La puerta giratoria de la realidad y la imaginación
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Cuando, en 1982, Irene Papas asumió el papel de la abuela desalmada en la filmación de la película “Eréndira”, bajo la dirección del brasileño Ruy Guerra, Gabriel García Márquez tuvo una especie de revelación, pues notó que la actriz griega había logrado replicar no al personaje de ficción que él había inventado, sino a la mujer desalmada de la vida real que había inspirado su relato. Este hecho lo llevó a verificar una vez más que “la realidad termina por imponerse a la fuerza sobre cualquier tentativa mistificadora de la imaginación” (Notas de prensa 448). Lo que sucede entre Irene Papas y las dos versiones de abuelas desalmadas ratifica la existencia de una puerta giratoria entre realidad e imaginación, sobre todo en las fronteras físicas y mentales de América Latina, lo cual constituye la materia prima de las historias que vivió, conoció y escribió García Márquez.
Sin entrar en discusiones teóricas, sus reflexiones sobre las relaciones entre literatura y realidad lo llevaron a proponer, primero, que el destino y la gloria de los artistas es, con humildad, imitar la realidad lo mejor que sea posible (Notas de prensa 172). Luego, a adjudicarle a ella, — la realidad es quien mejor escribe —, y no a la imaginación, todos los méritos de la creación literaria. Según él, en América Latina, “Poetas y mendigos, guerreros y malandrines, todas las criaturas de aquella realidad desaforada hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación, porque el desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida” (Yo no vengo 25).
De acuerdo con Arturo Uslar-Pietri, quien propuso el uso del término realismo mágico en 1949, el denominador común de la creación literaria en los escritores latinoamericanos, sobre todo en la primera mitad del siglo XX, es la consideración del hombre como misterio en medio de datos realistas, lo que los conduce a que su arte sea como una adivinación o una negación poética de la realidad (Uslar-Pietri 287). La evolución de la noción de realismo mágico ha implicado abordajes desde diferentes perspectivas teóricas, históricas, ideológicas y antropológicas y “Cien años de soledad” ha estado en el centro de estas consideraciones. De acuerdo con Steven Boldy, innumerables testimonios de escritores y académicos concuerdan en que esta novela es, al mismo tiempo, el texto donde los latinoamericanos mejor han podido reconocer su propia realidad social, cultural e histórica y en donde una generación de lectores y críticos europeos y norteamericanos consiguió hacerse a una idea de la realidad mágica de un continente exótico (Boldy 258).
El norteamericano Fredric Jameson, extrapolando la noción a terrenos del cine, llegó a considerar el realismo mágico como una posible alternativa a la lógica narrativa del posmodernismo (Jameson 302). Algunos autores latinoamericanos, cuya producción es posterior al llamado boom, aportaron más tarde a la discusión en un intento tanto de implementar patrones propios, y no esquemas europeos o norteamericanos, como de posicionarse generacionalmente. El término para ellos se había vuelto inadecuado como consecuencia de los cambios sociales, políticos y culturales debidos a procesos de globalización y a la irrupción de nuevas tecnologías e industrias de entretenimiento. Era necesario, por tanto, dar cuenta de otro tipo de realidad virtual en el que la magia parecía estar apagada. Tal es el caso de lo hecho hacia finales del siglo XX por parte de grupos como McOndo o El Crack. Como sea, y a despecho de las diferentes encarnaciones que puedan asumir la realidad, sus formas artísticas de representarla y los modelos teóricos usados para entender tales representaciones, la relación entre imaginación y realidad planteada por García Márquez continúa teniendo validez.
La determinación de Villalba Ospina de ilustrar al aguafuerte la novela “Cien años de soledad” bien podría representar una confirmación más de este hecho, más aún cuando su aproximación prescinde, a propósito, del abrumador y extenso aparato crítico disponible y privilegia una indagación directa e instintiva del texto y de las huellas físicas de sus orígenes. Villalba Ospina consigue así registrar en sus grabados la esencia de los presupuestos poéticos de García Márquez, al punto que él y la propia travesía de su trabajo parecen formar parte de una ficción que el mismo autor hubiera podido haber escrito. Aquí se espera mostrar cómo el proyecto artístico de Villalba Ospina, al tenor de los vaivenes entre imaginación y realidad y con el trasfondo de algunos de los hechos más significativos de la trágica y convulsionada historia de Colombia, se convierte en un logro estético que se encuentra y se complementa con la superstición, los presagios, los personajes y la realidad mágica de la obra maestra de García Márquez.
Las cosas y las personas que retornan
Una de las manifestaciones más contundentes del carácter intercambiable de la realidad y la imaginación en la conciencia individual y colectiva y en la creación artística de América Latina tiene que ver con la preeminencia de la superstición y de los presagios sobre los procesos más racionales y lógicos. García Márquez y muchos de sus personajes son susceptibles a particulares creencias y proclives a anticipar muchos acontecimientos, desde hechos puramente triviales a desenlaces trascendentales. En “Cien años de soledad” el coronel Aureliano Buendía es un buen ejemplo de estos poderes. En el capítulo 1, a la edad de tres años, advierte a su madre que una olla hirviendo, que ella ha colocado con mucho cuidado, se va a caer antes de que el hecho suceda. En el capítulo 3, dice que alguien va a venir, anticipando la llegada de Rebeca. En el capítulo 7, avisa a todos de la pronta muerte de su padre (“Cuiden mucho a papá porque se va a morir”), a lo que Úrsula replica que “si Aureliano lo dice, Aureliano lo sabe” (Cien años 121).
Por otra parte, es muy conocida la historia de la premonición que, estando en Venezuela en enero de 1958, tuvo García Márquez sobre el golpe de estado contra el dictador Marcos Pérez Jiménez: Le dijo a Plinio:
“Mierda, tengo la impresión de que algo va a ocurrir”. Y añadió misteriosamente que todos procuraran estar atentos y cuidarse. Minutos después estaban asomados a las ventanas viendo los bombardeos que rozaban los tejados de la ciudad y escuchando el sonido de ráfagas de metralleta (Martin 272).
Gran parte de esa facultad especial de adivinación parece basarse en una singular y aguda comprensión de las dinámicas culturales, sociales, políticas y militares de la historia de Colombia y de América Latina. De acuerdo con estas dinámicas, los hechos y las personas se repiten de manera periódica como si se tratase de epidemias o cometas que retornan puntual e inexorablemente. Por tanto, la lectura que hace el autor colombiano de la historia le permite, a la usanza de un aventajado astrónomo o epidemiólogo, interpretar lo que sucede y cifrar en su escritura no solo lo que ocurrió, sino también, con muy poco margen de error, lo que ocurrirá. El discurrir cíclico, incluso monótono, de injusticias, trampas, exclusiones y soledad, hace que los presagios conecten lo real y lo imaginario de manera fluida y natural.
Tómese por ejemplo el caso del tratado de Neerlandia que, en octubre de 1902, empezó a sellar el fin de la guerra civil colombiana de los mil días. Al agotamiento de todos, a las promesas vacías y a los posteriores incumplimientos por parte de los negociadores conservadores siguió la ruina económica, la separación de Panamá y la persecución y el ostracismo de los derrotados liberales. Esto es representado en “Cien años de soledad” a través del desencanto del coronel Aureliano Buendía y de los asesinatos sistemáticos de dieciséis de sus diecisiete hijos. Algo similar sucedió ochenta años después cuando un intento de tratado de paz del Estado colombiano con agrupaciones guerrilleras, además de no seguir adelante, terminó con el exterminio de por lo menos cuatro mil militantes de la Unión Patriótica, el partido político que se había formado para permitir el ingreso de los insurgentes a la vida pública de la nación. Cuando en 2016 se firmó por fin la paz entre el Estado colombiano y la agrupación guerrillera de las FARC, la historia de incumplimientos, pérdidas y exterminios empezó a suceder una vez más. Y el proceso sigue, como si la firma del tratado, en el capítulo 9 de la novela, fuese más un oscuro pronóstico de lo que seguirá ocurriendo que una dramatización de lo que sucedió. “Ya esto me lo sé de memoria”, dice en algún momento del capítulo 10 Úrsula Iguarán. Y agrega que “Es como si el tiempo diera vueltas en redondo y hubiéramos vuelto al principio” (Cien años 165). Piénsese también en el holocausto del Palacio de Justicia, sucedido en noviembre de 1985, que también es anticipado en detalle en un pasaje de El otoño del patriarca, novela originalmente publicada en 1975:
“…una coincidencia terrorífica que terminó aquella semana con un asalto de corsarios al senado y a la corte de justicia ante la indiferencia cómplice de las fuerzas armadas, arrancaron de raíz la casa augusta de nuestros próceres originales cuyas llamas se vieron hasta muy tarde en la noche desde el balcón presidencial…“(El otoño 105)
La aventura de Villalba Ospina para ilustrar la novela de García Márquez está en sintonía con esos presupuestos de soledad y de retorno y cumplimiento obstinado de presagios.2 Los hechos que desembocan en el holocausto del Palacio de Justicia empiezan a marcar la confluencia decisiva del artista, el escritor y la novela. Por el tiempo en que Villalba Ospina empezó sus estudios universitarios, García Márquez había vuelto a vivir en Colombia después de más de veinte años de haber estado radicado, en distintos momentos, en Francia, Venezuela, Estados Unidos, México y España. Sin embargo, en las últimas semanas de marzo de 1981 fue alertado por amigos de que el gobierno colombiano había dictado una orden de captura en su contra. El autor Gerald Martin afirma que el 20 de marzo de ese año, durante una gala organizada por la embajada francesa en Bogotá, García Márquez se enteró, por medio de una conversación con el también escritor colombiano Juan Gustavo Cobo Borda, que el entonces presidente Julio César Turbay Ayala iba a anunciar la ruptura de relaciones con Cuba. Y que, en ese momento, además, “el gobierno trataba de vincularlo al movimiento guerrillero M-19, que a su vez se relacionaba con Cuba”. Martin agrega que García Márquez “posteriormente dijo a reporteros mexicanos que había oído hasta cuatro versiones distintas de que el ejército colombiano planeaba matarlo” (Martin 463).
Tan rápido como fue posible, en la noche del 26 de marzo, García Márquez se refugió con Mercedes Barcha, su esposa, en la sede de la embajada mexicana en Bogotá. De allí, escoltados por María Antonia Sánchez Gavito, la embajadora, salieron la mañana siguiente hacia el aeropuerto El Dorado para tomar un vuelo hacia el exilio en México (El Espectador, 27 de marzo de 1981). Unos días después, el 8 de abril, García Márquez publicó su explicación sobre el penoso incidente de su salida del país en una columna de prensa que tituló “Punto final a un incidente ingrato” (Notas de prensa 121-7). En ella el colombiano expone las circunstancias de cómo se enteró de la orden de captura y de la complicidad del periódico El Tiempo con las maniobras del gobierno y las fuerzas militares de Colombia para hacerla efectiva. En medio del lanzamiento de su novela “Crónica de una muerte anunciada”, este matutino, junto con otro sector de la prensa oficial, se encargó de difundir la tesis de que el exilio de García Márquez no era más que un ardid publicitario, parte de una estrategia para, al tiempo, hacerle propaganda al libro y desprestigiar al estado colombiano. Se daba además como cierta en esos medios la colaboración del escritor con el régimen cubano y con la guerrilla del M-19, a partir de coincidencias entre un viaje a La Habana del colombiano y el desembarco de cien guerrilleros, provenientes de Cuba, en el sur de Colombia entre enero y febrero de 1981.4
La llegada a la presidencia en agosto de 1982 del conservador Belisario Betancur representó una nueva oportunidad para la paz y las negociaciones con las fuerzas subversivas, ochenta años después del tratado de Neerlandia, como ya se señaló. Como uno de sus actos simbólicos para refrendar la seriedad de sus propósitos, el gobierno de Betancur derogó las causas judiciales en contra de García Márquez y lo invitó a regresar al país. Este hecho estuvo favorecido además por la consagración universal del escritor, quien en octubre de 1982 fue anunciado como ganador del premio Nobel de literatura.
Sin embargo, ante los continuos tropiezos de ese proceso de paz, que se seguía dilatando, el M-19 decidió hacer un juicio público por traición al mandatario. Para esto, en noviembre de 1985, uno de sus comandos realizó una toma violenta de las instalaciones del Palacio de Justicia en donde los magistrados de las altas cortes sesionaban. Esta incursión representó la intersección trágica de varios de los más históricos actores del conflicto colombiano. Informes posteriores indican que supuestamente el M-19 tuvo respaldo económico de organizaciones criminales de narcotraficantes para poder realizar la toma (Gómez Gallego, Herrera Vergara y Pinilla Pinilla 311-20). La respuesta del ejército colombiano, por otra parte, conocida como la retoma, entró en una comparable espiral de demencia al ataque del grupo guerrillero. El trágico resultado de esa acción fue el incendio y la total destrucción del Palacio, tal como es descrito en “El otoño del patriarca”. Cerca de cien personas entre magistrados, guerrilleros, militares y civiles murieron o desparecieron. Todavía hoy se trata de recuperar e identificar cuerpos de personas desaparecidas durante ese enfrentamiento (Gómez Gallego, Herrera Vergara y Pinilla Pinilla 175-260).
Confluencias
Como una macabra comprobación del carácter cíclico de la historia colombiana, en ese momento confluyeron elementos de otros tres de sus eventos más significativos: el grito de independencia de 1810, la masacre de las bananeras de 1928 y el Bogotazo de 1948. La actuación de las fuerzas armadas el 6 y 7 de noviembre de 1985 guarda escalofriantes similitudes con su desempeño el 5 y 6 de diciembre de 1928, cuando sucedieron los hechos de las bananeras, una de las referencias y de los ejes temáticos principales de “Cien años de soledad”. En 1928, después de una serie de huelgas, los trabajadores de la compañía bananera de la United Fruit Company en la población de Ciénaga, cerca a Santa Marta, fueron masacrados por el ejército de Colombia. El 9 de abril de 1948, mientras tanto, el asesinato en la ciudad de Bogotá del líder y candidato liberal a la presidencia Jorge Eliécer Gaitán desencadenó una revuelta popular, en que también fue atacado e incendiado el Palacio de Justicia (Braun 215), que fue sofocada por la acción combinada de la lluvia, los saqueos, los francotiradores y el ejército. En los tres casos del siglo XX —1928, 1948 y 1985—, a la irreflexión y a la violencia indiscriminada por parte de la fuerza pública siguieron años de encubrimiento y olvido oficial.
El episodio del Bogotazo reviste un ángulo especial porque García Márquez lo vivió en carne propia, pues para entonces estudiaba derecho en la Universidad Nacional de Colombia, la misma institución a la que ingresaría en 1981 Villalba Ospina. En el momento del magnicidio el futuro escritor se encontraba almorzando en la pensión donde vivía, la cual estaba ubicada a escasos metros de donde cayó Gaitán. Los capítulos 15 y 16 de “Cien años de soledad” presentan una condensación de la masacre de Ciénaga con la lluvia bogotana, otra de las protagonistas del 9 de abril. Por otra parte, los cuerpos que en diciembre de 1928 fueron colocados en los doscientos vagones de un tren para ser arrojados al mar, corresponden a los que, en abril de 1948, días después de sofocada la revuelta, estaban dispuestos en los pisos del Cementerio Central de Bogotá para que los familiares que apenas podían salir de sus encierros los reconocieran. Afirma García Márquez que el mismo 9 de abril:
“Ya entonces era incalculable el número de muertos en las calles, y de los francotiradores en posiciones inalcanzables y de las muchedumbres enloquecidas por el dolor, la rabia y los alcoholes de grandes marcas saqueados en el comercio de lujo” (Vivir para contarla 351)
Téngase en cuenta además que fue precisamente el entonces joven parlamentario Jorge Eliécer Gaitán quien en septiembre de 1929 organizó un debate en el congreso de la República en torno a los sucesos de la zona bananera en donde demostró la responsabilidad del Estado en la muerte de los trabajadores. García Márquez afirma en sus memorias que Gaitán había sido “uno de los héroes de mi infancia por sus acciones contra la represión de la zona bananera, de la cual oí hablar sin entenderla desde que tuve uso de razón” (Vivir para contarla 251). Escribe Gerald Martin que Gaitán,
“Después de visitar el escenario de la matanza y hablar con decenas de personas, a su regreso a Bogotá elaboró un informe y habló ante la Cámara de Representantes durante cuatro días en septiembre de 1929. Las pruebas más dramáticas que llevaba consigo eran el fragmento del cráneo de un niño y una carta acusatoria del padre Angarita, el hombre que bautizaría a Gabriel García Márquez sólo unos meses más tarde” (Martin 71).
Es por tanto plausible afirmar que fueron los hechos que rodearon el asesinato de Gaitán los que le ayudaron a García Márquez a entender la masacre de las bananeras. De repente, en medio de la rabia, la confusión, los disparos, los saqueos y la lluvia, vio con claridad no solo lo que estaba ocurriendo, sino también lo que había sucedido en 1928. Y a partir de esa comprensión empezó a tener una mejor noción de las dinámicas del poder en su país y de lo que sin duda iba a volver a suceder.
Cuando terminaron los operativos militares de la toma del Palacio de Justicia en 1985, los pocos sobrevivientes rescatados fueron conducidos a la vecina Casa del Florero, un museo que conmemora el grito de independencia de Colombia y que, dada su ubicación estratégica, fue adecuado como centro de operaciones del ejército durante la toma. De la mayoría de ellos nunca se volvió a saber nada. La misma casa donde el 20 de julio de 1810 funcionaba el establecimiento comercial del ciudadano español José González Llorente fue adaptada tiempo después, en 1960, como museo de la independencia. Pero en 1810 el pretexto de pedirle prestado al comerciante un florero para adornar una mesa en un banquete que se ofrecía al ilustre visitante Antonio Villavicencio, Francisco Morales y su hijo Antonio propiciaron ese 20 de julio un enfrentamiento público entre criollos y españoles que condujo a la declaración de independencia del entonces virreinato de la Nueva Granada de la corona española.
Villalba Ospina no dejó de notar esas confluencias mientras seguía por radio y televisión los hechos de la toma y veía imágenes de tanques de guerra atacando el palacio y de la Casa del Florero convertida en cuartel y prisión. No hacía mucho que había tratado de reconstruir lo que debieron ser los últimos pasos de Gaitán, también héroe de sus padres, y había terminado su recorrido meditando en el destino trágico de su país en frente de la puerta de ese museo. Fue por medio del holocausto del Palacio de Justicia que Villalba Ospina pudo entender el 9 de abril. Y la masacre de las bananeras. Y el tejido de su propia historia.
Los almendros de Macondo y las confabulaciones contra la muerte
En medio del olvido y la indiferencia que siempre terminan por imponerse, Villalba Ospina logró graduarse en 1987 del programa de Bellas Artes. Su principal y casi única preocupación era conseguir un trabajo que le permitiera pagar la construcción y el mantenimiento de su propio taller de artista, así como la adquisición del material necesario para su arte: ya había decidido que se iba a dedicar para siempre al grabado al aguafuerte. La decisión tenía que ver, entre muchas otras razones, con el impacto que habían producido en él los trabajos al aguafuerte de reconocidos artistas como Goya, Rembrant y Durero. Pero lo que más lo convenció fueron las ilustraciones para el Quijote, Las mil y una noches y la Biblia hechas por el francés Gustave Doré.
Pronto tuvo la suerte de conseguir su primer empleo estable. Una muy pudiente familia colombiana lo contrató para hacer trabajos de restauración artística de una colección de muebles chinos del siglo XIX que habían adquirido. A medida que su trabajo de restauración progresaba, Villalba Ospina tomó dos decisiones estratégicas. Primero, con el dinero que empezó a ahorrar, y con mucha determinación y disciplina, le pagó a un experto para que construyera una prensa de grabado que él mismo había diseñado; y luego arregló con sus empleadores para que una parte de su salario le fuese dada en material para sus grabados. La razón para estos movimientos es que había decidido echar a andar el proyecto de hacer cien grabados para “Cien años de soledad”. En cierta forma, el haber comprobado el poder de las ilustraciones de Doré para la edición francesa del Quijote de 1860 lo persuadió de intentar algo parecido con la novela de García Márquez.
Con el propósito de documentar de la mejor manera posible su trabajo, viajó a Aracataca, la pequeña población de la región Caribe colombiana donde nació García Márquez que sirvió como una de las inspiraciones para Macondo. Allí, en silencio, estudió y dibujo bocetos de las casas de barro y cañabrava y pudo comprobar con sus propios ojos la precisión de la descripción del capítulo 1 de la novela. También hizo dibujos de los árboles, los pájaros y la gente. De repente, parte de Macondo estaba a su alcance. Era como si pudiese recorrer sus calles y sentir su espíritu. Su travesía parece una recreación del episodio del capítulo 19 de la novela donde se describe la primera vez que, para satisfacer su curiosidad, Aureliano Babilonia decide salir de su encierro y conocer su propio pueblo.
Villalba Ospina visitó muchas más veces la población durante esos años de preparación. El camino entre Bogotá y Aracataca siempre tenía como punto intermedio a Cartagena de Indias, la ciudad donde la familia García Márquez terminaría estableciéndose. Allí pudo reunirse con Jaime y Margot, dos de los hermanos menores del escritor. Versiones más jóvenes de ellos aparecen con sus propios nombres como personajes de “Crónica de una muerte anunciada”. En una ocasión Villalba Ospina atendió una invitación de Jaime García Márquez para discutir su proyecto. Jaime llegó ese día a la cita con un amigo a quien presentó como José Stevenson. Stevenson le explicó a Villalba Ospina que él era la persona de la vida real detrás del personaje del coronel Gregorio Stevenson en “Cien años de soledad”. Se puede afirmar entonces que el trabajo de investigación y documentación de Villalba Ospina fue tan riguroso que incluyó entrevistas con personajes de García Márquez.
Con todos estos preparativos, ya estaba listo para ejecutar su plan. Decidió que para ilustrar la novela hacían falta ciento veinte y no cien grabados. Escogió entonces ciento veinte episodios, seis por capítulo, que estimó representarían el espíritu de la novela y darían cuenta de ella. Con mucho entusiasmo y paciencia empezó a trabajar y a dominar los secretos del arte de ilustrar al aguafuerte. Durante casi seis años el artista bogotano permaneció encerrado en su estudio. Aunque se negaba a admitirlo, su principal motivación era que un día García Márquez pudiese ver sus grabados. Sin embargo, a finales de la década de los años 1990, cuando su proyecto estaba lejos de ser terminado, el artista se enteró que el escritor había sido diagnosticado con un cáncer linfático. Hubo mucha especulación en ese momento en los medios de comunicación sobre su inminente muerte. Incluso muchos obituarios fueron escritos y publicados en anticipación a ese doloroso final. La sola idea de que su gran sueño ya no iba a suceder representó el principal contratiempo de su trabajo. Para retomar sus tareas era necesario enfrentar y conciliar esos pensamientos de forma definitiva. El bogotano afirma que entonces experimentó lo más parecido a un despertar espiritual. Sostiene que tuvo una conversación con la muerte en la que le pidió clemencia y más años de vida para García Márquez y para él mismo, de manera que sus grabados pudiesen ser completados y el escritor pudiese tener ocasión de verlos.
La soledad al aguafuerte
Cada uno de los grabados representa imágenes y episodios de la novela que intentan capturar visualmente el mundo mágico y eterno de García Márquez. Pero también, detrás de muchos de ellos, hay guiños particulares a Durero, Rembrant y Goya. Por ejemplo, en el grabado del episodio de Remedios, la bella, las piernas de la Eva del grabado “Adam and Eve” (1504) de Durero (Silver y Chipps Smith 89) sirven como modelo para representar el ascenso al cielo de la joven. Villalba Ospina decidió no representar el rostro de Remedios por temor a que él mismo corriera la suerte trágica de los admiradores de la joven en la novela.
La obra de Doré, sin embargo, es la referencia más presente en los grabados de “Cien años de soledad”. Detalles de composición y otros recursos técnicos, como tramas, líneas y fondos, que el bogotano tomó del francés, le ayudaron a crear las atmósferas para muchas de sus ilustraciones.
Los grabados remiten a secuencias de historias dentro de historias que contribuyen a enrarecer los contornos de la realidad y la imaginación. La conversación de Villalba Ospina con la muerte está inspirada en la visita de la muerte a Amaranta Buendía en la novela (capítulo 14) y se confunde con ella. La muerte no le dijo a Amaranta cuándo se iba a morir, sino que le ordenó empezar a tejer su propia mortaja y le advirtió que moriría al anochecer del día en que la terminara, motivo por el cual Amaranta teje y desteje su mortaja para de este modo prolongar su existencia.
La huelga y posterior masacre de los trabajadores de la compañía bananera, incluidas en el capítulo 15, son representadas por Villalba Ospina por medio de una locomotora que arrastra un tren entrando en un mar turbulento; el humo del vapor de la locomotora se convierte en un sol siniestro que ilumina cabezas decapitadas que miran aterrorizadas desde la espesura del follaje. Este grabado tiene además un significado muy especial porque en 2008 Carmen Balcells, la agente literaria de García Márquez y una de las personas más influyentes en la carrera de Villalba Ospina, aprobó una limitada edición ilustrada de la novela que incluía sesenta de los grabados. El propio García Márquez escogió esta imagen como portada de esa edición (Cien años de soledad. Edición ilustrada).
En el capítulo 9, una tarde de agosto, en medio de una tregua en la guerra para adelantar negociaciones de paz, el coronel Gerineldo Márquez acudió a un llamado telegráfico del coronel Aureliano Buendía después de que Amaranta rechazara su propuesta de matrimonio. El texto completo del diálogo entre los dos coroneles es traducido por Villalba Ospina de vuelta a clave Morse y así, alrededor de esa caligrafía de puntos y rayas, construye uno de los grabados más memorables de la colección.
Adelante con el delirio
En 2011 Carmen Balcells aprobó el siguiente proyecto asociado con el trabajo del bogotano. Se trata de la edición de bibliófilo de la novela, con la inclusión de todos los grabados más páginas y letras capitulares, lo que implicó la creación de cincuenta y cinco nuevos grabados. Villalba Ospina primero envió un capítulo de prueba por correo y después se desplazó a Barcelona para cerrar el acuerdo. Balcells, luego de señalar algunos aspectos tipográficos de su preferencia con relación al tamaño de la fuente y a los espacios entre las letras, le espetó al artista, a manera de aceptación, una sentencia tan elogiosa como comprometedora: “Sigue adelante con tu delirio”, le dijo.
Y en realidad este nuevo proyecto es muy parecido a un delirio. Se trata de un trabajo hecho con herramientas y máquinas de impresión tipográfica de tradición manual del siglo XIX, con papel de algodón hecho a mano y sobre páginas de un cuarto de pliego de dimensión (50x35 cm). Las 564 páginas de esta edición de la novela, que deben ser impresas una por una para cada libro, con los textos y con todos los grabados, se agrupan en cuatro tomos. Cada tomo, encuadernado a mano por supuesto, consta de cinco capítulos. Una vez los cuatro tomos son empastados, se guardan en un estuche de madera, también diseñado por Villalba Ospina, que además de protegerlos sirve como atril. La elaboración de uno solo de estos libros toma alrededor de veinte días de trabajo. El delirio debería terminar cuando se completen ciento diez libros. Hasta ahora se han terminado veinte, de manera que quedan dos mil quinientos treinta y ocho días de trabajo para cumplir el objetivo. O sea, seis años, once meses y dieciocho días. En su estudio, el Taller Bosque Primario, Villalba Ospina trabaja obstinadamente y en silencio, tejiendo y destejiendo sus grabados, como si hiciera pescaditos de oro en un taller de orfebrería o en un laboratorio de alquimia, o descifrara pergaminos fundamentales en un recinto que desafía las dimensiones del tiempo y el espacio.
Sin duda el momento más importante en la vida de Villalba Ospina sucedió cuando fue invitado por la organización Casa de las Américas a presentar su trabajo en La Habana, Cuba, en diciembre de 2005. De repente, el día de la inauguración, apareció García Márquez. El tiempo se detuvo para el bogotano. El escritor contempló cada uno de los grabados como si estuviese pasando las páginas de su propio álbum familiar. Pudo reconocer la casa de su infancia y personajes y episodios de su novela. Parecía genuinamente feliz, interesado, impresionado y agradecido. Cuando todos los visitantes, las personalidades y los representantes de los medios de comunicación estuvieron en frente del grabado número ciento veinte, Villalba Ospina se atrevió a abordar a García Márquez y le dijo: “Soy Pedro Villalba Ospina, la persona que hizo los grabados al aguafuerte para ‘Cien años de soledad’”. Entonces ambos se dieron la mano y se abrazaron en silencio. Y tuvieron una conversación privada.
Villalba Ospina no recuerda muy bien lo que apenas pudo murmurar. Pero jamás olvidará lo que García Márquez le dijo. El autor de “Cien años de soledad” sostuvo que la única recompensa que tiene la escritura es la promesa de la aparición de por lo menos un lector; y que Villalba Ospina, quizás, era un lector privilegiado que la novela había estaba esperando encontrar algún día. Luego, contemplando las manos del bogotano, el escritor dijo que tal vez sus palabras estaban destinadas para moverlas. Y finalmente añadió: “Siento como si estuviese leyendo mi novela otra vez”.
Villalba Ospina y García Márquez no solo hacen parte de la misma realidad desmesurada y cíclicamente trágica de Colombia, sino que ambos parecen responder a un código común de soledad, presagios y supersticiones. Para la elaboración de sus grabados el artista bogotano no solo tuvo que perfeccionar su técnica, sino que se adentró en las brumosas fronteras de la realidad y la imaginación. Así, pudo recorrer las ruinas de Macondo y entrevistarse con amigos, familiares y personajes del escritor. Si la realidad es en últimas quien escribe, y quien mejor lo hace, la versión al aguafuerte es una más de sus intervenciones en el incesante proceso de creación de la novela.
Obras citadas
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