El Magazín Cultural

Cepeda Samudio espera nuevos lectores

Respuesta al texto “Alvaro Cepeda Samudio y su intento como cuentista”, que publicó este diario el pasado viernes 24 de abril. Para el autor, defensor de la obra de Cepeda Samudio, sus cuentos “constituyen una prueba del poderío de una vocación”.

Julio Olaciregui
06 de mayo de 2020 - 02:00 a. m.
El libro de cuentos “Todos estábamos a la espera” se publicó en 1954. Álvaro Cepeda Samudio tenía 28 años.  / Archivo Particular
El libro de cuentos “Todos estábamos a la espera” se publicó en 1954. Álvaro Cepeda Samudio tenía 28 años. / Archivo Particular

Hemos releído el libro de cuentos de Álvaro Cepeda Samudio, Todos estábamos a la espera, para renovar el placer de sumergirnos en esas historias que nos intrigan, nos transmiten un sentimiento de soledad y enajenación y despiertan nuestra admiración por su experimentación, la delicadeza de su prosa, sus alusiones, sus silencios, sus búsquedas, sus secretos.

El único mérito del artículo de Freddy Mitzger, publicado el pasado viernes en El Espectador (Álvaro Cepeda Samudio y su intento como cuentista) ha sido llevarnos a esa relectura necesaria, porque no se comprende cuál es el objetivo que persigue al intentar descalificar el primer libro de cuentos de Cepeda Samudio, ignorando al parecer los minuciosos análisis que hizo el hispanista y americanista francés Jacques Gilard de Todos estábamos a la espera, y pasando por encima del estimulante ensayo del profesor Fabio Rodríguez Amaya, de la Universidad de Bérgamo, “El doble reto asumido por Cepeda Samudio: Universalismo y modernidad”.

Probablemente Mitzger, graduado en filosofía en la Universidad del Atlántico, también sea escritor, y por eso no se explica que trate de demostrar que Todos estábamos a la espera ha sido sobrevalorado, y busque negar la importancia que tiene, para quienes estamos implicados en la literatura, este libro escrito por un joven de 28 años, al promediar el siglo XX.

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“Nadie esperaba que en la inmadurez de nuestro ambiente, un hombre, recién salido de la adolescencia, todavía con mucho de virginidad emocional en su acento, nos entregase esos bloques de sabiduría vital, de poético esplendor, de reconcentrada fuerza mediática, como los atesorados en Todos estábamos a la espera”, opinó el gran Héctor Rojas Herazo, el 19 de septiembre de 1954 en el Diario de Colombia.

“Si los nuevos escritores colombianos aprendieran a leerlos, sin duda reconocerían en él a un auténtico maestro del género, como lo hicieron los Zalamea, Hernando Téllez, Rojas Herazo y, antes que ellos, Gabriel García Márquez”, declaró Rodríguez Amaya tras leer el artículo de Mitzger.

Para quienes nos gusta escribir, Todos estábamos a la espera constituye una prueba del poderío de una vocación. Ahora que tanto se habla de los talleres de escritura creativa este libro nos enseña cómo construir cuentos con base en la pura imaginación, la soledad, las carencias, las búsquedas y los tanteos. La receta: vivir, observar, leer, escuchar el flujo de nuestra conciencia. Y sobre todo, libertad absoluta para jugar con estos ingredientes. Sin pensar en una posible carrera literaria, fama o premios.

“Y es que ser cuentista o novelista no es un problema de gimnasia. Está claro que el vivir y el leer, más el vivir que el leer, amplían la temática de los escritores, los hacen conscientes de ciertos problemas, los ponen en contacto con técnicas nuevas y diferentes, etc. Pero el escritor está ahí, la capacidad de creación, o recreación, es anterior a las experiencias literarias o vitales”, dijo el propio Cepeda en un texto periodístico de aquellos años.

Cepeda posee una gran intuición, y en un cuento doloroso como Nuevo intimismo, que parece hablar de un aborto, sentimos que recurre a ese efecto de distanciamiento descubierto por Bertolt Brecht en su teatro. Somos conscientes de que estamos leyendo cuentos, invenciones basadas en el lenguaje. No son crónicas. Nos damos cuenta de que son personajes, máscaras, y no personas de carne y hueso.

A través de estos cuentos, escritos en Nueva York o en Michigan, Cepeda nos aparece lleno de vida, lejos de casa, mostrándonos las posibilidades que se abrían ante él, los caminos que se le ofrecían: la literatura, el cine, el periodismo, los viajes, el amor y la música.

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Y en eso sentía, como lo sentimos todos alguna vez, que estaba a la espera. Cada uno en su espera. ¿Qué será de mí? ¿Qué será de nuestros sueños? Sus cuentos encarnan justamente el proyecto, el devenir, no son historias definitivas, ahí está ese título Proyecto para la biografía de una mujer sin tiempo.

La espera y la soledad, la espera física de un autobús, de un tren, de una mujer, o en un bar, en un restaurante. ¿Vio Cepeda cuadros de Edward Hopper? Hay algo de este pintor en sus cuentos. En Hoy decidí vestirme de payaso veo una historia “picassiana” o “chaplinesca”, con el circo, la muchacha de los caballos, la guitarra verde. Es muy visual, como todas las otras.

La técnica narrativa de Cepeda prefigura por momentos el “Nouveau Roman” al establecer un paralelismo entre el acto de lectura y la resolución de un enigma, sobre todo en el cuento Proyecto para la biografía de una mujer sin tiempo.

Se trataba de separar el cuento de la fábula, de la anécdota. Un cuento en apariencia desconcertante, si se busca resumir la “anécdota”, como Jumper Jigger, se ilumina si nos dejamos atrapar por la fuerza poética de sus frases, por las alusiones que contiene, sobre todo esa joven estudiante a la que le gustaría llamarse “Lavinia” —como en un cuento de Caldwell— y a quien las clases que recibe sobre Joyce no le cuadran mucho.

“Álvaro es un hombre con los sentidos en su sitio. El ojo para ver, la memoria para atesorar, la inteligencia para descifrar la incógnita de cada segundo (…) Por eso ha podido entregarnos ese dramático documento de su primer libro. Y es dramático porque todos los relatos que componen la obra están encaminados única y exclusivamente a esto: probarnos que vivir es morirse de entendimiento, de empleo de sí mismo”, concluye Rojas Herazo.

Por Julio Olaciregui

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