Desde los Argonautas hasta los viajes espaciales del siglo XXI, los logros de la exploración humana han transformado nuestra manera de entendernos a nosotros mismos y al mundo natural.
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De ahí mi fascinación por las expediciones científicas europeas al continente americano. Hace muchos años, encantado por un documental de la BBC sobre los viajes de Charles Darwin, decidí escribir una monografía sobre la historia de la idea de evolución. Gracias a la tolerancia de mis maestros en la Universidad de los Andes, estas reflexiones me permitieron obtener el extraño y algo pomposo título de “filósofo”. Esa misma historia, que ahora reencuentro con una perplejidad similar a la de mis días de estudiante de pregrado, fue mi primer amor con la historia de las ideas científicas.
El Beagle es una de las naves más famosas de la historia, no tanto por las tareas de reconocimiento geográfico que debió cumplir su capitán Robert Fitz Roy al servicio de la Real Armada Británica, sino porque a bordo iba un joven pasajero de 22 años aficionado a la historia natural, quien años más tarde les ofreció a sus contemporáneos una convincente explicación sobre el origen natural de todos los seres vivos sobre la Tierra. Su nombre era Charles Darwin.
El viaje le permitió eludir su destino de convertirse en un miembro más de la Iglesia Anglicana, pero más importante aún, sus vivencias en el Nuevo Mundo fueron definitivas para su posterior recopilación de evidencias que refutaron las arraigadas convicciones del mundo cristiano sobre el origen de las distintas formas de vida del planeta.
Tal y como lo registró en su autobiografía: “El viaje del Beagle ha sido el evento más importante de mi vida y ha determinado toda mi carrera… siempre he creído que a esta expedición le debo el verdadero entrenamiento de mi mente”.
Entre las muchas experiencias que vivió Darwin entre1831 y 1836 a bordo del Beagle, y en sus prolongadas excursiones en tierras americanas; la de mayor impacto fue su encuentro con nativos de Tierra del Fuego en el extremo sur del continente.
Veamos algunos detalles de esta increíble y nefasta historia. No era la primera vez que el Beagle visitaba el sur del continente americano: en un viaje anterior, entre 1826 y 1830, el capitán Robert Fitz Roy visitó Tierra del Fuego y tomó prisioneros a cuatro nativos. El objetivo era llevarlos a Inglaterra, familiarizarlos con la lengua, religión y las buenas costumbres europeas para que más adelante retornaran a su tierra y pudieran enseñar a sus compatriotas las virtudes de la civilización.
Como es obvio, este experimento antropológico no fue diseñado con la aprobación de los nativos, pero ni Fitz Roy ni Darwin o sus contemporáneos vieron allí un dilema moral. Fitz Roy suponía que los beneficios que tendrían los nativos al adoptar los hábitos del mundo civilizado compensarían la forzada y temporal separación de su pueblo. El hábito de cazar, coleccionar, saquear y estudiar objetos naturales hacía parte del oficio de la exploración científica, así que llevar nativos a Europa para ser exhibidos como trofeos y curiosidades no era una práctica inusual.
Los tres nativos de Tierra del Fuego no eran tan distintos a otros objetos de colección e interés científico como las plantas, los animales, las muestras de minerales, los artefactos etnográficos o los fósiles. Entre sus obligaciones científicas, los exploradores europeos tenían la tarea de clasificar y nombrar a los lugares, accidentes geográficos, a las plantas y a los animales. En este caso, también se interesaron por estudiar seres humanos.
Los ingleses encontraron conveniente sustituir los nombres originales de sus cautivos por términos que les parecieron más apropiados y fáciles de recordar. Si bien eran nombres compuestos a la manera de nombre y apellido cristianos, parecían más convenientes para mascotas que para seres humanos: Fuegia Basket, Jemmy Buttom y York Minster.
Los nombres nativos que mencionó Fitz Roy, Yokcushlu (Fuegia), Orundellico (Jemmy) y El´leparu (York) quedaron registrados como extraños vocablos sustituidos por expresiones domésticas y, en este caso, hicieron referencia a objetos como un canasto, un botón (al parecer, Jemmy fue comprado por un botón de nácar) y una edificación (York Minster es una emblemática iglesia de Londres).
Sin los recursos de la fotografía, los exploradores del siglo XIX recurrieron a la pintura para capturar en imágenes algunas escenas, objetos y personas.
Los dibujos de los tres fueguinos que incluyó Fitz Roy en su diario de viaje, publicado en 1839, nos ayudan a entender esta historia. Las imágenes fueron hechas con la intención de mostrar la transformación de los salvajes después de su adiestramiento en las costumbres europeas. De manera sutil, el artista enfatizó en la diferencia del estado salvaje de figuras encorvadas, cabellera desaliñada y miradas extraviadas. Con sus nuevos trajes y cortes de pelo, lucieron más erguidos, con mirada atenta, e incluso, alegres, queriendo hacer manifiesta una notable mejoría.
Darwin, heredero de un pensamiento liberal, expresó con vehemencia su desacuerdo con la esclavitud, pero frente a este experimento no vio mayor conflicto. Sus exóticos compañeros de viaje generaron curiosidad y alguna relación amigable que, incluso, le permitió reconocer algunos beneficios del contacto de los aborígenes con la civilización. No obstante, su encuentro con los nativos en su estado natural y el haber sido testigo de la trágica escena del reencuentro de los abnegados prisioneros con sus congéneres en Tierra del Fuego, dejaron una marca indeleble en la concepción de Darwin sobre la naturaleza humana.
La imagen de seres humanos casi desnudos, con el cabello largo y descompuesto, el rostro pintado, y como él mismo registró, dando gritos menos comprensibles que los sonidos de los animales domésticos, fue para este joven aristócrata de la Inglaterra victoriana una experiencia única y reveladora. “Este fue sin duda el espectáculo más curioso e interesante al que he asistido en mi vida. No me figuraba cuan enorme era la diferencia que separaba al hombre salvaje del hombre civilizado; diferencia en verdad mayor que la que existe entre el animal silvestre y el doméstico…”.
Su encuentro con estos seres humanos “innobles y asquerosamente salvajes”, “criaturas abyectas y miserables” tuvo consecuencias sobre sus posteriores convicciones sobre el origen del hombre. El espectáculo de estos seres, que en su opinión tenían cualidades propias de los animales, fue para Darwin la imagen de un pasado remoto de la civilización. Años más tarde, en su libro El origen del Hombre, de 1871, llegó a afirmar: “El asombro que experimenté en presencia del primer grupo de fueguinos que vi en mi vida en una rivera silvestre y árida nunca lo olvidaré, por la idea que rápidamente vino a mi mente: así eran nuestros antepasados”
Las marcadas diferencias raciales que ahora veía con sus propios ojos, le revelaron a Darwin una especie humana mucho más diversa y parte del mundo natural que no pudo haber imaginado durante toda su vida en Europa. Los europeos habían llegado a un mayor grado de civilización resultado de una larga historia que los salvajes aún no habían experimentado, parecían detenidos en el tiempo. Fueron una perfecta oportunidad de ver en el Nuevo Mundo el pasado de la humanidad en pleno siglo XIX.