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1.
Asistir a la proyección de Retrato de Mondongo (Mariano Llinás, 2024) en la Universidad del Valle y en el contexto de la decimosexta edición de Festival internacional de cine de Cali fue una experiencia única en varios sentidos. De entrada, fue emocionante que la proyección tuviera lugar en un auditorio universitario: era estimulante pensar que el festival se había tomado la ciudad, había coqueteado con Cine Colombia y se había apropiado de un espacio académico que suele emplearse para dar clases de ingeniería. El proyector en cuestión no podía estar más acorde con el lugar: un videobeam de universidad pública de esos que suelen ser viejos, defectuosos y que muchos profesores solicitan reemplazar (sin éxito) en sendos informes y cartas elocuentemente argumentadas que resultan diligentemente ignoradas. Un proyector doméstico muy alejado del proverbial proyector de 35mm o del proyector digital profesional capaz de reproducir un DCP. De hecho, el archivo que alojaba Retrato de Mondongo, al menos en esa proyección específica, era un mp4, información que invita al optimismo: el cine de hoy lo puede hacer cualquiera. Casi todos hemos hecho videos en formato mp4 y ver esa extensión en los metadatos que se alcanzan a colar en pantalla, trasmite una sensación de cercanía y comodidad: no es el costoso DCP ni los lejanos 35mm y 70mm reservados para unos pocos. No. Es un mp4, un formato que cualquiera puede portar en su bolsillo dentro de una memoria USB que interactúa con monedas y llaves; el trabajo de 2 años comprimido en un archivo que se puede ver en casi cualquier dispositivo. (Recomendamos más columnas sobre cine de Deivis Cortés).
2.
El responsable de la charla introductoria fue el mismísimo Sergio Wolf, cineasta también argentino, documentalista legendario que oficiaba como presentador de la carrera de Llinás y de Retrato de Mondongo en ausencia del autor. La programación decía que Llinás estaría en el Q&A final y Sergio Wolf se aseguraba de recordarlo cada tanto, como quien recuerda la vigencia de una promoción, como si temiera que la gente se fuera a salir a menos que una voz oficial garantizara la eventual presencia del director argentino. Oteando la fauna asistente, me di cuenta de que también estaba presente Oscar Campo, documentalista local también legendario de quien Sergio Wolf habla muy bien y a quien tengo pendiente entrevistar desde el estreno de Yo soy otro (2009). Vi también compañeros del encuentro de crítica, identifiqué gente de mi pasado a quienes preferí no saludar, pero no vi a Mariano Llinás por ninguna parte. Asumí enseguida: está cansado de ver su propia película. Hacer una película es un ejercicio tan inmersivo que el realizador termina expulsado de su producto vía saturación, termina físicamente incapacitado para verlo, juzgarlo o evaluarlo y aun así, como acudiente y padre, se ve en la obligación de comentarlo y discutirlo, responder preguntas sobre aquello que ya no puede disfrutar. El realizador nunca logrará estar en la misma sintonía de ese espectador desprevenido que se enfrenta al primer visionado. El realizador que responde a las preguntas de ese espectador actúa como la autoridad máxima en ese producto, como si lo tuviera fresco y palpitando tras la retina, cuando en realidad se muere por estar del otro lado, por haber visto algún gran clásico contemporáneo por primera vez y tener la oportunidad de preguntar a su autor allí mismo y en caliente.
Cuando empieza la película, me doy cuenta de que mi ejercicio de espectador será múltiple y más complejo de lo habitual: no solo veré la película, veré cómo reaccionan a la misma estos dos grandes gurús del documental y entiendo entonces que la oportunidad de hacer esa doble lectura es otro de los grandes privilegios y beneficios del festival. Estoy varias filas detrás de ellos, de manera que solo puedo verles la nuca y media oreja, pero confío en que esa nuca y esa media oreja sean lo suficientemente comunicativas, expresivas y elocuentes para transmitirme, en tiempo real, las reacciones a los diferentes beats o golpes de efecto que contenga la película: las reacciones al montaje, a la musicalización, a la narración misma, a las reflexiones sobre el concepto retrato, a los gestos metaficcionales. Esperaba que ese par de nucas y ese par de orejas me permitieran acceder a un comentario en directo desde el punto de vista del colega. Hubiera sido espectacular, pero no sucedió. Lo que ocurrió fue más prosaico y decepcionante: Oscar Campo se salió de la sala poco antes de entrar en el último tercio de la película.
Alguien mal intencionado podría pensar que la película no le estaba gustando lo suficiente o que le estaba gustando tanto que no podía resistirse más: le urgía visitar el baño para manifestar su éxtasis de manera física. Tras la salida de Oscar Campo, me concentré en Sergio Wolf y vi que estaba consultando su celular de manera insistente. Al verlo, me sentí autorizado para consultar mi propio teléfono: si los grandes referentes de documental latinoamericano se distraen de la proyección mirando su celular ¿por qué no puedo hacerlo yo? A lo mejor en eso radica el éxito de su cine.
3.
Minutos más tarde, Oscar Campo regresó a la sala e hizo algo que todavía me maravilla: se quedó de pie junto a la puerta y no volvió a su asiento ni escogió una silla distinta para terminar de ver la película. Se quedó allí, de pie, con su café humeante en mano y sin ser capaz de retirar la mirada de la pantalla. Estaba mirando la película con más atención de la que prestó en los primeros minutos, con más atención de la que yo fui capaz de leer en su nuca y en su media oreja. Tal vez eso era lo que le faltaba a Oscar Campo para disfrutar plenamente del Retrato de Mondongo: tomar café y estar de pie. A lo mejor Campo encontró (en esa baldosa contigua a la puerta) el spot ideal para alcanzar la concentración máxima, mirando la película desde cierta lateralidad. Y me pregunté si todas las películas que le gustaban a Oscar Campo, todos los productos fílmicos sobre los que había teorizado y escrito a lo largo de los años, también habían sido consumidos de ese modo; pensé que el cineasta caleño puede tener en casa una sala de proyección con un sillón cómodo ubicado en el centro de la estancia y frente a una pantalla enorme, pero Campo solo logra conectarse cuando se ubica de pie junto a la puerta de salida después de regresar del baño. Y a lo mejor está acostumbrado a ver las películas así, casi de reojo, y cuando no encuentra la excusa perfecta para propiciar esa disposición, cuando se siente avergonzado por lo excéntrico de ese punto de vista, tiene que ver las películas sentado y de frente con la resignación del que se ve obligado a encajar. Y a lo mejor se siente frustrado porque de frente no les encuentra ningún valor y siempre tiene que buscar excusas para propiciar la lateralidad. A veces la excusa es una llamada entrante. A veces usa un cómplice que se asoma por la puerta semi abierta y le hace señas con cara de urgencia. Pero de un tiempo a esta parte y después de alcanzar determinada edad, Campo prescinde de excusas y simplemente sale, confiado en que los demás espectadores estarán tan concentrados en la pantalla que no notarán su huida; confiado en que aquellos que echen un vistazo a su salida, asumirán que va rumbo al baño.
4.
Desde afuera, el gesto de Campo podría leerse como alguien que se estaba durmiendo, le dio sueño y fue a buscar café para mantenerse despierto; al regresar, miró la pantalla y lo que vio lo enganchó tanto que no tuvo oportunidad de regresar a su asiento ni de beber su café. El café frío y las pantorrillas cansadas como signos de su cinefilia. Eso podría pensar alguien. Aunque otro “alguien” también podría pensar que Oscar Campo se quedó junto a la puerta temiendo lo peor: que la película no le gustara y que su posición privilegiada le permitiría un mejor escape, ahorrarse ese desfile vergonzoso que implica pasar de una silla central a la salida. Su posición privilegiada y plenamente justificada le permitiría dar medio paso, abrir la puerta y escapar. Y entonces me sentí muy emparentado con Oscar Campo porque lo asumí como un hermano escapista, como una influencia no solo en el oficio de hacer documental y en el ejercicio docente; Campo también es una referente en ese arte de tener siempre presentes las salidas para huir en caso de ser necesario. Y siempre es necesario.
* Deivis Cortés Pulido es realizador y analista audiovisual, magíster en Escrituras Creativas, extra con parlamento en Con Ánimo de Ofender (serie web) y es crítico de cine en El Espectador.
Por Deivis Cortés * / Especial para El Espectador
