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Chimamanda Ngozi Adichie: los anhelos truncados por la fuerza de las imposiciones

La nueva novela de Chimamanda Ngozi Adichie explora las renuncias y resistencias de mujeres atravesadas por mandatos familiares, religiosos y sociales: qué significa elegir y cuál es el precio de desobedecer.

Mariana Álvarez Barrero

23 de septiembre de 2025 - 05:21 p. m.
Chimamanda Ngozi Adichie nació en 1977 en Nigeria. Estudió comunicación y ciencias políticas en Filadelfia y, posteriormente, cursó un máster en escritura creativa en la Universidad Johns Hopkins de Portland.
Foto: Getty Images - Marcus Ingram
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Despojarse de los sueños para ser lo que se “debía ser”: esa fue la tensión que recorrió “Unos cuantos sueños”, la más reciente novela de Chimamanda Ngozi Adichie. Publicada en septiembre de 2025, tras una prolongada ausencia, la obra desarrolla algunas historias de mujeres empujadas a cumplir con destinos impuestos por la familia, la religión y la sociedad.

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No es casual que Adichie hubiera escrito esta novela en medio de dos pérdidas: la de sus padres, fallecidos durante la pandemia, y la de un mundo que parecía condenado al encierro, la enfermedad y la incertidumbre. “Unos cuantos sueños” no es un libro de lamentos, sino un mapa de renuncias y resistencias, un retrato de mujeres que, entre el deseo y la obligación, se preguntan si alguna vez han tenido la libertad de elegir.

En este relato polifónico, cuatro protagonistas, con trayectorias muy distintas, enfrentan una herida común: la imposición de caminos que limitaron sus decisiones.

Chía, figura central del libro, encarna la vulnerabilidad de quien persigue el amor como horizonte, aun a costa de sí misma. Educada en Estados Unidos y proveniente de una familia nigeriana acomodada, no logra liberarse de la insistencia materna que le reprocha la soltería a los 40.

En sus páginas resuena una confesión que atraviesa la novela: “Me hago vieja, y el mundo ha cambiado y nunca he sido verdaderamente conocida por nadie”: es una suerte de constatación de una vida marcada por la expectativa ajena. Los rasgos centrales de esta historia se trazan con escenas en las que se aceptan migajas de afecto como triunfos y se asume que el amor es terreno de sacrificio.

Su prima Zikora lleva esta contradicción a un plano aún más visible. A los 44 años el embarazo que parece traer plenitud se transforma en abandono: el hombre amado desaparece al saber la noticia. En ese gesto, Adichie se refiere a la ilusión de las certezas y la moral social. Zikora lo resume con crudeza: “Qué escurridiza es la moral, cómo da vueltas y se diluye y cambia en función de las circunstancias.” La frase ilumina la hipocresía de una sociedad que, a sabiendas de las contradicciones de la condición humana, aspira a lo “correcto”.

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Más adelante la novela relata: “Para cuando se planteó congelar óvulos, rondaba los 35 años. ‘Yo a su edad no se lo aconsejaría. Le aconsejaría que empezara por la fecundación in vitro para intentar concebir ya’, dijo el médico mientras ella asentía juiciosamente para disimular su desolación”.

Kadiatou, nacida en un pequeño pueblo de Guinea, representa quizá la dimensión más brutal del control cultural. Marcada por la mutilación genital y forzada a un matrimonio de conveniencia, parece condenada a repetir las cadenas de su comunidad. La migración a Estados Unidos la ilusiona con la libertad, pero pronto ese anhelo se convierte en otra forma de despojo: explotación laboral, abuso sexual y desarraigo. Su encuentro con Chía como empleada doméstica en su casa contrapone dos caras de la experiencia migrante africana: el privilegio y la vulnerabilidad, la posibilidad de elegir y la obligación de sobrevivir.

Omelogor, prima de Chía, es la voz más desafiante de la novela. Decide permanecer en Nigeria, sosteniendo con firmeza su independencia y rechazando las presiones familiares que la empujan a casarse o a adoptar un hijo. Su entorno insiste en que finja ser feliz, y ella responde con una reflexión que condensa el trasfondo del libro: la tristeza está siempre al alcance de la mano, pero para llegar a la esperanza hay que estirarse más. Ese gesto resume la lucha de todas: sostenerse en la elección propia, aun cuando eso implique enfrentar la incomprensión, el aislamiento o el estigma.

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Adichie articula estas cuatro trayectorias sin convertirlas en emblemas simplistas. No aparecen heroínas perfectas ni víctimas pasivas. Lo que emerge es un coro de voces heridas, contradictorias, pero resistentes. La autora muestra que, detrás de cada mandato cultural, se esconde una imposición y, en consecuencia, la posibilidad de una ruptura.

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El contexto pandémico refuerza esa tensión. Al multiplicar los roles domésticos, intensifica la carga del cuidado y agudiza los juicios hacia toda decisión considerada egoísta. Lo que se esperaba de las mujeres durante ese tiempo fue pura entrega y resiliencia. Sin embargo, la novela sugiere el reverso: desgaste, contradicción, gestos mínimos de resistencia.

La escritura acompaña esa mirada. Sin necesidad de grandes artificios, Adichie propone una prosa que no arrastra al lector con giros bruscos, sino con preguntas que persisten: ¿qué significa elegir? ¿Qué precio tenía desobedecer? ¿Hasta dónde es posible sostener los propios sueños cuando todo alrededor dicta el deber ser?

Tal vez por eso la autora habla de esta como su primera novela “de adulta”. La madurez se percibe no solo en el tono, sino también en la manera en que articula lo íntimo y lo político. Si en “Americanah” había ofrecido un retrato amplio de la experiencia migrante y en “Todos deberíamos ser feministas un manifiesto abierto”, aquí lo político se narra en lo cotidiano, en lo aparentemente privado. Adichie parece confiar en que el mínimo detalle en un reproche materno, un silencio en la mesa o una despedida sin retorno ilumine sistemas enteros de opresión.

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En un panorama literario que suele premiar lo estridente, apuesta por lo contrario: la calma que incomoda, la sencillez que hiere, la ternura que no oculta la crítica feroz. Unos cuantos sueños no ofrecen soluciones ni finales redentores. Lo que deja es la intuición de que, para las mujeres, soñar todavía significa enfrentarse a un muro de expectativas ajenas. Y, sin embargo, en ese enfrentamiento también late otra posibilidad: imaginar un modo distinto de habitar el mundo.

La novela cierra como empieza, con la pregunta de si es necesario despojarse de los sueños para seguir lo que se “debe ser”, o si en las grietas, en esas pequeñas desobediencias, puede encontrarse la semilla de un futuro diferente.

Por Mariana Álvarez Barrero

Periodista de la Universidad del Rosario. Apasionada por la agenda global, la literatura y la economía. Además, presentadora de Moneygamia, formato audiovisual de finanzas fáciles de El Espectador.malvarez@elespectador.com
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