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Charles Chaplin y la risa ante los conflictos humanos

El cine de Charles Chaplin, aquel que retrató la cotidianidad de soldados, trabajadores y niños, vuelve hoy a las pantallas. Durante los próximos tres meses, CINECO/PLUS revive el Ciclo Chaplin con títulos como El Niño, Una Mujer en París, El Circo, Luces de la Ciudad, Tiempos Modernos, El Gran Dictador, Monsieur Verdoux, Un Rey en Nueva York, Candilejas, y Revista Chaplin. Presentamos tres textos que evocan y analizan a Chaplin en algunas de sus dimensiones.

Autores varios
17 de septiembre de 2020 - 07:33 p. m.
Charles Chaplin, como escritor, director y actor de sus películas, llevó al cine la cotidianidad de las personas. De ahí que Charlot, uno de los personajes icónicos del cine mudo, se codeara con soldados, mendigos, trabajadores y niños.
Charles Chaplin, como escritor, director y actor de sus películas, llevó al cine la cotidianidad de las personas. De ahí que Charlot, uno de los personajes icónicos del cine mudo, se codeara con soldados, mendigos, trabajadores y niños.
Foto: Archivo Particular

El humor frente al horror

Aún está intacta la valentía de Chaplin al enfrentar, en 1940, los horrores del nazismo, con una extensa broma de dos horas, en la que un dictador, un tal Adenoid Hynkel, se inventa un nuevo mundo con la arrogancia del absurdo. Hasta ese momento, el cómico inglés había condimentado la crítica social con todos los recursos que el cine mudo le permitía, para desatar en el espectador las más sonoras y reflexivas carcajadas. Sus cortometrajes fueron verdaderas lecciones de cómo el gag se puede convertir en un recurso y, al mismo tiempo, en una forma de la poesía. En sus primeros largometrajes, la palabra aún no era necesaria y, aunque las pantallas del mundo ya hablaban y los chistes visuales se complementaban con los juegos del audio, Chaplin continuaba produciendo filmes en los que su presencia muda podía dominar en la historia y, sin demasiadas explicaciones, convertirse en el feliz héroe de sus propias derrotas. Hasta que llegó El gran dictador.

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El humor de Chaplin viene del melodrama, toda vez que sus raíces están afincadas en el teatro de Vaudeville, en los espectáculos populares de su país de origen, donde las bromas y las acrobacias se combinaban con las representaciones lacrimógenas heredadas, a su vez, de la literatura por entregas, del folletín como una forma manual de las bellas artes. El gran aporte de Chaplin radica en convertir las lágrimas en una nueva forma de la felicidad. “Llorar de la risa” podría ser una de las frases que definiese su estilo, en la medida en que sus vagabundos, sus desempleados, sus inmigrantes o sus despistados hombrecitos podían, en medio de sus dramas irresolubles, producir efectos desopilantes, de la misma manera que lo conseguían sus contemporáneos americanos, a través de pastelazos, cachetadas o aparatosos resbalones, conocidos en el mundo del cine como el recurso del slapstick.

Chaplin unió el melodrama con la denuncia y los aceitó con el humor ilimitado, convirtiendo sus películas en una fábrica de la felicidad. Poco a poco, fue diseñando un personaje con características de arquetipo: un pobre hombre de bombín, zapatones rotos, vestido de amplia talla, bastón maleable y, para sellar la figura, un bigotito recortado que lo diferenciaría del resto de los grandes maestros de la comedia muda americana. Lo increíble es que su figura, sin proponérselo, terminaría teniendo su cruel caricatura en “la vida real”, gracias a la aparición de Adolfo Hitler en Alemania, en la época en la que Charles Chaplin triunfaba “en América” como uno de los más grandes exponentes del arte cinematográfico.

Pero, ¿era el bigote de Hitler una evocación involuntaria del bigote de Charlot? La coincidencia estaba servida en bandeja y el cómico no le daría mucho tiempo al tiempo para contestar a la pregunta. Cuando las tropas alemanas comenzaban a invadir Europa, Chaplin consolidaría su espíritu contestatario con la aparición de El Gran Dictador en 1940, un año antes del ataque a Pearl Harbor. La película, según cuenta la historia del cine, comenzó a rodarse el 9 de septiembre de 1939, una semana después de que las tropas alemanas invadieran Polonia y comenzara a desatarse el horror de la Segunda Guerra Mundial. Un año largo tardaría Chaplin en tener su filme en las latas, a pesar de las presiones para que no se realizara y enfrentándose al hecho de que Estados Unidos, su país de adopción, se encontrase en una encrucijada, primero, de neutralidad y, luego, de fogosa participación en la guerra, ambas actitudes difíciles para aceptar un largometraje de gruesas consecuencias políticas.

¿Se puede enfrentar el horror a carcajadas? La pregunta sigue vigente en nuestros días y terribles ejemplos la siguen poniendo sobre el tapete. Para muchos, es mejor evitar las provocaciones y la risa debe estar al margen de los grandes conflictos de los seres humanos. Chaplin, por el contrario, corrió el riesgo de jugar con el espectro de la intolerancia, para poner al descubierto el absurdo de los seres humanos. En El Gran Dictador hay bombardeos, discursos dictatoriales, discriminación a los judíos, campos de concentración, un Estado totalitario. La gran apuesta de su actor y director es tratar el tema con un humor condimentado de esperanza, brindándoles a los espectadores la posibilidad de burlarse de la historia universal de la infamia.

Sandro Romero Rey

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El Circo, sobre el talento secreto

A finales de los años 20, Chaplin filmó una paradoja: El Circo. Describe el infortunio del vagabundo como artista accidental, que apenas comprende las herramientas de su arte, expresándolo con plenitud el actor, escritor, músico, director y productor, situado en la dimensión del cariño universal, que haría del pequeño y alabado Charlie un héroe para su público.

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El vagabundo, que no es consciente de su talento en El Circo (1928), invierte en la pantalla los términos que definieron la vida de Chaplin, entronizado por Hollywood, donde parecía que el cine hubiera sido inventado como un don para él.

Su estilo ya era reconocible cuando en El Niño (1921) y La Quimera del Oro (1925) se lloraba a mandíbula batiente, gracias a la mezcla astuta del humor y la tristeza. Incluso la excepción de la tragedia, que hizo de una actriz chaplinescamente mítica, Edna Purviance, la víctima de una tragedia sobre las pasiones sórdidas cuando cayó en desgracia por la aventura sensual de Una mujer en París (1923), hizo de Chaplin un cómico interesado en las pasiones oscuras.

El Circo descubre a Chaplin reflexionando sobre Chaplin cuando revela el lento y esforzado aprendizaje que moldea el oficio de un actor, los riesgos del escenario, la tiranía del público, el carácter codicioso de los empresarios —representados por el dueño del circo (Allan García)—, la presencia del azar que puede arruinar o mejorar la suerte, las envidias y los rencores que ocasiona algo tan dudoso como puede ser la fama y, como eje de todo, el amor que mueve o detiene el mundo y hace del vagabundo, al final de la batalla, un solitario.

Aunque la vida sea monótona, “jamás es la misma”, canta Chaplin al inicio de la película. Puede caer la lluvia o brillar el sol, pero no es vano el consejo que recibe una acróbata del circo (Merna Kennedy, una actriz que aún continúa joven en la memoria del cine cuando murió de un infarto a los 36 años de edad), balanceándose en el aire mientras Chaplin le pide que nunca mire hacia abajo para que descubra en el cielo el brillo de una ilusión pasajera como es el arcoíris.

El Circo es una historia sobre el fracaso en contra del fracaso. Después de los créditos iniciales, una chica fugaz atraviesa un aro de papel donde está pintada una estrella. El empresario del circo no está satisfecho con la gracia de la artista. Su relación la determina el desprecio. Pero la chica insiste y, después de todo, acaricia el triunfo que le permite su ingenio —y el consuelo de Chaplin cuando llega al circo —.

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La adversidad es un reto y los artistas mediocres —payasos desangelados, magos borrachos, equilibristas de la cuerda floja— no pierden la dignidad. Continúan por el rumbo que les señala el talento. Tal vez no sean como Chaplin, pero es posible que hubieran aprendido una lección de la fortaleza y el vigor de Chaplin: El Circo fue simultáneo a la muerte en la locura que venció a su madre, sin enterarse jamás, como señaló una actriz, que su hijo era entonces “el mayor cómico del mundo”. El arte hecho humor trazó su camino hacia el futuro: Luces de la Ciudad (1931), Tiempos Modernos (1936), El Gran Dictador (1940) y Candilejas (1952), películas que pertenecen a la memoria y el tiempo.

Hugo Chaparro

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Charles Chaplin: de la suficiencia en la imagen al desafío de la palabra

Entrevistado por Le Monde en 1992, Jean-Luc Godard afirma categórico: Chaplin es al cine lo que Mozart es a la música. Contraria a la del gran compositor, su expresión no se hizo sentir únicamente en los palacios. En tiempos de duda sobre el cine como arte, el consenso en torno a Chaplin ya era total. Creadores de vanguardia, masas trabajadoras, intelectuales progresistas e industriales de Hollywood, yacían rendidos ante aquel “hombrecillo del frac ridículo, del bigotito trapezoidal, del bastón y del sombrero hongo”, como describe a Charlot el crítico André Bazin, quien considera que “nunca, desde que el mundo es mundo, un mito había recibido una adhesión tan universal”.

¿Cómo, entonces, el creador insignia del arte por excelencia del siglo XX, que cautivó al público en cinco continentes, podía suprimir su icónico personaje de la pantalla en el momento cúspide de su fama? Es la pregunta que nos invita a responder esta selección de diez largometrajes restaurados, realizada por Cineco Alternativo para www.cinecoplus.com, entre los cuales cuatro trabajos de su periodo son oro.

Chaplin presintió en la llegada de la palabra al cine un gran adversario, declarando en 1929: “detesto los filmes hablados, menoscabo del arte más antiguo del mundo: el arte de la pantomima. Han matado la gran belleza del silencio”. Sin embargo, enfrentó tal desafío estético con innovación e inteligencia, por medio de dos obras maestras, Luces de la Ciudad (1931) y Tiempos Modernos (1936), películas sonoras y musicales cuales más, aunque carentes de diálogos, que marcan una clara transición en su universo sensible.

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Este cambio de lenguaje, que pasa de la suficiencia en la imagen al poder de la palabra, se manifiesta en El Gran Dictador (1940). Ante el triunfo de la política como espectáculo tecnológico en la década de 1930, Chaplin decide combinar su “alfabeto del movimiento y la poesía del gesto” con la contundencia de lo oral. Su vibrante “Llamamiento a los hombres”, con el que termina la película, no es solo un mano a mano de Hynkel contra Hitler, del humor contra el terror, del bigote original –el de Chaplin contra el bigote usurpado –el de Hitler–, sino la ocasión de desprenderse de esa presencia indeleble de Charlot, haciendo emerger el rostro tras la máscara. Ya no estaremos más ante el vagabundo, ni ante el pequeño barbero, sustituto del dictador: una vez borrado el maquillaje nos queda el rostro del actor. Chaplin por sí mismo, con su humanidad asumida, sus años, sus canas, y sus arrugas, inocultables.

El abandono del Charlot inadaptado es emprendido como un imperativo ético por parte del autor de modo gradual, tanto en Monsieur Verdoux (1947) como en Candilejas (1952). Campo abonado por una obra anterior, Una mujer de París (1923), en la que Chaplin director extremara al decir de Guillermo Cabrera Infante "su afición al detalle al punto en que nadie reconocería en él al fácil comediante de los films de Mack Sennett, sino tal vez al maniático Erich Von Stroheim”.

Chaplin tiene el coraje de pasar al otro lado del espejo de su propia representación: de la máscara al rostro, de la eterna juventud a una vejez asumida, de la comedia al drama, de la pantomima al realismo, y de una cómoda fama a la total incertidumbre, por medio de dos memorables puestas en escena que reinventan su estatura mítica, a la vez que su condición de mortal. En Monsieur Verdoux conduce simbólicamente a Charlot por medio de un último gag hacia la guillotina, y en Candilejas mata a su personaje de Calvero, transfiguración del mimo inicial, quien, a dos pasos de la escena, en un retorno a los orígenes del Music Hall londinense de comienzos de siglo, observa enamorado el resplandor del espectáculo de la vida.

He aquí tal vez una experiencia única para una nueva generación de espectadores, más los cinéfilos de siempre: la de asistir a una identidad reformulada en la pantalla por medio del surgimiento de una segunda era mítica, la del sonido, en la que, como nos lo recuerda Bazin, “un nuevo Chaplin ha nacido de un doble asesinato, un prodigioso actor que ha conquistado el derecho de tener la cara de un anciano y recobrado el de ponerse otras máscaras”, a través de diez obras memorables.

Sergio Becerra

Por Autores varios

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