El origen evolutivo de las especies que propusieron Charles Darwin y Alfred Russell Wallace en el siglo XIX solo fue posible gracias a la geología moderna que permitió imaginar una escala de tiempo distinta y una tierra mucho más antigua.
Charles Lyell, el nacimiento de la geología moderna y la pregunta por el origen de las especies
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En 1650, el arzobispo anglicano James Usher calculó que la creación del mundo había tenido lugar en el “anochecer previo al domingo 23 de octubre del año 4004 antes de Cristo”. Casi al mismo tiempo, René Descartes proponía una hipótesis física que daba cuenta del origen de la Tierra, la cual, según el pensador francés, se había formado a partir de una estrella que se fue enfriando hasta transformarse en una bola de ceniza que llegó a ser nuestro planeta. Desde entonces, la cronología de la Tierra fue objeto de intensos debates y esfuerzos para conciliar la narración bíblica con la historia natural.
Georges Buffon (1707-1788), el más notable naturalista de la Ilustración europea, en su famosa obra Épocas de la naturaleza (1778), propuso reconstruir su historia en siete etapas consecutivas, que, si bien evocaban los siete días del Génesis bíblico, sugerían un proceso natural que implicaba períodos de tiempo mucho más amplios. Según Buffon, la Tierra debería tener una edad mínima de 70.000 años, que si bien es una cifra que dista mucho del cálculo actual de más de 4.500 millones de años, sí representa un paso determinante para llegar a entender que la historia humana es un episodio menor y reciente en una larga cadena de eventos cuya comprensión requería una nueva ciencia: la naciente geología. Entre otros, estaba el reto de explicar cómo rocas que daban pruebas de haber sido formadas en el agua, o fósiles de criaturas marinas, se encontraban en lugares secos y lejanos del océano. Frente a este problema surgieron dos corrientes. El neptunismo, cercano a la narración bíblica del diluvio, suponía que antiguos océanos se habían secado, dejando evidencia de su pasada existencia. Por otra parte, el vulcanismo, argumentaba que en el interior del planeta había materia incandescente que causaba movimientos de tierra en la superficie del fondo del mar, los cuales con el tiempo habrían provocado la elevación de estos terrenos, donde hoy, siendo secos, presentan rastros de origen marino. A finales del siglo XVIII, más allá de si la causa principal de las transformaciones terrestres era el agua (Neptuno) o el fuego (Vulcano), resultaba incuestionable que la Tierra había sufrido una secuencia de grandes cambios y, por lo tanto, vivíamos en un planeta considerablemente antiguo.
Mucho se ha escrito sobre las deudas intelectuales de Charles Darwin y sabemos que son muchas, pero en esta oportunidad le daremos protagonismo a Charles Lyell y su descomunal impacto sobre el pensamiento evolutivo del siglo XIX. Para muchos el padre de la geología moderna, Lyell creyó posible explicar la historia de la Tierra en términos de cambios lentos y graduales que han dejado rastro en el presente.
El título completo del libro de Lyell nos da una idea del alcance de la ciencia que el autor tuvo en mente: Principios de geología: un intento de explicar los cambios de la superficie de la Tierra con referencia a causas hoy en operación. La definición de la disciplina que Lyell ofreció al inicio de su obra dejó claro que se trataba de una ciencia histórica que nos permitiría el placer de imaginar y reconstruir un mundo antiguo: “Geología es la ciencia que se pregunta por los cambios sucesivos que tienen lugar en los reinos orgánicos e inorgánicos de la naturaleza; investiga sobre las causas de dichos cambios (…) Cuando estudiamos historia y comparamos el presente con anteriores estados de la sociedad, logramos una mayor comprensión de la naturaleza humana (…) pero más sorprendentes e inesperadas son las reflexiones que podemos hacer cuando investigamos la historia de la naturaleza”. Lyell concebía la geología como una ciencia histórica que ofrecía las herramientas para viajar en el tiempo y entender el presente, “una ciencia romántica que buscaba penetrar los paisajes del pasado”.
La imagen elegida por Lyell como portada de su obra, que muestra las ruinas de una antigua construcción en la costa napolitana conocida como el templo de Pozzuoli, resulta elocuente. En las columnas del templo se puede apreciar el efecto corrosivo de moluscos marinos que hacen evidente que en el pasado las columnas estuvieron bajo el agua, lo cual implica un movimiento vertical de la superficie terrestre. Para Lyell, estas marcas eran evidencia del gradual hundimiento y elevación de la superficie terrestre causada por actividad volcánica, un ejemplo de los lentos y permanentes cambios en la tierra que dejan huellas en el presente.
Justo antes de zarpar en el H. M. S. Beagle, Darwin recibió del capitán Robert Fitz Roy el recién publicado primer tomo de Principios de geología de Charles Lyell. Como el mismo Darwin lo reconoció en su autobiografía: “Había llevado conmigo el primer volumen de Principios de geología de Lyell, el cual estudié con gran cuidado, y este libro fue de enorme utilidad para mí de diversas maneras”. La obra de Lyell le proporcionó al joven Darwin las preguntas y el lenguaje con el que observó el mundo natural en su viaje alrededor del mundo y definió las bases teóricas para entender la transformación gradual de la superficie de la Tierra y de los seres vivos. Darwin recibió el segundo tomo de Principios en 1832 en Montevideo, en un momento oportuno y de particular inspiración cuando descubría en el sur del continente americano fósiles de animales extintos. El primer capítulo de este segundo volumen tiene el sugestivo título: “Cambios del mundo orgánico: realidad de las especies”. Como lo explicó su autor, en el primer volumen se había ocupado del mundo inorgánico y ahora era necesario hacerle frente a la pregunta por las transformaciones del mundo de los seres vivos. En este segundo tomo el problema de la trasmutación de las especies quedó expuesto con claridad. “Si no extendemos nuestra mirada más allá del estrecho período de la historia humana, la estabilidad de las especies parece incuestionable, pero si nos permitimos pensar en tiempos más largos en los cuales se aprecian grandes cambios en la geografía de la Tierra, podríamos reconocer cómo los descendientes de un ancestro común podrían separarse indefinidamente de su forma original”, escribió Lyell.
La temprana vocación de Darwin por la geología determinó su manera de observar el mundo natural bajo una perspectiva que podemos llamar histórica. Siguiendo a Lyell, Darwin asumió que los vestigios fósiles de animales como armadillos gigantes encontrados en el Nuevo Mundo debieron vivir y extinguirse en una era geológica anterior, reflexionó sobre las causas de su desaparición y concluyó: “… el estudio de la geología de La Plata y la Patagonia nos permite concluir que todas las formas que afectan las tierras provienen de cambios lentos y graduales”.
El origen evolutivo de las especies que propusieron Charles Darwin y Alfred Russell Wallace en el siglo XIX solo fue posible gracias a la geología moderna, que permitió imaginar una escala de tiempo distinta y una Tierra mucho más antigua.