la pintura y la escultura me gustan más que la literatura. El músico, el pintor y el escultor nunca engañan, ni pueden engañar. En cambio, los escritores sí que pueden y suelen hacerlo. He procurado no escribir, pero, cuando menos lo deseo, estoy siempre escribiendo. Si me hubiera sido dado el don de la música, hubiese sido muy feliz. Para el dibujo tuve alguna facilidad, pero no la desarrollé, porque en mi pueblo ése no era oficio de hombres. Ya por el sólo hecho de mi inclinación a los libros parecía sospechoso”, Escobar, según se lee en Cartas con Geraldino Brasil, de 2011.
Resulta casi inevitable que los escritores hablen de la escritura. Pero en estas cartas hay más que métodos y temas para escribir. Más que conversaciones entre profesionales de un oficio, hay bellas discusiones alrededor de la palabra. “Uno está tan imbuido de su propia lengua, la percepción del mundo se halla tan profundamente moldeada por el idioma que uno habla que a cualquiera que no hable como uno se le considera un bárbaro; o a la inversa, resulta inconcebible que el hijo de Dios haya hablado un idioma distinto del propio, porque él es el mundo, y el mundo sólo existe en una sola lengua, que casualmente es la propia”, le escribió Auster a Coetzee.
No la palabra como simple forma de comunicación, sino como herramienta para forjar el mundo, el vehículo por el cual el espíritu de una cultura se hace tangible con sus inclinaciones morales y sus puntos de vista acerca de los elementos y el resto de la especie. “Yo no tengo hermanas, pero me resulta demasiado fácil imaginarme lo atractivos que pueden resultarles los juegos sexuales a un hermano y una hermana de más o menos la misma edad: juegos sexuales que derivan en algo más que juegos sexuales, como en tu libro. En cambio, el sexo con tu propia descendencia parece un paso muy distinto. Lo normal, me parece a mí, sería que hubiéramos desarrollado términos distintos para dos actos moralmente distintos”, escribió Coetzee.
Y, eventualmente, todo llega a la poesía: “… un mal poeta, en su mesa, componiendo pésimos poemas para su amada, que los rasgará al recibirlos, eso ya es poesía. La poesía suele estar más en el intento que en la obra. Si el mal poeta fuese médico, gracias a Dios un paciente se libraría de su bisturí en ese momento. Si fuese militar, alguien estaría a salvo de su fusil. Si condujese un automóvil, alguien se libraría de ser atropellado”. Jaramillo Escobar.
“Las apasionadas ideas que alimentaron las innovaciones de los primeros modernistas parecen haberse extinguido. Ya nadie cree que la poesía (o el arte) sea capaz de cambiar el mundo. Nadie tiene que cumplir una misión sagrada. Ahora hay poetas por todas partes, pero sólo hablan entre ellos”. Auster.
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