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Cien años de Ray Bradbury, un fragmento de “Fahrenheit 451″

El 22 de agosto de 1920 nació el escritor estadounidense, genio de la ciencia ficción. Hoy lo recordamos con el abrebocas de su novela más clásica.

Ray Bradbury * / Especial para El Espectador
22 de agosto de 2020 - 05:07 p. m.
Ray Bradbury murió el 5 de junio de 2012, en Los Ángeles, California. "Fahrenheit 451" fue publicada en 1953.
Ray Bradbury murió el 5 de junio de 2012, en Los Ángeles, California. "Fahrenheit 451" fue publicada en 1953.
Foto: Archivo

La chimenea y la salamandra

Era estupendo quemar. Constituía un placer especial ver las cosas consumidas, ver los objetos ennegrecidos, cómo cambiaban. Con la boca de latón en sus puños, con aquella gigantesca pitón escupiendo su queroseno venenoso sobre el mundo, la sangre le latía en la cabeza y sus manos eran las de un fantástico director orquestando todas las sinfonías del fuego y de las llamas para destruir los jirones y las ruinas tiznadas de la historia. Con su simbólico casco, en el que aparecía grabado el número 451, firme sobre su impasible cabeza y sus ojos convertidos en una llama anaranjada ante el pensamiento de lo que iba a ocurrir, encendió el deflagrador y la casa quedó rodeada por un fuego devorador que inflamó el cielo del atardecer con colores rojos, amarillos y negros.

El hombre avanzó entre un enjambre de luciérnagas. Le apetecía mucho acercar un malvavisco a la hoguera, como en el antiguo juego, mientras los libros, semejantes a palomas aleteantes, morían en el porche y en el jardín de la casa; mientras los libros se elevaban convertidos en torbellinos incandescentes y los aventaba el aire ennegrecido del incendio. La sonrisa de Montag era la sonrisa feroz de los hombres chamuscados, obligados a retroceder por las llamas. Sabía que, de vuelta en el cuartel de bomberos, se miraría pestañeando en el espejo: un negro de opereta, pintado con corcho ahumado.

Luego, al irse a dormir, sentiría en la oscuridad la feroz sonrisa retenida aún por sus músculos faciales. Esa sonrisa nunca desaparecía; hasta donde alcanzaba a recordar, nunca había desaparecido. Colgó su casco, negro como los escarabajos, y lo limpió, dejó con cuidado su chaqueta ignífuga, se dio una ducha larga y reconfortante y, luego, silbando, con las manos en los bolsillos, atravesó la planta superior del cuartel de bomberos y se dejó caer por el agujero. En el último momento, cuando el desastre parecía seguro, sacó las manos de los bolsillos y frenó su caída aferrándose a la barra dorada.

Se deslizó hasta detenerse, con los tacones a escasos centímetros del pavimento de cemento de la plan ta baja. Salió del cuartel a medianoche y echó a andar por la calle en dirección al metro, donde el silencioso tren, propulsado por aire, se desplazaba bajo tierra por su conducto lubricado y, tras una ráfaga de aire caliente, lo depositaba ante la escalera mecánica que ascendía hasta el suburbio. Silbando, Montag dejó que la escalera lo llevara al exterior, en la quietud de la noche. Anduvo hacia la esquina, sin pensar en nada en particular. Antes de alcanzarla, sin embargo, aminoró el paso: de golpe parecía haberse levantado una racha de viento, era como si alguien hubiese pronunciado su nombre.

En las últimas noches, había tenido sensaciones equívocas respecto a la parte de acera que quedaba al otro lado de aquella esquina, mientras se dirigía a casa bajo la luz de las estrellas. Le había parecido que un momento antes de doblarla allí había habido alguien. El aire parecía cargado de un sosiego especial, como si alguien hubiese aguardado allí silenciosamente, y al acercarse él, se hubiera convertido en una simple sombra para dejarle pasar. Quizá su olfato detectase un débil perfume, tal vez la piel del dorso de sus manos y de su rostro sintiese un aumento de temperatura en aquel punto concreto donde la presencia de una persona podía haberla subido, por un instante, en la atmósfera inmediata, un par de grados.

No había modo de entenderlo. Cada vez que doblaba la esquina, solo veía el pavimento blanco, intransitado, irregular, aunque tal vez una noche sí vio que algo atravesaba fugazmente un jardín, sin darle tiempo a fijarse o a poder decir nada. Pero, esa noche, Montag aminoró el paso casi hasta detenerse. Su subconsciente, de alguna manera, se le había adelantado doblando la esquina y había oído un leve susurro. ¿De respiración? ¿O era la atmósfera comprimida únicamente por alguien que permanecía allí muy quieto, esperando?

Montag dobló la esquina. Las hojas otoñales se desplazaban sobre el pavimento iluminado por la luz de la luna, y la muchacha que allí se encontraba parecía caminar sin apenas tocar el suelo, dejando simplemente que el impulso del viento y de las hojas la empujara hacia delante. Con la cabeza ligeramente inclinada, observaba cómo sus zapatos removían las hojas arremolinadas. Su rostro era delgado y tan blanco como la leche y reflejaba una ligera ansiedad que hacía que lo escrutara todo con insaciable curiosidad. Era una mirada casi de tenue sorpresa; los ojos oscuros estaban tan fijos en el mundo que ningún movimiento se les escapaba. El vestido de la joven era blanco, y la tela susurraba.

Montag creyó oír el movimiento de las manos de ella al andar y luego el sonido casi imperceptible, el blanco rumor de su rostro volviéndose cuando descubrió que estaba a pocos pasos de un hombre inmóvil en mitad de la acera, esperando. Los árboles murmuraban sobre ellos al soltar su lluvia de hojas secas. La muchacha se detuvo y pareció que iba a retroceder, sorprendida; sin embargo, se quedó mirando a Montag con ojos tan oscuros, brillantes y vivos que por un instante él pensó que le había dicho algo realmente maravilloso. Pero sabía que sus labios tan solo se habían movido para decir «hola», y cuando ella fijó su mirada, como hipnotizada, en la salamandra de la manga de él y en el disco con el fénix de su pecho, Montag habló de nuevo.

—¡Claro! —dijo—. Tú eres la nueva vecina, ¿verdad? —Y usted debe de ser... —Ella apartó la mirada de las insignias—. El bombero —añadió con voz apagada. —¡De qué modo tan extraño lo dices! —Lo... Lo habría adivinado con los ojos cerrados —prosiguió ella lentamente. —¿Por qué? ¿Por el olor a queroseno? Mi esposa siempre se queja —replicó él riendo—. Nunca se consigue eliminarlo por completo. —No, en efecto —repitió ella, intimidada.

A Montag le pareció que la muchacha andaba en círculo a su alrededor, que lo examinaba con detenimiento, todo él, sacudiéndolo silenciosamente y vaciándole los bolsillos, aunque en realidad ella no se había movido del sitio. —El queroseno —dijo Montag, porque el silencio se prolongaba— es como un perfume para mí. —¿De verdad le parece eso? —Desde luego. ¿Por qué no? Ella se tomó su tiempo para responder. —No lo sé. —Volvió el rostro hacia la acera que conducía a sus hogares—.

¿Le importa que regrese con usted? Me llamo Clarisse McClellan. —Clarisse. Guy Montag. Vamos pues. ¿Qué haces deambulando por la calle y sola a estas horas? ¿Cuántos años tienes? Caminaron en la noche ventosa, cálida y fresca a la vez por la acera plateada. Se percibía un debilísimo aroma a albaricoques y a frambuesas; Montag miró a su alrededor y cayó en la cuenta de que era imposible que pudiera percibirse ese olor en aquella época tan avanzada del año. La muchacha seguía andando a su lado, con el rostro que resplandecía como la nieve bajo la luz de la luna, y Montag sabía que estaba reflexionando sobre las preguntas que él le había hecho, buscando las mejores respuestas. —Bueno —dijo ella por fin—, tengo diecisiete años y estoy loca. Mi tío dice que ambas cosas van siempre juntas.

Cuando la gente te pregunte la edad, me dice, contesta siempre: «Diecisiete años y loca». ¿Verdad que es muy agradable pasear a estas horas? Me gusta ver y oler las cosas, y a veces permanecer levantada toda la noche, caminando, y contemplar la salida del sol. Volvieron a avanzar en silencio y finalmente ella dijo en tono pensativo: —¿Sabe?, no me causa usted ningún temor. Él se sorprendió. —¿Por qué habría de causártelo? —Hay mucha gente que tiene miedo, miedo a los bomberos, quiero decir. Pero, al fin y al cabo, usted no es más que un hombre... Montag se vio en los ojos de ella, suspendido en dos brillantes gotas de agua, oscuro y diminuto, pero con gran detalle, incluso los pliegues en las comisuras de su boca, todo en su sitio, como si los ojos de la muchacha fuesen dos extraordinarios pedacitos de ámbar violeta que pudiesen capturarlo y conservarlo intacto.

El rostro de la joven, vuelto ahora hacia él, era un frágil cristal de leche que emitía de su interior una luz suave y constante. No se trataba de la molesta luz de la electricidad, sino de... ¿De qué? Sino de la agradable, extraña y vacilante luz de una vela. Una vez, cuando él era niño, durante un corte de suministro eléctrico, su madre había encontrado y encendido la última vela que tenían; entonces se habían sentido muy próximos el uno del otro. Esa tenue iluminación había hecho que el espacio perdiese sus vastas dimensiones y se cerrase, envolvente, a su alrededor, madre e hijo, solo ellos, transformados, esperando que la electricidad no volviese quizá demasiado pronto...

—¿No le importa que le haga preguntas? —dijo de pronto Clarisse McClellan—. ¿Cuánto tiempo lleva trabajando de bombero? —Desde los veinte años, ahora hace ya diez. —¿Lee alguna vez alguno de los libros que quema? Él se echó a reír. —¡Está prohibido por la ley! —¡Oh! Claro... —Es un buen trabajo. El lunes quema a Millay, el miércoles a Whitman, el viernes a Faulkner, conviértelos en ceniza y luego quema las cenizas. Este es nuestro lema oficial. Siguieron caminando y la muchacha preguntó: —¿Es verdad que hace mucho tiempo los bomberos apagaban incendios en vez de provocarlos? —No. Las casas han sido siempre ignífugas. Puedes creerme.

—¡Es extraño! Una vez oí decir que hace muchísimo tiempo las casas se quemaban por accidente y hacían falta bomberos para sofocar las llamas. Montag se echó a reír. Ella le lanzó una rápida mirada. —¿Por qué se ríe? —No lo sé. —Soltó una carcajada—. ¿Por qué me haces esa pregunta? —Ríe sin que yo haya dicho nada gracioso y contesta inmediatamente. Nunca se para a pensar en lo que le pregunto. Montag se detuvo. —Eres muy extraña —dijo, mirándola—. ¿Ignoras qué es el respeto? —No pretendía ser grosera. Lo que ocurre es que me gusta demasiado observar a la gente, supongo. —Bueno, ¿y esto no significa algo para ti? Montag se tocó el número 451 bordado en su manga color carbón. —Sí —susurró Clarisse.

Aceleró el paso—. ¿Ha visto alguna vez los coches retropropulsados que bajan esta calle a toda velocidad? —¡Estás cambiando de tema! —A veces pienso que sus conductores no saben cómo es la hierba, ni las flores, porque nunca las miran con detenimiento —dijo la muchacha—. Si le mostrase a uno de ellos una borrosa mancha verde, diría: «¡Oh, sí, es hierba!». ¿Una mancha de color rosado? «¡Es una rosaleda!». Las manchas blancas son casas. Las manchas pardas son vacas. Una vez mi tío condujo len ta mente por una carretera. Condujo a sesenta y cinco kilómetros por hora y lo encarcelaron durante dos días. ¿No es gracioso, y triste a la vez?

—Piensas demasiado —dijo Montag, incómodo. —Casi nunca presto atención a la televisión mural, ni voy a las carreras o a los parques de atracciones. Así pues dispongo de muchísimo tiempo para dedicarlo a mis absurdos pensamientos, supongo. ¿Ha visto los carteles de sesenta metros de largo que hay fuera de la ciudad? ¿Sabía que hubo una época en que los carteles solo tenían seis metros de largo? Pero los automóviles empezaron a correr tanto que hubo que alargar las vallas publicitarias, para que pudieran verse. —¡Lo ignoraba! —exclamó él con una brusca carcajada. —Apuesto a que sé algo más que usted desconoce. Por las mañanas la hierba está cubierta de rocío.

De pronto, Montag no pudo recordar si sabía aquello o no, lo que le molestó bastante. —Y si se fija —prosiguió Clarisse, señalando con la barbilla hacia el cielo—, hay un hombre en la luna. Hacía mucho tiempo que él no miraba el satélite. Recorrieron en silencio el resto del camino: ella, pensativa; él, irritado e incómodo, acusando el impacto de las miradas inquisitivas de la muchacha. Cuando llegaron a la casa de ella, todas las luces estaban encendidas. —¿Qué sucede? Montag raras veces había visto tantas luces encendidas en una casa. —¡Oh! ¡Son mis padres y mi tío que están sentados, charlando! Es como pasear a pie, aunque más extraño aún. A mi tío lo detuvieron una vez por ir caminando. ¿Se lo había contado ya? ¡Oh! Somos una familia muy rara. —Pero ¿de qué charlan? Al oír la pregunta, la muchacha se echó a reír. —¡Buenas noches! Empezó a caminar por el sendero que conducía a su casa. Después, pareció recordar algo y regresó para mirar a Montag con expresión intrigada y curiosa. —¿Es usted feliz? —preguntó. —¿Que si soy qué? —replicó él. Pero ella se había marchado, corriendo bajo la luz de la luna. La puerta de la casa se cerró con suavidad.

* Se publica por cortesía de Penguin Random House Grupo Editorial, sello Debolsillo.

Por Ray Bradbury * / Especial para El Espectador

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