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'Cien años de soledad': una novela inteligente

La autora del libro ‘Disidencias, trece ensayos para una arqueología del pensamiento en la literatura latinoamericana del siglo XX’, de la colección ‘Obra selecta’, de la Universidad Nacional de Colombia 2013, analiza la publicación cumbre del Nobel.

Alejandra Jaramillo Morales * / Especial para El Espectador
20 de abril de 2014 - 04:10 p. m.
García Márquez en Cartagena, el 27 de  marzo de 2007, durante el homenaje que  le hicieron las academias de la lengua y la  reedición de  ‘Cien años de soledad’. / Reuters
García Márquez en Cartagena, el 27 de marzo de 2007, durante el homenaje que le hicieron las academias de la lengua y la reedición de ‘Cien años de soledad’. / Reuters
Foto: REUTERS - © Daniel Munoz / Reuters

Durante el siglo XX la obra de Gabriel García Márquez irrumpe en el panorama global y se incorpora en los procesos nacionales —en el marco de la literatura colombiana— e internacionales —en el marco de las literaturas latinoamericanas, europeas y norteamericanas—. Su conciencia de escritor, que ha querido verse como simplemente intuitiva, casi natural para fabular la realidad, es también un acto de lucidez a través del cual García Márquez asume la tarea de crear una obra que rompa con la literatura anterior a su época.

Las rupturas realizadas por García Márquez a través de su obra, fundamentales en la consolidación del fenómeno del boom latinoamericano, responden precisamente a la decisión tomada por una generación de escritores y escritoras que buscaron aventurarse en lo estético, sin alejarse de la necesidad resignificadora del mundo latinoamericano.

Me parece que García Márquez, y esa es una de las magias que más preguntas me suscitan, fue capaz de materializar el pensamiento de una época, un pensamiento que tenía la necesidad y el compromiso de participar de la fundación de esas jóvenes naciones latinoamericanas en diálogo con la literatura de otros lugares del mundo. Dicho de otro modo, creo que debemos leer y estudiar a García Márquez a partir del reconocimiento de que su magistralidad está en la condensación que alcanza en su obra de diversas preocupaciones estéticas y temáticas de su época.

Adicionalmente, debemos reconocer en el escritor mitificado a través del realismo mágico a un autor política y teóricamente consciente de su obra. No en vano, el joven Gabriel que ha publicado La Hojarasca, que ha trabajado en diarios como El Heraldo de Barranquilla y El Espectador de Bogotá, y que ha tenido encuentros esenciales con el Grupo de Barranquilla y la revista Mito de Bogotá, en un artículo de 1957, cuestiona la literatura colombiana:

Todavía no se ha escrito en Colombia la novela que esté indudable y afortunadamente influida por los Joyce, por Faulkner o por Virginia Woolf. Y he dicho afortunadamente, porque no creo que podríamos los colombianos ser, por el momento, una excepción al juego de las influencias (…) Si los colombianos hemos de decidirnos acertadamente, tendríamos que caer irremediablemente en esta corriente. Lo lamentable es que ello no haya acontecido aún, ni se vean los más ligeros síntomas de que pueda acontecer alguna vez (1991, 117)

Vemos, pues, su decisión de romper con la literatura tradicional latinoamericana del momento y creo que los dos lastres principales que quiere enfrentar son, por una parte, la literatura del “nacionalismo” que asume la novela de la tierra, el costumbrismo y el criollismo, como el modelo novelístico y, por otro lado, la literatura de la violencia en Colombia.

En el año 1979 aparece el artículo titulado “Fantasía y creación artística en América Latina y el Caribe”, en el que García Márquez plantea que la realidad latinoamericana, y en especial la de su Caribe, resulta “increíble” a los ojos de otros mundos: “En América Latina y el Caribe los artistas han tenido que inventar muy poco, y tal vez su problema ha sido el contrario: hacer creíble su realidad” (Documento en línea).

Ahora bien, aunque su obra ha sido leída en clave de alteridad y se ha pensado el realismo mágico y el macondismo en cuanto que una forma sofisticada de mantener formas estereotípicas de comprensión de la realidad latinoamericana (de “hacer creíble” la realidad de estos países, según palabras del mismo García Márquez), creo que su grandeza radica más en construir un sistema de conocimiento que le impide a la racionalidad occidental desplegar sus modos de compresión del mundo. De hecho, nos encontramos ante una obra que nos presenta la realidad como conglomerado de percepciones y acontecimientos coexistentes en los que diversas formas de pensamiento (el racional, el emocional, el mágico, el histórico, el femenino y el masculino), se superponen en tensiones que hacen de la obra literaria un campo de reconstitución del conocimiento.

Cien años de soledad es una novela de muchos registros. Sabemos que fue una novela que desbordó cualquier “plan de mercadeo” editorial, si es que en ese momento realmente el plan era tan evidente como en nuestra época. Sus ventas se basaron en el voz a voz, la novela se leía como vender pan caliente. Hay muchos mitos en torno a esta novela, como la historia de que Carlos Fuentes, cuando leyó la novela, llamó a Octavio Paz a decirle que se había escrito la novela del siglo XX, o las historias que circulan sobre el silencio en que había caído García Márquez. Llevaba varios años en la labor de pensar la novela y no lograba encontrar la manera de escribirla. Algunos escritores han contado que al conocerlo en México se enfrentaron a un escritor sumido en el silencio, hasta que un día, al salir de viaje con su mujer y sus hijos, cuenta que encontró la manera de narrarla y mandó al traste las vacaciones de todos porque se regresó a escribir.

Lo cierto es que García Márquez se preparó más de dos décadas para escribir esta novela. En su juventud incluso empezó por escribir poesía, pero la abandonó rápidamente; luego escribió cuentos y adquirió cierto reconocimiento por ellos; hizo muchos artículos sobre cine, crónicas periodísticas, género que dominó con maestría en poco tiempo. Y, sin embargo, hay en él una cierta pose de que su literatura le sale de manera natural, que sólo con lo vivido en su infancia y las palabras de su abuela ha sido posible hacer una obra tan compleja como la suya. Probablemente el mundo que vivió en la costa colombiana ha sido materia fundamental para componer su obra, pero lo que no podemos perder de vista es que él le dedicó años a comprender la literatura de su tiempo, y a hacer un lugar para sus historias en unas maneras de contar calculadas con tino e inteligencia. Su obra se articula gradualmente hasta llegar el momento de escritura de Cien años de soledad.

García Márquez conoce su arte poética, sabe qué se propone. En su texto “La soledad de América Latina” dice que la realidad latinoamericana, ya denominada por Carpentier como la realidad de “lo real maravilloso”, es un mundo que excede la racionalidad en la que vivimos en cuanto a herederos huérfanos de la modernidad occidental. Sin embargo, el problema fundamental para él era mostrar que eso no era maravilloso, que eso no era excepcional, como una antinomia entre saber y ficción, o lógica e ilógica, sino que eso maravilloso era precisamente lo cotidiano de la realidad que él habitaba. No buscaba exotizar el mundo latinoamericano, como sí lo hizo Bretón en su momento o el posmodernismo sesenta años después, sino más bien dar cuenta de otros paradigmas de habitar y comprender el mundo. Es decir, lo que para un norteamericano o un europeo que mira Latinoamérica resulta muy extraño (que mientras pasa un Transmilenio también transite una carreta con un burro), y por lo tanto, es entendido como lo exótico, en el sistema de Cien años pretende ser invertido: se trata de volver insólito lo que parece normal, el hielo, digamos, y volver normal lo que en ese mundo del afuera podría ser leído como insólito, normalizarlo. Finalmente no lo leen así, pues la lectura que se hace por fuera es una lectura que vuelve a reelaborar la noción de lo insólito.

Precisamente, veo la inteligencia de esta novela en la manera como cuestiona la cultura letrada en cuanto que modelo a seguir en la fundación de las naciones latinoamericanas. Me parece que en vez de reivindicar esa cultura como propone Ángel Rama, Cien años de soledad hace del mundo letrado un espacio apocalíptico de pérdida de sentido. Es la fundación de una cultura que sucede en el acto de escritura y que es a la vez un perfomance de destrucción. Al final de Cien años, Aureliano Babilonia en medio del viento final que se lleva la ciudad de los espejismos para siempre y con ella a él mismo, logra descifrar los manuscritos de Melquíades gracias a la capacidad, antes nunca conocida, de entender la historia como aglomeración y no como secuencia, y se nos cuenta que lo contenido en esos manuscritos “era la historia de la familia, escrita por Melquíades hasta en sus detalles más triviales, con cien años de anticipación. La había redactado en sánscrito, que era su lengua materna”, y lo más intrincado de esa historia radicaba en que Melquíades “no había ordenado los hechos en el tiempo convencional de los hombres, sino que concentró un siglo de episodios cotidianos, de modo que todos coexistieran en un instante” (1970, 350). La lógica de la historia como evolución de causas y efectos es confrontada por una cultura de lo increíble que no necesita traducirse y que más bien ha creado uno de los testimonios, probablemente apócrifos como el Aleph borgeano, que dan cuenta de otras maneras posibles de entender el tiempo y la realidad. Aureliano Babilonia finalmente cumple con la maldición de la familia que reza que aquel que logre ser “letrado” causará y presenciará el fin de la estirpe. Cuando él logra leer los manuscritos es precisamente el momento en el que todo desaparece. Él es el letrado, el antropófago, el incestuoso: el que devela la historia en la suma simultánea de todas las cosas.

Esta novela marca varios tiempos diversos y los hace coexistir. Se superponen tiempos míticos, históricos, mágicos. Y esta manera de comprender está, por supuesto, expresada en la forma de contar la novela. La historia que al final, como ya vimos, se nos dice que en los manuscritos de Melquíades está contada en simultáneo, como si todo sucediera a la vez, esa historia incorpora la forma literaria de los manuscritos. Ninguna de las expresiones del tiempo que presenta puede existir separada de otras. La novela inicia, pues, con el coronel ante el pelotón y la oscilación hacia el pasado más remoto será permanente en la novela. La historia, que debía mostrar la evolución, involuciona en esta novela, se hace refractaria a los modelos de conocimiento del tiempo moderno.

A lo largo de la novela, las causas, en el mejor sentido borgeano del término, se sobreponen. La llegada de Francis Drake, siglos antes, para que se encontraran José Arcadia Buendía y Úrsula Iguarán, y ese encuentro es necesario para que un siglo después uno de los de su estirpe descifre, a la vez, en un tiempo mítico, no por cíclico sino por superpuesto, fantasmagórico, el destino de todos y cada uno. No hay un acontecimiento de la novela que no esté atado a causas, a veces sin sentido racional, y que además no esté contado en diálogo con sus pasados y sus futuros. No es la novela de la saga, es la novela del tiempo, de sus variaciones, del lenguaje y sus vicisitudes. Para algunos lectores la mayor dificultad consistía en seguir el árbol genealógico de la novela: esa era una ilusión moderna, ordenar la historia y la narración de los hechos. En realidad la dificultad que impone la novela es de una riqueza que aún no ha sido totalmente valorada. Nos pone de frente con la incapacidad de la modernidad de, a la larga, hacer caso omiso de ciertos conocimientos —míticos, indígenas, afectivos y sensoriales—, que en su afán iluminista necesitaba dejar por fuera.

Lo insólito deriva en una variedad de mundos posibles. El imán, el hielo, que pueden representar el desarrollo, son convertidos en mecanismos de creatividad para José Arcadio, en campos simbólicos de la locura humana ante su propio devenir desarrollista. Y, sin embargo, son magia, vistos por la novela como el afuera, el excedente, de un mundo organizado por sus propias reglas. La novela recoge una mirada de la ciencia y al mismo tiempo la asume desde un lugar completamente mágico, por eso José Arcadio termina amarrado a un palo, loco, con su conocimiento amedrentado por el saber “racional”.

El final de la novela no guarda esa idea de lo insólito como expresión de la realidad: Amaranta Úrsula nunca se va a levantar de la muerte, ahí la realidad es atroz, y el “letrado antropófago” va a descubrir su propia historia, casi como si fuera Dios, para dejar de ser el mismo y perderlo todo.

La nación como un acto de enunciación de la palabra —una nación logocéntrica— se desintegra, y a lo largo de la novela misma teje un espacio fundacional que restituye lo “increíble” como cotidianidad y lo instaura como una forma poderosa de hacer del territorio un lugar donde la razón está siempre desbordada y revalorizada por una cultura que se sabe múltiple y rumorosa. Todos los tiempos vuelven a coexistir en el final. El mundo prehistórico que vimos en el comienzo vuelve a estar al final, nunca dejó de existir, y las causas vuelven a repetirse todas en el espejismo de esa ciudad que se deshace en sus propios relatos.

Para terminar, debo entonces decir que la obra de García Márquez es sin duda un destino y una travesía que para los colombianos y los latinoamericanos alberga profundas claves sobre su propia historia, especialmente aquella que funda lo que hoy se transforma vertiginosamente en nuestras naciones: premodernas, modernas, posmodernas, globalizadas y corporativizadas. Dicho de otro modo, estamos ahora ante la necesidad de contar estas nuevas naciones, estas nuevas formas de la pobreza y la soledad que este inicio del siglo XXI marcan, y que trazan nuestras propias desdichas y desvelos.

 

* Escritora, profesora de escritura creativa y literatura de la Universidad Nacional de Colombia. Autora de las novelas ‘La ciudad sitiada’ (2006) y ‘Acaso la muerte’ (2011).

Por Alejandra Jaramillo Morales * / Especial para El Espectador

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