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Juan Antonio Roda es uno de los grandes maestros de la plástica colombiana del siglo XX. Nació en Valencia (España, 1921), cursó estudios de Arte en Barcelona y vivió largas temporadas en París. De hecho, fue ahí donde, en 1953, conoció y se casó con María Fornaguera, escritora y educadora colombiana. Un antecedente suficiente para deducir su interés por conocer y luego enamorarse de Colombia, donde se radicó en 1955 y alcanzó a producir sus más memorables obras, tanto en pintura como en obra gráfica. Se nacionalizó en 1970 y representó a Colombia como cónsul general en Barcelona entre 1983 y 1987.
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El interés de Juan Antonio Roda por el grabado llegó por vía de la curiosidad. En su condición de director de la Escuela de Bellas Artes de la Universidad de los Andes, empezó a visitar el taller de grabado donde Umberto Giangrandi oficiaba la cátedra. Fue así como volvió a practicar en 1970 una técnica que ya había ensayado —aunque por breve tiempo— primero en Barcelona, en 1946, y luego en su época de París, entre 1950 y 1955. Pero ya en este país, su disposición por el grabado adquirió proporciones de furor y un sólido entusiasmo, al punto de llevarlo a abandonar temporalmente la pintura. En algunas de sus series de grabados, Roda esconde una anécdota que explica su existencia.
Su primer conjunto de doce planchas (número cabalístico en el que, sin proponérselo, terminaban casi todas sus series), se denominó Retrato de un desconocido (1971) y surgió a raíz de un regalo: el retrato de un ilustre caballero de la época colonial sin nombre y de autor anónimo que colgó en la sala de su casa. Un día, la presencia de esa imagen le sugirió la idea de trabajar el rostro del hombre común, sin ataduras, con una identidad conocida. En realidad era la continuación de una simpatía por el retrato, que en ningún momento —ni siquiera en su etapa de abstracción total— dejó de cultivar. En algunos de ellos, incluso, es fácil advertir su propia imagen dentro de una línea de producción que se remontaba a 1967 con sus Autorretratos.
Si bien en Retrato de un desconocido Roda acusaba una evidente economía de elementos, en la serie subsiguiente, Risa (1972), observamos un enriquecimiento de la imagen a base de pliegues, arabescos texturados y los rostros jóvenes de ojos vendados para enfatizar una risa vigorosa. Hay aquí una intención de inocente erotismo, matizado de cierto misterio. La génesis de esta serie fue también curiosa. Se proyectaba una película del director italiano Elio Petri, cuando en una escena, el personaje observa la fotografía de una muchacha riéndose. La imagen fugaz de esa risa en la pantalla fue el origen del conjunto de rostros juveniles que especulaban sobre el significado y la trascendencia de la risa, esa reacción natural de regocijo por la sorpresa o la diversión. En Roda convivieron de manera armónica la abstracción, a través de un cromatismo emocional y simbólico, con la figurativa, en especial en su obra gráfica, cuyo excepcional ejemplo es el retrato del poeta Arthur Rimbaud, que tengo a la vista desde 1991.
Es quizás en Delirio de las monjas muertas (1973) donde Roda alcanzó su mayor esplendor barroco. Los cuerpos yertos cruzados por líneas diagonales y enmarcados por figuras geométricas poseen un impacto visual de asombroso dinamismo. El tema fue producto del azar. En una visita a la exposición “Arte religioso en la Nueva Granada”, organizada por Francisco Gil Tovar con ocasión del XXIX Congreso Eucarístico Internacional, el artista tuvo la oportunidad de observar las pinturas de monjas y abadesas muertas hechas por José Miguel Figueroa en conventos bogotanos del siglo XIX. Fue una experiencia impresionante contemplar aquellos rostros de rictus fúnebre, trazados de manera rápida sobre una tela donde solo la corona de flores, pintada de manera evidente después del boceto inicial, se destacaba por su buen acabado. Entonces, se propuso llevar a la plancha metálica su versión de este tema que repetía de manera dialéctica entre onírico y erótico, recordando quizá la poesía de santa Teresa de Jesús, en condiciones históricas y resultados artísticos diferentes.
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Una mañana, sin saber concretamente qué iba a hacer, se puso a dibujar un brazo alzado, después trazó un perro que, en actitud agresiva, salta hacia la mano. Más tarde, interesándose por la figura del animal, dibujó un perro que lame el pie de una muchacha muerta de risa. De ahí, poco a poco, fue derivando hacia el argumento de su siguiente serie: Amarraperros (1976). El dramatismo de estos grabados emana de los nudos y cuerdas tensas que cruzan la composición, insinuando una atmósfera de opresión. La libertad ha sido quebrantada por los amarramientos a que están sometidos los integrantes de estas escenas. Pero el pintor que era, además del artista gráfico, volvió a surgir cuando en 1976 empezó a concentrar su atención alrededor de Los objetos del culto, tema que pintó en 27 óleos sobre tela, de los cuales expuso veinte en el Museo de Arte Moderno de Bogotá (MAMBO) en 1979.
Tiempo atrás, en 1961, sin arredrarse ante el peligro de una aventura artística, decidió examinar el potencial del arte abstracto con una serie de pinturas que bautizó Escorial, seguida de Tumbas, con la cual inauguró el MAMBO en 1963. Pero su vocación figurativa volvió a aflorar con los Felipes (1965) y Cristos (1968). Sus temas surgían, no tanto de la admiración que sentía por sus modelos reales o imaginarios, sino por el rechazo a las obsesiones que experimentaba. Eran un intento por sacárselas del sistema, al tiempo que buscaba una explicación de su significado internándose en la creación plástica.
Cuando creyó haber agotado sus fuentes para la pintura, ya fuese abstracta o figurativa, fue el momento crucial para embarcarse en la aventura del grabado en las técnicas del aguafuerte y aguatinta, que supo coronar con éxito en su larga trayectoria artística. Las disciplinas gráficas implican un trabajo manual liberador que le proporcionaban una plataforma para la experimentación estética, lejos de la ilustración, la anécdota o la narración, tan frecuentadas por la pintura convencional.
Sus temas recurrentes han sido una constante en la cultura española: la obsesión por la muerte, el misticismo religioso, los mitos, las creencias populares y el fanatismo que caracteriza nuestra época, así como el ser humano maniatado a la moral, la política o la religión. Una síntesis de todos sus argumentos visuales fue la carpeta Los castigos, que realizó para el MAMBO en 1978. En seis grabados concentró su propuesta de integrar la mitología con la existencia humana y sus vicisitudes cotidianas.
Como buen español, no estuvo Roda exento de la influencia de la fiesta brava. El toreo es una experiencia vital para casi todos sus compatriotas, de ahí que no sea una sorpresa su producción gráfica sobre La tauromaquia (1980). Según Roda, la iniciativa para trabajar el tema, ya transitado por dos grandes maestros españoles: Goya y Picasso, brotó como un relámpago. No tuvo necesidad de consultar a sus predecesores en esta temática, su propia experiencia de juventud fue suficiente. No se trataba de copiar la realidad para trasladarla de manera literal a la obra de arte. Roda tomó algunos elementos que le eran familiares, ya purificados del barroquismo de otras etapas, y con ellos elaboró un lenguaje simbólico reducido a sus ingredientes básicos: el toro y el torero, enfrentados, desnudos ante el peligro, el destino, la vida y la muerte.
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Allí están, casi siempre en primer plano, los fragmentos de una cabeza que embiste, el gesto sostenido de una mano que conjura el peligro, el sudario cuadriculado en atmósferas de tonos luctuosos y claroscuros dramáticos que contrastan con la ausencia de luz solar, que se supone alegra este rito ibérico. En ocasiones son escenas difíciles de captar de un solo vistazo, y algunos hasta parecen composiciones abstractas de manchas negras y blancas, donde el tema se halla apenas esbozado como en una pintura de Antoni Tapies o Franz Kline.
También se observan en La tauromaquia las implicaciones eróticas de ese ballet sensual, subrayado por incisiones violentas de diagonales, salpicaduras, ropajes misteriosos que yacen en la penumbra y, en general, imágenes logradas a base de trazos rápidos y expresivos. Entre 1983 y 1985 exploró un tema de tendencia naturalista que denominó Flora, grabados inspirados en los testimonios gráficos que heredamos de los artistas que documentaron la Expedición Botánica en el territorio de Nueva Granada hacia finales del siglo XVIII.
El maestro Juan Antonio Roda murió el 29 de mayo de 2003 en Bogotá, a los 82 años de edad.
*Escritor, periodista e investigador cultural.