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Un monto de esperanza

Nunca he podido entender, ubicar, ni mucho menos descifrar el extraño dolor de patria que se siente en el fondo del alma. Es un dolor agudo, intermitente y quizás cronificado. Un dolor normalizado y heredado. Un dolor de identidad, de conciencia, de pertenencia, de colectividad, de casa, y hoy esa casa está en llamas.

Catalina Vargas-Acevedo
08 de mayo de 2021 - 09:28 p. m.
Empecemos por emprender un diálogo empático que permita al menos dilucidar las razones detrás de los argumentos que durante siglos no hemos querido entender. Basta de sobresimplificar los problemas, de teorías y justificaciones. Construyamos país en nuestro día a día, construyamos empatía en las palabras.
Empecemos por emprender un diálogo empático que permita al menos dilucidar las razones detrás de los argumentos que durante siglos no hemos querido entender. Basta de sobresimplificar los problemas, de teorías y justificaciones. Construyamos país en nuestro día a día, construyamos empatía en las palabras.
Foto: EFE - Leonardo Muñoz

Todos nosotros, y tristemente por generaciones, hemos vivido en un país de guerras eternas. Un país polarizado hasta el extremo, un continente que patalea en una insaciable búsqueda de identidad. El país con mayor inequidad de la región que camina, paso a paso, con los ojos ciegos, en una cuerda floja, en una balanza que, sin lugar a dudas, ha llegado a su límite.

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El juicio eterno sobre nuestro continente ha sido su soledad: su inmemorable desamparo al olvidar las letras cada vez que emprendemos la escritura de nuestra historia. La desmoralización es casi inevitable al ver en nuestro caminar la misma historia repetida, las mismas guerras libradas, la inexplicable binariedad de pensamiento que se ha repetido desde el primer argumento tras la independencia (o quizás muchos años antes). Es desolador pensar en el número de muertes que sumamos cada día. Cuesta deglutir al ver la perpetuación de una inequidad social que parece no importarle la entrada al siglo XXI. Los asesinatos de líderes sociales, de dirigentes políticos, de niños, niñas, jóvenes, hombres y mujeres no nos han dado tregua. Los desaparecidos, esa inquebrantable palabra que determina la inexistencia sin decretarse de un ser humano, sigue siendo noticia. El desvanecimiento del miedo frente a la desolación. El olvido, entre odios y fusiles, de los derechos humanos. La amputación traumática de garantías sociales entre polos opuestos. Y una narrativa de guerra, que perpetúa sin fin el olvido entre nosotros, y cronifica, entonces, ese incurable dolor de patria.

No es, por tanto, sorprendente que las palabras de Gabriel García Márquez hace casi cuarenta años sigan vigentes y el nudo de nuestra soledad siga pesando en nuestro olvido. Sin embargo, no podemos omitir que “(...) frente a la opresión, el saqueo y el abandono, nuestra respuesta es la vida. Ni los diluvios ni las pestes, ni las hambrunas ni los cataclismos, ni siquiera las guerras eternas a través de los siglos y los siglos han conseguido reducir la ventaja tenaz de la vida sobre la muerte” (La soledad de América Latina, Gabriel García Márquez, 1982). Y en estos tiempos en los que la evidencia se ha vuelto esencial, no podemos ser ciegos a ella: somos una generación diferente. Hoy, más que nunca, somos conscientes de las implicaciones que las inequidades sociales tienen en nuestro país. Los jóvenes han encontrado una voz, quizás aún en extremos opuestos, pero una voz creciente. Somos la generación más educada en la historia del continente. Cada día son más los que conocen la importancia de la diversidad, de la conciencia ambiental, de la sostenibilidad y de la construcción de país. No obstante, en esta construcción, nos ha faltado un componente en la narrativa: la empatía. Una comunicación empática que permita la coexistencia de pensamientos, de visiones, de ideologías, de credos, de quehaceres y de voces. Porque, definitivamente, “no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria” (La soledad de América Latina, Gabriel García Márquez, 1982).

Pues empecemos: en medio del dolor, de la desolación, y de las llamas, emprendamos una cura para el dolor de patria. Dice una experta en dolor, en muerte, que aún en situaciones críticas hay que mantener un monto de esperanza. Pues bien, la esperanza está en nuestra propia narrativa. En nuestro lenguaje y en cada una de las conversaciones que tenemos cada día. Empecemos por modular el discurso, por dejar de culpabilizar el extremo opuesto y de ofrecer una solución única y exclusiva, por emprender un diálogo empático que permita al menos dilucidar las razones detrás de los argumentos que durante siglos no hemos querido entender. Basta de sobresimplificar los problemas, de teorías y justificaciones. Construyamos país en nuestro día a día, construyamos empatía en las palabras. Emprendamos la construcción de esa “nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra” (La soledad de América Latina, Gabriel García Márquez, 1982).

Por Catalina Vargas-Acevedo

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jhon(14892)16 de mayo de 2021 - 06:50 p. m.
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Bueno Bueno(20426)09 de mayo de 2021 - 12:04 a. m.
Tente del culo alvaraco matarife, ya están con editorales malucos en EU y con eso de CNN, tu eres allá el #82 y solo Dios sabe.
Gilberto(54899)08 de mayo de 2021 - 10:55 p. m.
ES EL DESPERTAR DEL PUEBLO. Ahora no podemos echar marcha atrás: Vamos tod@s X 1 Nueva Constitución Nacional: Incluyente, Plural, Democrática, Justa, Sin Mezquindades. ! Viva el PARO NAL ¡¡¡
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