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“Cartones para la Gringa”, un cuento basado en una masacre en Barranquilla 


Esta ficción está inspirada en lo ocurrido en los carnavales de Barranquilla de 1992, cuando diez habitantes de calle fueron asesinados y sus órganos vendidos a estudiantes de medicina de la Universidad Libre.

Aurelio Pizarro * / ESPECIAL PARA EL ESPECTADOR
22 de septiembre de 2024 - 12:00 a. m.
Lo que se registró como un caso judicial más, terminó como una masacre que muchos han olvidado, pero evidencia la crueldad humana. En el recuadro el escritor Aurelio Pizarro.
Lo que se registró como un caso judicial más, terminó como una masacre que muchos han olvidado, pero evidencia la crueldad humana. En el recuadro el escritor Aurelio Pizarro.
Foto: Archivo Particular
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El Rafi se despertó de un salto, azorado, como ahogándose. Le pareció que había dormido mucho tiempo y sospechó, por el olor de la estancia, que estaba en un hospital. Sentía un sabor a sangre, a cobre, en el paladar. Agitó con desespero la cabeza y quiso obedecer al impulso de llamar a una enfermera, pero el frío del formol en la espalda le hizo caer en la cuenta de que no estaba en una camilla, sino en una de esas albercas en las que conservan a los muertos (Recomendamos: Ensayo del escritor Julio Olaciregui sobre la novela de Aurelio Pizarro “La muerte previa”).

Se aferró a los bordes y empezó a levantarse con cuidado, para no agravar el dolor de la nuca. No tenía una idea exacta de lo que le había sucedido, pero recordaba muy bien su última imagen: la del portero de la Universidad Libre invitándolo a recoger cajas dentro del edificio. De eso vivía, de recolectar cartones y envases para reciclar. Aunque en las dos últimas semanas había recolectado poco. Pocos envases y pocos cartones. Pero no por pereza. Tampoco porque no le hiciera falta dinero para la droga y para esa puntual botella de ron barato que se le había convertido en el sustento de su vida. Lo había hecho por amor, porque desde hacía un par de días no había tenido mente más que para buscar a la Gringa, su novia, de quien, desde el viernes de La Noche de Guacherna —el acto del carnaval que más le gustaba—, no se tenía noticias de ella. Se había separado del grupo bajo el pretexto de atesorar un importante número de latas de cerveza vacías y desde entonces era como si se la hubiera tragado la tierra. Al Rafi, esa situación lo hundió en una especie de limbo, en una tristeza casi depresiva que le hizo saber que no iba a tener un instante de tranquilidad hasta que diera con ella. En esas andaba, buscándola, cuando alguien le dijo que la había visto por última vez por los lados de la universidad. Allá que fue a encontrarse con su destino, con el aciago celador que le había asignado la fatalidad: un tipo fortísimo, aunque de mirada más bien amable.

—¿En qué puedo ayudarle, amigo?

—Perdone que lo moleste, señor, pero es que estoy buscando a mi esposa. Es, como yo, una chica de la calle, pero bastante bonita. Es rubia, ojos verdes.

El celador se quedó pensativo un momento, pero enseguida reaccionó.

—¿No será una chica que lleva un collar de caracoles de mar como el que llevas tú?

Al Rafi pareció que lo iluminara un efluvio divino.

—¡Sí, sí, sí…!

En efecto, aquella pareja de collares había sido el sustituto de los anillos en una boda improvisada que celebraron en un vertedero. De ministro, había ejercido un capitán de un pesquero caído en desgracia. De pajes: el par niños que hilvanaron los collares. De padrinos: los mejores amigos de ambos. Y de invitados, todo aquel reciclador que tuvo para comprarse un ponqué de tienda y ron del más barato. Pero lo mejor de la ceremonia fue el discurso del Rafi. No tanto por su belleza como por su invencible determinación de espíritu: “Te juro, mi Gringa del alma, que conseguiré un buen trabajo, que te compraré una casa, y un coche para darle la vuelta al mundo. Te amo como nunca lo he hecho, compañerita mía”. Desde aquel día, aquellos collares se convirtieron en testigos calcáreos de ese juramento. Por eso cuando aquel guarda de seguridad se lo mencionó al Rafi, este sintió una especie de levitación.

—¿Y qué hizo —le preguntó al guarda—, que camino tomó?

—La verdad es que no sé, porque yo no fui quien habló con ella. Fue mi compañero. Él te informará mejor. Sigue si quieres. Está allá al fondo. Además, allí hay más cartones.

El Rafi se lo agradeció con una sonrisa y empezó a adentrarse en el edificio. De ahí en adelante, todo se le borró. Luego, metido en aquella alberca de formol, trató de recapitular los instantes que antecedieron a su pérdida de consciencia, pero no pudo. Algo en su interior, eso sí, le indicó que la desaparición de su mujer tenía algo que ver con lo que le estaba ocurriendo. Hizo un esfuerzo para incorporarse del todo y cuando lo logró se topó con dos cosas que lo hicieron temblar de miedo: una, fue comprobar que si la alberca hubiese contenido una cuarta más de líquido habría terminado ahogándose y, la otra, descubrir que le habían pegado un tiro a la altura de la cadera. Se quedó paralizado, preguntándose qué diablos había hecho para merecer estar en esas. Se asustó todavía más al percatarse que detrás de la única puerta de acceso a aquel lugar —una puerta de dos hojas con sendos cristales opacos en los tableros superiores— había un inquietante movimiento de sombras y de voces. No alcanzaba a entender lo que decían, pero por el sigilo en la pronunciación dedujo que no se trataba de nada bueno. Más aún, tuvo la certeza de que se trataba de voces enemigas. Las voces de quienes lo habían dejado en ese estado.

Supo que debía esperar a que el pasillo quedara solitario para averiguar en qué lugar lo tenían. Eso lo mantuvo unos diez o quince minutos más a merced del vaho penetrante que manaba del fondo de la alberca. Una vez que las voces se silenciaron, se puso de pie y, sin prestar atención del ruido de las gotas al caer al fondo, se quitó la ropa y la escurrió para evitar el escozor que le estaba quemando la piel. Se ocultó y esperó a que, tanto su cuerpo como la ropa se secaran. Solo entonces se examinó la herida de la cadera y se dio cuenta de que no era nada grave. Mayor era el dolor de la nuca. Allí sí que estaba sintiendo una molestia considerable. Se sobó con los dedos entreabiertos y sintió que la punzada interior cedía poco a poco con los masajes. “A no ser que el formol guarde cualidades anestésicas en un tipo como yo”, se dijo.

Llegó a la conclusión de que, por alguna razón, lo habían abandonado en una morgue y que tenía que escaparse cuanto antes de allí. En ello puso todo su empeño. Tomó la ropa húmeda y se vistió ahora con más cuidado, aunque a la misma velocidad que lo había hecho antes. Actuó, sin duda, movido por el miedo, por el terror de que alguien decidiera merodear por el pasillo para comprobar que todo estuviera en orden. De hecho, no se equivocó: antes de que terminara de calzarse los desconchados botines, los murmullos volvieron desde el pasillo y él se puso a temblar de frío y de miedo. Más bien de pánico porque se le entumecieron las pantorrillas. Decidió que lo mejor sería adelantarse hacia una de las albercas más cercanas a la puerta para intentar una huida sorpresa en caso de que alguien lo descubriera. Eso hizo. O intentó hacer, porque cuando empezó a caminar hacia la salida, se dio cuenta de que a duras penas podía mantenerse en pie. Temió que le resultara imposible acumular las fuerzas necesarias para la huida y empezó a caminar a gatas, tanto para ahorrar energías como para evitar que su sombra se proyectara sobre los cristales de la puerta. Se recostó sobre la alberca más próxima a la puerta y mientras se recuperaba trató de descifrar cuál era la conversación que sostenían en el pasillo.

No alcanzó a descifrar el sentido de la conversación, pero sí identificó unas frases sueltas que le helaron el corazón: “A partir de mañana”, dijo alguien con apremio, “hay que empezar a arreglarlo todo. Solo tenemos dos días. Para el miércoles de ceniza todo debe estar en orden”. No entendió exactamente lo que aquello significaba, pero de lo que si estaba seguro era de que no se quedaría allí para averiguarlo. La buena noticia es que supo que era domingo de carnaval y que estuviera donde estuviera, habría poco personal trabajando. Eso lo animó a asomarse al pasillo. Con toda la determinación que le permitieron la incertidumbre y el miedo se apoyó en el borde de la alberca y, ya sin arrastrar tanto los pies, alcanzó la manija. Apostó su futuro a la carta de la eventualidad y, rezando una oración de la que no se acordaba muy bien, le dio la vuelta a la manija. La puerta se abrió con la suavidad de un vuelo de ángeles y el asomó su rostro a la crudeza de su destino incierto. Entonces cayó en la cuenta de algo que lo sumió en una incertidumbre que era peor que el pánico: que no se hallaba en una morgue, sino que todavía estaba en el edificio de la universidad.

Se quedó en el aire, tratando de recuperar el ritmo de la respiración y agarrándose con fuerza a la pared para no irse de bruces. ¿Qué diablos hacía allí y en esas condiciones? ¿Qué tipo de broma macabra era aquella? Sintió deseos de gritar, de darle rienda suelta a su espanto. Felizmente un murmullo interior le recordó que se encontraba en territorio enemigo, que la prioridad esencial era huir. Temblaba, temblaba mucho, como si estuviera al borde de un colapso. El único alivio que experimentó fue el descubrir que no había nadie en el pasillo y que el jardín que lo rodeaba daba directo —y a pocas zancadas— de la verja exterior. Dudó, en un primer momento, si tendría la suficiente fuerza para saltarla, pero el apremio de la muerte se la resolvió sin mucho trámite.

Lo hizo por el lado más alejado de la garita de los celadores, aunque bien hubiera podido salir por la puerta principal, porque ellos estaban tan inmersos en la celebración del carnaval, que igual lo hubieran invitado a celebrar con ellos. De hecho, no se enteraron de su huida ni en ese momento ni durante el resto de la tarde y de la noche. Lo hicieron apenas a la mañana siguiente, cuando la noticia había empezado a darle la vuelta al mundo. Una vez en la calle, el Rafi se orientó al Centro de Atención de la policía que estaba al otro lado de la plaza, donde tenía varios amigos. Lo atendió el teniente Ríos, a quien alcanzó a contarle todo antes de desmayarse. Fue como morirse adrede, como declinar con la certeza del deber cumplido. Durante las más de dos horas que duró la operación para extraerle la bala de la cadera —y a lo largo de toda la noche de recuperación—, el Rafi no hizo más que recordar, que evocar, en sueños, su relación con la Gringa. Recordó, por ejemplo, la tarde en que la conoció en la universidad, los primeros días de un noviazgo en los que todavía eran hijos de familias acomodadas y conservadoras, recordó las tardes en que se escapaban de clase para hacer un amor desaforado en las aulas que encontraban vacías y recordó también aquella endiablada fiesta de niños bien en la que se les dio por coquetear con la cocaína y fueron absorbidos por la voracidad de unas arenas movedizas de las que todavía no salían. Pero recordó, sobre todo la felicidad que ella le enseñó a vivir en medio de la miseria. Desde el mismo momento en el que decidieron marcharse de sus casas —porque, pese a la paciencia de sus familias, sus excesos se hicieron insostenibles—, ella tomó el mando de la situación; primero inventándose pequeñas calamidades y rocambolescas emergencias y después, cuando los pocos amigos que le quedaban se habían cansado de fingir que les creían, dedicándose a la recolección de materiales para reciclaje. Él la seguía en todo, y hasta se enternecía viéndola solucionar problemas. Tenía solución para todo: para conseguir alimentos, para asegurarse un lugar para dormir, para restañar heridas y curar enfermedades y para que la espiral de la droga no se los llevara del todo. Fue por eso que empezaron a mezclarla con ron barato —en ocasiones con alcohol antiséptico rebajado con agua—, para que la carga de la inconsciencia no recayera solo en el bazuco. Eso los ayudó a encontrar cierto equilibrio. Una especie de mesura que, aunque ellos nunca lo supieron, en más de una ocasión les salvó la vida.

Pero también hacía planes para sus vidas futuras.

—¿Qué vidas futuras? —le preguntaba él desesperanzado— ¿Tú sí crees que dos escorias como nosotros podemos tener algún futuro?

Entonces ella lo arrullaba como a un niño y le respondía con toda la esperanza de su corazón. Le hablaba de la vida, de esfuerzos, de sueños. Le hacía análisis inesperados sobre el funcionamiento de la existencia que a él terminaban por convencerlo incluso en los peores momentos del mono. Una vez hasta lo hizo llorar. Fue la ocasión que se le presentó con una cartilla de ahorros que una amiga le había ayudado a abrir. No registraba una importante cantidad, pero los números parecían escritos como en una carta de amor. Él se la quedó mirando enternecido y ella le explicó cuáles eran sus sueños. Le dijo que quería que le construyera la casita que le prometió.

—No importa que sea una media agua —le dijo—, hecha con tablones y láminas de zinc; con tal que tenga una terracita en la que podamos fumar bazuco con cierta dignidad, y mezclarlo con cerveza y no con ese peligroso alcohol de farmacia.

Por esas cosas era que la amaba tanto. Por eso no podía vivir sin ella. Fue también por ese mismo motivo por el que cuando se despertó al día siguiente sintió que la tenía a su lado y se incorporó implorando su nombre: “Gringa, Gringuita mía, pensé que te había perdido”. El fiscal asignado para el caso lo sacó de su alucinación.

—Cálmese don Rafael. Necesito hacerle unas preguntas.

Entonces el Rafi entró en una confusión mental que por poco no lo llevó al desmayo de nuevo. Tardó más de quince minutos en asentarse en la realidad. La enfermera le trajo una comida más o menos consistente acompañada de un jugo de zapote. Cuando se sintió restablecido miró al fiscal y le dijo:

—Ahora sí, hágame todas las preguntas que quiera.

El fiscal lo miró sorprendido —preguntándose, tal vez, qué hacía un hombre como aquel viviendo en la calle—, pero decidió escamotear su impresión. Desplegó sobre la cama un abanico de retratos de cadáveres y le preguntó al Rafi si identificaba a alguno de aquellos rostros. Los conocía a todos: El Chavalita, El Menda, La Chili, Catano, La Pepi… Hubiera seguido con los ocho retratos restantes de no haber sido porque en ese momento se presentó el gobernador y dándole un abrazo le indicó:

—No es necesario que continúe —le dijo haciendo una seña para que entraran reporteros de todas partes del mundo—. Ya confirmamos lo que ha estado sucediendo.

Entonces lo supo todo: en la Universidad Libre habían creado una trama que iba desde el síndico de la institución hasta cada uno de los celadores. Todos ellos —se dice también que algunos profesores y por supuesto el encargado del anfiteatro quien, al parecer, lo dirigía todo— habían confabulado para asesinar a recicladores y vender luego sus cadáveres a los estudiantes de medicina quienes aprendían con ellos. El gobernador rindió una rueda de prensa en la que exaltó la figura del Rafi. Pero este apenas le prestó atención. Al enterarse del tinglado se lanzó sobre el puñado de fotografías para ver si dentro de ellas se encontraba la de la Gringa. Allí la encontró. Más demacrada que de costumbre y con sus ojos azules extraídos de las cuencas. Sintió que la vida se le escapó por entre las manos, que el mundo perdió su sonido y se detuvo en la exacta latitud de la desgracia. Lloró a moco tendido, maldijo a toda la condición humana y se necesitaron a seis enfermeros para neutralizarlo. El gobernador conmovido con su dolor se acercó a él y le dijo en voz alta, para que lo oyeran todos los reporteros:

—Tranquilícese don Rafael. Es usted un héroe. Además, le comento que La Gobernación ha adelantado ya los trámites para donarle una casa en un buen barrio de la ciudad y tendrá también una pensión vitalicia para que viva usted desahogado.

El Rafi lo miró con los ojos llenos de lágrimas y tomándolo tembloroso por el brazo lo atrajo hacia él y le hizo caer en cuenta de unos sentimientos que no sabía que habitaran al ser humano, por más enamorado que estuviera.

—Ya esa casa no me sirve para nada. Bien pueden dársela a otra persona. Sin embargo, quiero pedirle el favor de mi vida. Prométame que va a encontrar y a devolverme el collar de caracoles de mi Gringa.

* Escritor. Abogado de profesión, nacido en Santo Tomás (Atlántico), en 1969. Vivió en Europa 20 años. También Ha escrito los libros de cuentos “Fantasmas de este mundo” y “El espejo infinito”, y las novelas “El laberinto todavía”, “Los infiernos mansos” y “Epístolas del ángel caído”.

Por Aurelio Pizarro * / ESPECIAL PARA EL ESPECTADOR

 

Eugenia(85683)24 de septiembre de 2024 - 01:50 a. m.
Bella manera de recordar esa triste realidad y la crueldad de los humanos.
Luz(gsajh)22 de septiembre de 2024 - 07:41 p. m.
Que tristeza tan infinita.
Martin(23380)22 de septiembre de 2024 - 04:12 p. m.
Muchas gracias!
Juan(mljzh)22 de septiembre de 2024 - 12:17 p. m.
Gracias por ese maravilloso relato.
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