Cuando Cecilia Vicuña llegó a Bogotá, corría la década de 1970. A la capital colombiana arribó en 1975, tras haber publicado su primer libro “Sabor a mi” en 1973 en Inglaterra. Llegó tras haber realizado exhibiciones individuales de su obra tanto en Santiago de Chile, como en Londres. En medio de la vida que comenzó a hacerse en los barrios de la capital, encontraba momentos para escribir cartas y plasmar ideas en papel. Una gran cantidad de estas misivas jamás llegaron a sus destinatarios y, en vez, se convirtieron en un archivo documental de los pensamientos más íntimos de la artista chilena sobre su tiempo en Bogotá.
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Años más tarde, esas cartas sin enviar se convirtieron en el insumo principal para un libro. Juan Diego Pérez, candidato a doctor en literatura latinoamericana en la Universidad de Princeton, se dio a la tarea de decantar la selección que compuso “Cartas nunca enviadas y otros papelitos”, publicado por Laguna Libros.
Con entradas desde 1976 hasta 1979, cada carta y cada palabra revelaron la mente y el alma de Cecilia Vicuña. Uno de los elementos que atravesaron esta publicación fue el presentarse frente a un sinfín de lectores de manera tan vulnerable y dejar al descubierto pensamientos y sentimientos privados. Para la artista y activista, el miedo a mostrarse de esta forma sí estuvo presente. Sin embargo, en entrevista para El Espectador, afirmó que es un temor insertado como forma de violencia en las mujeres. “Encontrarse cara a cara con ese miedo es un acto fundamental para una mujer. Las mujeres jóvenes que fueron a la presentación del libro quieren escuchar esa historia del miedo incorporado, encarnado y convertido en fuerza”.
Para ella, al convertir en fuerza, ese temor “te hace decir lo que tú no quieres en realidad decir, te hace arriesgarte y te pone en ese lugar vulnerable. Ese miedo también es un tesoro, porque te da la fuerza para obligarte a incitarte a ver que es una especie de fantasía que te oscurece tu sentido del ser”, aseguró. La vulnerabilidad la vive a través de la “desnudez total”, dejando atrás el ego y la identidad, “todo eso se fuma cuando te encuentras frente a la realidad de lo que tú simplemente eres, como ser que oye, ve, respira, come y caga. Es una realidad biológica la que en última instancia nos libera en un estado que las culturas humanas llaman espiritual”.
Esa desnudez de la que habló también se configuró como una resistencia. Para ella, esa palabra es: “No tener vergüenza, es aceptar que uno está perdido o perdida”. Dentro de la visión de la chilena, la resistencia está íntimamente involucrada con el acto de creación, algo que ha practicado durante toda su vida y que su libro refleja.
A manera de prólogo de su libro, Vicuña aseguró: “La escritura va, avanza con un ritmo propio; si atiendes a su llamado y decides seguirla, ella te da un lugar en el mundo. Y el llamado de la escritura no es sino la respuesta al llamado primordial de quien escribe, que es el llamado a que alguien dé testimonio, a que alguien reconozca tu existencia y tu lugar: escribes porque necesitas un testigo”. Ese personaje, o necesidad de testimonio, fue cambiando con el tiempo.
Actualmente, el testigo de Cecilia Vicuña es “la muerte misma”, “pero la muerte como esperanza, en el sentido de que es al pueblo del mundo, al pueblo posible, ahora que estamos a borde de la extinción. Por eso es un acto de esperanza, es un acto de creer, creer que el arte y la belleza de la justicia se va a imponer finalmente”, dijo.
La artista chilena llegó a Bogotá cuando tenía 26 años. No obstante, afirmó que sus cartas no enviadas comenzaron a aparecer mucho antes. Contó que empezó a escribirlas en los años 60 en Chile, en los que se imaginaba como una joven escritora que estaba en comunicación con otros grandes nombres de la literatura. Uno de sus interlocutores habría sido José Lezama Lima, pero “no las enviaba porque encontraba que eran ridículas, pero las guardaba. Entonces dejé de hacer eso, llegué a un cierto momento porque dejé de ser joven. Y cuando estaba en Bogotá, dirigía las cartas a personas que conocía y como sentía al final, cuando ya las había escrito, que revelaba demasiado de lo que era mi ser profundo y que no necesariamente esas personas iban a estar interesadas, que mis cartas quizás eran muy largas, que en realidad ellos no tenían ningún interés en mí, ni en lo que yo era, ni en escuchar lo que decía, entonces las guardaba. Por eso no las enviaba, porque quizá comunicaban demasiado”.
Muchas veces la vieja pregunta: “¿Qué hubiera pasado si...?”, aquejó a Vicuña frente a sus cartas nunca enviadas. Algunas de ellas entraron y salieron del sobre varias veces, porque la artista sentía que esas palabras realmente necesitaban ser dichas. Sin embargo, hizo caso a su intuición y, en algunas ocasiones, se dio cuenta de que había tomado la decisión correcta al no enviarlas, pues pudo encontrarse cara a cara con algunos de los que habrían sido sus destinatarios.
En Bogotá, Cecilia Vicuña vivió en el barrio Las Aguas, donde “las casitas quedaban inmediatamente pegadas al potrero. Las casas eran profundas, entonces tú entrabas como por un pasillo y había una casita adelante donde había una especie de cafecito, donde se vendían arepas de choclo que comían los choferes de los buses. Yo vivía en la segunda casita. Al entrar había un techo de vidrio y un patio pequeño, que convertí en una selva. El baño quedaba afuera y no tenía puerta, tenía como una especie de maderita y solamente había ducha fría. Tenía tres piezas y compartía esa casa con otros artistas, y vivíamos ahí. La pieza donde estaba el techo de vidrio era mi taller. En mi taller no había muebles, había como una especie de caja en la cual tú te sentabas y una mesita que me habían regalado, y ahí pintaba y escribía. Era como un espacio de belleza precaria en medio de ese mundo. Ahí hice dos películas, además de mi arte y mi poesía. Había una película en la que aparecía la casa. Esa película desapareció, me la robaron o me perdieron el original. Y nunca la he visto, solo he visto unas pocas fotos de ese pasillo y de esa casa”.
Vivía al pie de Monserrate, frente a la Quinta de Bolívar. En ese momento el cemento no hacía parte del paisaje y, en vez, la vista de Vicuña incluía el paradero de los buses de Germania, vacas que pastaban entre el tráfico y niños que hacían sus canchas de fútbol en la calle. Ella recordó con cariño que su casa no tenía ventanas, por lo que encontrarse “en la coyuntura de ese punto” a los pies del cerro, “era la imagen de la belleza misma”.
En ese momento, luego de que el golpe militar de Pinochet destruyera su mundo, Cecilia Vicuña se refirió a sí misma como “una mujer sola”, dijo que su vida no tenía ningún sentido. Sin embargo, aseguró que se levantaba “con un extraño gozo y era porque iba a escribir, porque iba a pintar, porque iba a salir a la calle, a caminar. Aprendí a ser feliz de la nada, con el solo acto de respirar y pensar que voy a escribir. Eso es una enseñanza de toda la vida”.
Pero ese sentido de la escritura se ha transformado hacia la urgencia frente al “exterminio y la extinción, que ahora es mucho más intensa”. “Durante los años de los 70, a pesar de la derrota de la revolución democrática chilena, nosotros pensábamos que esa revolución era mundial y que iba a suceder. No podíamos imaginarnos que el fascismo iba a volver. No podíamos imaginarnos que la gente voluntariamente iba a preferir la opresión a la liberación”, aseguró. Para la artista chilena, es difícil imaginar cómo hay personas que no sienten o niegan esa urgencia frente a la situación mundial. “¿En qué mundo vive una persona que no está sintiendo que se están extendiendo todos los bichitos y que la vida depende de los bichitos, así como depende de la fotosíntesis? Es como que el contraste entre los que estamos sintiendo y alerta a la realidad y los que prefieren vivir en una especie de no realidad”.
A pesar de que consideró que es imposible que esa realidad no sea agobiante, Cecilia Vicuña consideró que hay formas en las que su cuerpo y alma han respondido a esto: “Una es pensar que la realidad no es solamente lo visible, lo material, lo que se está muriendo, sino que hay otra realidad, que es la realidad intangible del universo creativo al cual nosotros pertenecemos. Que la vida, incluso si la vida humana se extingue, la vida misma no se va a extinguir. Existirán otras bacterias de las cuales otras especies surgirán si nuestra especie continúa siendo suicida. Pienso que si nosotros en nuestra vida cotidiana seguimos abocados a la expresión y a la vivencia de la belleza y de la belleza compartida, nosotros estamos aportando un hilito de vida, que es imposible de abandonar. Tú lo puedes abandonar momentáneamente en momentos de desesperación, pero ese hilito regresa con un siguiente aliento”.