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Cien años de Alain Touraine: “No hay que ceder al relativismo cultural”


Se conmemora el centenario del natalicio del influyente sociólogo francés, especializado en América Latina. Este es el discurso con el que recibió el doctorado “honoris causa” de la Universitat Oberta de Catalunya, en 2007.

Alain Touraine * / Especial para El Espectador

04 de agosto de 2025 - 10:00 a. m.
Alain Touraine recibió distinciones como el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades 2010. Fue un sociólogo y escritor francés, reconocido por sus aportes a la sociología de la acción, los movimientos sociales y la conceptualización de la sociedad postindustrial. Nació el 3 de agosto de 1925, en Hermanville-sur-Mer, Francia, y murió el 9 de junio de 2023, en París.
Foto: Agencia AFP
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París, 11 de mayo de 2007


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Probablemente, a pesar de las apariencias, soy un autodidacta que ha perdido mucho tiempo en orientarse y también en liberarse de la educación que había recibido, de excelente calidad, pero, al mismo tiempo, completamente incapaz de permitirme comprender el mundo en el que iba a vivir. He conservado hasta hace muy poco, y quizá todavía conservo, huellas profundas de ese período de adolescencia y juventud, tan alejado de mi vida posterior, huellas que se me aparecen poco a poco como más positivas que negativas. Pero, sobre todo, me costó mucho tiempo desligarme de esta sociedad industrial a la que me había lanzado.


En 1969 publiqué un libro titulado La société post-industrielle, pero yo mismo, a pesar de ser consciente de las transformaciones que se habían producido, continué ligado a muchos aspectos de la sociedad industrial, ya fuere al gusto por las técnicas modernas, la importancia central dada al movimiento obrero o las referencias a la historia económica como factor principal de la explicación. Esta última resistencia se había fortalecido debido a mis relaciones, como estudiante de Historia, con los jóvenes historiadores de la denominada “Escuela de los Annales”. En un lenguaje menos oficial, diría que en esta primera fase de mi vida fui lo que a veces se denomina un Braudel boy, lo cual, por otra parte, me permitió ser elegido profesor en la École des Hautes Études a la edad de 33 años, por decisión favorable del propio Fernand Braudel.


Los historiadores, en conjunto, tuvieron que alejarse de esta concepción económica de la historia para interesarse cada vez más por el ámbito social y cultural, y redescubrir posteriormente la historia política. Por mi parte, me alejé casi de inmediato de esta concepción y percibo en mi trabajo, ya desde sus inicios, la orientación general que desde entonces no ha cesado de reforzarse y que triunfa en la última parte de mi trabajo, a partir de los años 90, y llega hasta el día de hoy. Voy a recordar brevemente esta evolución.


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Lo que marca mi inicio en la vida intelectual y personal es un estudio sobre la conciencia de clase obrera que me ocupó diversos años, que se basaba, por una parte, en una amplia encuesta y, por otra, en una experiencia de campo directa. ¿Podía encontrarse un tema más central cuando se pensaba, sobre todo, en la sociedad industrial? Curiosamente, este tema había sido poco tratado, quizá porque se veía en él un subjetivismo que no agradaba demasiado a los marxistas clásicos. Se habían realizado solo algunos estudios bastantes vagos sobre los efectos del devenir del capitalismo y, sobre todo, de su marcha hacia una crisis general, estudios en los que las conductas obreras siempre se consideraban, en realidad, como conductas de crisis.


Por el contrario, lo que mi largo trabajo demostró —creo que puedo utilizar este término— es que la conciencia de clase llegó a su punto álgido cuando la autonomía profesional de los obreros cualificados, sobre todo en la metalurgia, fue invadida por los denominados métodos de organización científica del trabajo; es decir, por la subordinación, cada día mayor, de las condiciones de trabajo a los imperativos del beneficio. Mostré con una precisión considerable que fue durante el período de 1900 a 1914, y en el caso de Francia sobre todo en la gran huelga de Renault de 1913, cuando se agudizó al máximo esta conciencia de conflicto entre la autonomía del trabajo y la lógica del capital.


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Asimismo, pude mostrar que era necesario distinguir esta conciencia de clase de una conciencia de defensa económica, que era mucho más acusada, particularmente en el caso de los mineros, pero que no implicaba por sí misma la conciencia de una relación de dominación en el trabajo y, sobre todo, de una pérdida de la autonomía que un número muy pequeño de mineros poseía. Así pues, ya desde el inicio no era el sistema lo que me interesaba, sino el actor, y es en él donde busqué la explicación de las conductas. Estaba convencido de que la explicación en ciencias sociales, y particularmente en sociología, consiste siempre en encontrar la convergencia entre un análisis de tipo “objetivo”, que resitúa las conductas en una situación, y un análisis de tipo “subjetivo”, que se ocupa del sentido que el actor da a una situación, actor que, de hecho, solo lo es en la medida en que ha construido esta conciencia que, por su parte, no puede reducirse a las conductas económicas que, de un modo u otro, cuestionan la existencia del actor como tal: su libertad, su dignidad, sus derechos (en el sentido más amplio del término).


Esta idea, que se me impuso a partir de los años 60, ha sido el principio a partir del cual se han desarrollado mi evolución y mi pensamiento. Este enfoque se reforzó considerablemente, tanto para mí como para otros —pocos, en realidad—, por el hecho de haber vivido el mayo del 68 y, por lo que a mí respecta, porque durante el período 1964-1968 tuve la oportunidad de estudiar en universidades americanas. Muy pronto me convencí de que la poderosa huelga obrera de mayo del 68 tuvo, de hecho, una importancia secundaria; le faltaba dinamismo creador, mientras que los comportamientos de los estudiantes, con frecuencia erráticos, aportaban un sentido absolutamente nuevo. Y ello era más difícil de detectar por el hecho de que esos mismos estudiantes profesaban una ideología obrerista, y más en general marxista, y estaban convencidos de que su papel, según sus propias palabras, era traspasar la bandera de la revolución de sus débiles manos a las manos más fuertes del proletariado. Sin embargo, el sentido de su acción era exactamente el contrario; es decir, más allá de las motivaciones o de la memoria colectiva que se manifestaba durante este período, lo que hacían esos estudiantes era introducir la cultura en el ámbito de la política e incluso otorgarle el papel principal. Al igual que en 1848 en Francia, y hacia la misma época en Gran Bretaña, los problemas económicos habían invadido el ámbito político, en los años 60 eran los problemas culturales los que invadían el ámbito político, ya fuere el movimiento de mujeres, de defensa de las minorías homosexuales, la defensa de los movimientos regionales o las primeras huelgas de obreros de origen inmigrante.


Creo que esta interpretación no se puede cuestionar. El mayo del 68 transformó prácticamente todos los aspectos de la sociedad francesa, con una sola excepción, el mundo universitario, que se encerró cada vez más en un arcaísmo ideológico que contradecía las prácticas de 1968. Inmediatamente después de estos años de crisis, la universidad francesa fue conquistada por la ideología althuseriana, que se parecía mucho a una pequeña revolución cultural “a la china” y constituyó el período más difícil de toda mi vida profesional.


Hubo otros periodos difíciles, entre 1981 y 1983, y también durante la importante huelga de 1995. Ello explica que constantemente haya buscado actores sociales, colectivos o personales, cuya acción estuviera orientada por la elección o la afirmación de reivindicaciones que fueran más allá de la defensa de intereses materiales y que cuestionaran las concepciones generales de la justicia o la libertad. No sin dificultad, encontré, en el Chile de la Unidad Popular –de múltiples aspectos– y, mucho más tarde, en el movimiento zapatista, en México, razones no sólo para la esperanza, sino sobre todo para la confianza en mi propia trayectoria, por lo muy claro que era, para quien supiera mirar, que aquí y allá surgían actores, durante breves o largos periodos, que no se guiaban sólo por intereses o estrategias, sino por la voluntad de afirmar su libertad o su dignidad. Me pareció ver en Marcos y los zapatistas mexicanos lo contrario de las guerrillas rurales, con las que determinados elementos de la clase media urbana querían provocar una crisis para evidenciar la debilidad de un Estado dependiente.

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Por el contrario, Marcos ha guiado una acción dirigida por las cuatro naciones mayas de la selva lacandona y, a la defensa de la existencia de esta población, ha añadido un llamamiento constante a la democratización de México, pasando por una acción coordinada de todos los pueblos indígenas. La historia no le ha permitido ver nacer, ni de lejos, lo que él deseaba, pero me parece que su pensamiento y su acción tienen un valor ejemplar considerable. No obstante, el mejor momento de mi vida de investigador fue, sin duda, el que viví con mis amigos François Dubet y Michel Wieviorka en Polonia, donde permanecimos durante casi un año, trabajando no sólo con los dirigentes de Solidarność, sino también con grupos de militantes, obreros y técnicos de empresas, tarea que fuimos los únicos en llevar a cabo y que me unió profundamente a algunas de las principales fi guras de Solidarność, como Bronislaw Geremek y Tadeusz Mazowiecki. Pero es tiempo ya de que pase de estas experiencias vividas, por muy importantes que hayan sido para mí, a la línea de trabajo que me han sugerido y a la que me lancé de inmediato, para ya no detenerme.

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Siempre que se habla de movimiento social o de derechos humanos, tanto si se trata de derechos políticos como de derechos sociales o, cada vez con mayor frecuencia, de derechos culturales, se trata siempre, creo, de oponer a unas lógicas sociales, lógicas de interés, de poder o de influencia, las reivindicaciones fundamentales de la existencia y de los derechos de lo que yo denomino el sujeto; es decir, el ser de derecho que se encuentra en el núcleo de nuestro ser y que ha sustituido a Dios o las filosofías de la historia —liberal o revolucionaria— en un mundo en el que nuestra capacidad de acción tecnológica y administrativa, e incluso bélica, sobre nosotros mismos es tan grande que ya no nos podemos seguir definiendo solo por la defensa de los derechos de los ciudadanos o los trabajadores, sino por la reivindicación de nuestro derecho más global a ser seres humanos; es decir, seres que tienen —por citar a Hannah Arendt— el derecho a tener derechos.


Esta lógica, este llamamiento a los derechos ante la organización social, es la que constituye sin duda la línea directriz de mi pensamiento durante toda la segunda parte de mi vida. Me adentré así en una reflexión, en la que no he dejado de profundizar, sobre qué es el sujeto, una noción a la que he asociado la de modernidad, por la precisa razón que he definido la modernidad por el llamamiento a la razón y a los derechos; dos aspectos fundamentales de lo que hay de universal en cada situación y, sobre todo, en cada conducta humana. Es, pues, en nombre de la razón y de los derechos contra todas las pertenencias, las colectividades y las comunidades, que me he esforzado en reconstruir una sociología que, después de su período de grandeza, se había deteriorado progresivamente adoptando la forma de ideologías alejadas de una realidad de la que se desembarazaban con suma rapidez, hablando de alienación o de falsa conciencia.


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En 2006, Alain Touraine recibió el Doctorado Honoris Causa de la Universidad Nacional de Colombia, el mismo día que su amigo, el sociólogo colombiano Orlando Fals Borda.
Foto: AFP - JOEL ROBINE

No entraré aquí en un análisis detallado de estos temas, que tan importantes han sido para mí, pero sí quisiera insistir en dos puntos. El primero de ellos se refiere a la experiencia vivida. Mi vida intelectual y profesional se ha acelerado en el transcurso de los últimos años, de modo que mis libros más recientes los he escrito en una especie de tiempo acelerado, como si me fuera indispensable ir hasta el final de mis ideas antes de desaparecer. El otro aspecto concierne al contenido de este pensamiento. Lo anuncié ya a propósito de mi análisis del mayo del 68 y lo he expuesto de modo más completo en mi reciente libro: Un nouveau paradigme: pour comprendre le monde d’aujourd’hui, cuando afirmaba que la interpretación socioeconómica de nuestras realidades colectivas ya había sido sustituida por una interpretación más cultural, del mismo modo que a mediados del siglo XIX se había visto como la lectura política que había dominado hasta entonces era sustituida por una lectura económica.


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Hemos entrado, por mucho tiempo y cada vez de modo más completo, en una interpretación, una construcción de lo que se puede denominar experiencia social en términos de realización o, por el contrario, de destrucción del sujeto; es decir, en la aspiración de cada ser humano a ser reconocido como un ser de derechos. En esta transformación fundamental de mi pensamiento, he concedido una importancia central al análisis de la acción de las mujeres. Ello puede sorprender, dado que la gran mayoría de estudios sobre las mujeres, particularmente en Europa, las considera víctimas, a la vez, de la desigualdad, de la violencia y de un poder masculino dominante. Tras haber consagrado mucho tiempo al estudio de estos temas, tanto en Francia como en Estados Unidos, llegué a la conclusión de que esta visión, ya casi banal, se hallaba muy lejos de la realidad.


Una vez más, aquí, el sociólogo encuentra en el trabajo de campo directo unas soluciones que la lectura de los análisis e interpretaciones de otros no siempre le proporcionan. En efecto, un conjunto de entrevistas individuales y de reuniones de trabajo y de discusión nos mostraron que las mujeres no se definen como víctimas, sino, ante todo, como mujeres, dando a tal definición un sentido positivo; tan positivo, que define la gran cuestión de su vida, que las llevará a juzgar si han tenido éxito o han fracasado en la vida: la construcción de sí mismas como mujeres. La gran mayoría de ellas añadió que esta construcción de sí mismas como mujeres tiene lugar, ante todo, en el ámbito de la sexualidad. Estos resultados me llevaron a reencontrar mis temas generales y constatar que las mujeres, puesto que habían sido dependientes —es decir, privadas ante todo de subjetividad—, hoy eran portadoras de este gran vuelco cultural que ya nos ha conducido de la conquista del mundo hacia la construcción o la conquista de nosotros mismos. Sabemos, por una larga experiencia, que nuestro tipo de sociedad ya no está guiado por la conquista del mundo exterior o de la naturaleza, sino que se dirige hacia el interior. Esta voluntad de descubrimiento y afirmación de sí mismo otorga un papel central a la relación de la persona consigo misma, una relación que se considera más central incluso que las relaciones más importantes con los otros. Todo ello, lejos de constituir un tema particular de estudio, me pareció que definía del mejor modo el carácter de la sociedad y la cultura en las que vivimos, lo cual me llevó a titular mi seminario académico del año pasado: “De la sociología de las mujeres como sociología general”.


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Quisiera terminar preguntándome sobre el lugar que ocupa un pensamiento de este tipo en nuestra sociedad y, por consiguiente, también sobre la influencia que tiene —o no tiene, pero intenta tener—, modesta e indirectamente, sobre todos los ámbitos donde se forma la opinión pública e incluso donde se toman las decisiones públicas. Tengo la sensación de haber nadado a contracorriente en mi país y creo que he sido más bien acogido en determinados países, como los del conjunto de América Latina, España e Italia. He podido constatar la exactitud del célebre proverbio: nadie es profeta en su tierra.


La reciente evolución de la vida política y, más en general, de la vida pública en Francia me han llevado a evaluar la necesidad del pensamiento que me esfuerzo en elaborar y, a la vez, la dificultad de que sea aceptado en unos ámbitos políticos que se resisten a un aggiornamento, que se impone tanto en este campo como en el resto. Esta conciencia y esta experiencia resultan a veces desalentadoras, pero me dan, con razón o sin ella, una viva conciencia de mi responsabilidad, la de un hombre que se esfuerza en hablar en nombre de los derechos humanos, en una sociedad que parece ocupada casi por completo en las grandes maniobras del dinero, la propaganda y la guerra.


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¿De dónde procede esta gran transformación de nuestra cultura? Lo que he denominado el fin de lo social significa, en primer lugar, que se han roto todos los controles de la actividad económica —ya sean sociales, políticos o de otro tipo—, debido sobre todo a la globalización, que sitúa a la economía por encima de todos los organismos de control y gestión. Este triunfo de la globalización se ha complementado a menudo con un repliegue de los actores hacia actividades locales o comunitarias. En este vacío institucional, que todos formulamos al hablar de la crisis de la democracia representativa, la organización urbana, la familia o la escuela, encontramos un único principio de orientación de nuestras conductas: defender el derecho de cada individuo a ser reconocido como portador de derechos universales.


No obstante, debemos desembarazarnos de inmediato de la ideología, ingenuamente imperialista, que ha hecho que muchos considerasen el mundo occidental como la expresión perfecta y única de la modernidad. Es necesario condenar y rechazar una pretensión de este tipo. No hay que ceder tampoco al relativismo cultural, punto extremo de un multiculturalismo que haría imposible cualquier tipo de comunicación entre las culturas y solo dejaría espacio para la guerra, para este famoso choque de civilizaciones del que ha hablado Samuel Huntington con tanto éxito. Me tomo la libertad de expresar ante ustedes el deseo de que el trabajo al que he consagrado la mayor parte de mi tiempo contribuya a preparar el terreno para una renovación del pensamiento social.


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Otros contribuyen a ello, desde puntos de partida, análogos o diferentes. Hay trabajo para todos cuando se trata de cultivar este terreno que ha quedado en barbecho. Esta tarea inmensa no puede conocer fronteras, como tampoco se puede plantear objetivos a corto plazo. No somos nosotros quienes ponemos en práctica las ideas que elaboramos, pero es una noble tarea el dar forma a representaciones de la vida social, colectiva e individual que alimentarán, tarde o temprano, pero más activamente de lo que pensamos, nuestras instituciones, formas de relaciones sociales y la conciencia de nosotros mismos. Me complace haber podido presentar ante ustedes este balance rápido de mi vida de trabajo y agradezco a su universidad que me haya invitado a recibir una muestra de su estima y, a la vez, a expresar, con este motivo, mis miedos y mis esperanzas, mis enojos y mis alegrías. Espero haber conseguido explicarles las razones por las que he dado tanta importancia a algo que puede parecer tan ligero y variable, pero de lo que depende en gran parte nuestro futuro: las ideas.

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* Cortesía de la Universitat Oberta de Catalunya. Alain Touraine fue alumno de la École Normale Supérieure, en 1945, y catedrático de historia en 1950. Entre 1952 y 1953 fue Rockefeller Fellow en las universidades de Harvard, Columbia y Chicago. En 1956 creó el Centro de Investigación de Sociología del Trabajo de la Universidad de Chile. En 1965, Alain Touraine se doctoró en Letras y en 1960 fue designado director de estudios de la École Pratique des Hautes Études, posteriormente denominada École des Hautes Études en Sciences Sociales. De 1966 a 1969 ejerció la docencia en la Facultad de Letras de Paris-Nanterre. En 1958 fundó el Laboratoir de Sociologie Industrielle y en 1970 el Centre d’Études des Mouvements Sociaux. En 1981 fundó el Centre d’Analyse et d’Intervention Sociologiques, que dirige de 1981 a 1993. Fue presidente de la Sociedad Francesa de Sociología, de 1968 a 1970, y vicepresidente de la Asociación Internacional de Sociología, de 1974 a 1978. Además, fue miembro del Alto Consejo para la Integración (1994-96) y del Consejo de Administración de la Maison de l’Amérique Latine. Fue miembro de academias como la Academia Norteamericana de las Artes y las Ciencias, la Academia Polaca de Ciencias, la Academia Europaea, la Academia Mexicana de Ciencias y la Academia Brasileña de Letras. En Bogotá, la Universidad Nacional le otorgó el doctorado honoris causa en 2006. Murió el 9 de junio de 2023.

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Por Alain Touraine * / Especial para El Espectador

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