El Magazín Cultural

Cinco de octubre: pisar las calles

El asalto duró dos horas. Los disparos se incrustaron en las paredes y en la carne. Desde afuera disparaban los agentes de la Dirección de Inteligencia Nacional Anticomunista del régimen de Pinochet. Desde adentro, resistía Miguel Enríquez, el presidente del MIR y Carmen Castillo, su esposa. Estaba embarazada.

Andrés Felipe Castañeda
05 de octubre de 2018 - 09:10 p. m.
Miguel Enríquez, revolucionario chileno, asesinado por el régimen de Augusto Pinochet.  / Cortesía
Miguel Enríquez, revolucionario chileno, asesinado por el régimen de Augusto Pinochet. / Cortesía

Cuando mataron a Miguel, la subieron a una patrulla, la llevaron a un hospital y la interrogaron mil veces, preguntándole por todos los revolucionarios. Después, cuando supieron que su voluntad era inquebrantable y que no podían matarla porque la noticia de que estaba viva se había regado por todo Chile, la llevaron al aeropuerto y la metieron en un avión a Londres.

El combate en que murió Miguel Enríquez ocurrió el 5 de octubre de 1974, un año después del golpe. Era entonces el hombre más buscado de Chile. “Miguel había descubierto que no hay mejor escondite que la vida cotidiana, de modo que llevábamos una existencia normal, consagrada al intenso trabajo político que nos había encomendado el partido”, le contó Carmen Castillo a Gabriel García Márquez unos meses después. Tenía la convicción absoluta de que la dictadura caería y de que todas las fuerzas de la historia volverían a las calles para reclamar la revolución que se había quedado pendiente esa noche en La Moneda, cuando mataron a Allende o cuando Allende se suicidó, después de dar su último discurso y decir que iba a resistir para siempre. “La historia es nuestra y la hacen los pueblos”, dijo. Después lo mataron o se suicidó y después mataron a Víctor Jara y a tantos otros durante meses y persiguieron y torturaron a tantos como pudieron. Miguel Enríquez sabía que la revolución no la pueden hacer los mártires y que su primer y más auténtico acto revolucionario era mantenerse vivo, entonces se refugió en una casa de Santiago, para hacer la revolución desde allí, a la vista de todo el mundo: estar vivo era desafiar al régimen, estar vivo era hacer la revolución.

Pero la historia dictó sentencia, la sentencia de los poderosos, de los perseguidores. Esa tarde tenían todo preparado para cambiar de casa. El asalto los tomó por sorpresa y pudieron resistir a los disparos por dos horas. La muerte de Miguel Enríquez produjo un eco que retumbó por toda América Latina y se hizo canción para siempre en la garganta de Pablo Milanés. “Yo pisaré las calles nuevamente, de lo que fue Santiago ensangrentada, y en una hermosa plaza liberada, me detendré a llorar por los ausentes”, escribió veinte minutos después de recibir la llamada en la que le hablaron de la muerte de Miguel. Y la canción se hizo un himno y una promesa: pisar las calles, pisarlas nuevamente y llorar por los ausentes para no hacer la revolución sin la memoria de los que vivieron y murieron por ella: “Yo vendré del desierto calcinante, y saldré de los bosques y los lagos, y evocaré en un cerro de Santiago, a mis hermanos que murieron antes”, cantó Milanés y cantaron generaciones enteras después y cantan aún hoy, cuando los niños de las alamedas de la canción de Milanés son hombres dueños de una decepción de décadas y de años de insomnios y tristezas. La canción se volvió una bandera, que es el destino de toda canción, y habla de todo: de la muerte de Miguel Enríquez, y del golpe y del Palacio de la Moneda y de Allende hablando por radio por última vez: “Y este canto será el canto del suelo, a una vida segada en la Moneda”.

 

 



 

Por Andrés Felipe Castañeda

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