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Cometierra: crónica sobre la violencia que se vive en el Nudo de Paramillo

A Juan José Altamirano le pusieron un revólver en la cabeza. “Nosotros no somos bobos”, le dijeron. “Sabemos que usted se llama Julio”. Juan José se mantenía sereno. Tenía claro que si tenía que morir aquella mañana, sería diciendo la verdad. “No señores, yo me llamo Juan José, pero si me parezco a Julio es porque él es mi hermano”, respondió una y otra vez. La mezcla de calor y angustia se traslucían en un sudor denso y amarillento.

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Giovanny Jaramillo Rojas
25 de junio de 2021 - 10:12 p. m.
La primera vez que salió corriendo con su familia, Juan José tenía 14 años. Aquella vez, en la zona del Nudo del Paramillo (la foto es en Dabeiba, Antioquia), sus padres abandonaron ocho mulas, veintiséis vacas y cuatro caballos. Ahora, cuando tiene 40, las cuentas vuelven a ser igual de claras: seis mulas, treinta y nueve vacas, siete caballos, once cerdos y medio centenar de gallinas.
La primera vez que salió corriendo con su familia, Juan José tenía 14 años. Aquella vez, en la zona del Nudo del Paramillo (la foto es en Dabeiba, Antioquia), sus padres abandonaron ocho mulas, veintiséis vacas y cuatro caballos. Ahora, cuando tiene 40, las cuentas vuelven a ser igual de claras: seis mulas, treinta y nueve vacas, siete caballos, once cerdos y medio centenar de gallinas.
Foto: El Espectador - José Vargas
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La camisa de Juan José no solo permanecía entrapada, sino completamente sucia debido a la cantidad de veces que lo habían arrojado al suelo. “Yo solo soy un campesino, esta es mi tierra y no le debo nada a nadie”, repetía. El dolor era una mirada aguda que se perdía en el cielo o en las copas de los árboles. Juan José pensó en su padre, hombre desplazado como él que jamás pudo retornar. Cuando Juan José volvió, sabía que esto podía pasar en cualquier momento. Y el momento había llegado: otra vez lo estaban doblando cara al abismo de la historia de su familia. Como una mata de arroz que saca el gajo, permanecía con el rostro lleno de barro y un revólver paramilitar ceñido a la coronilla.

La primera vez que salió corriendo con su familia, Juan José tenía 14 años. Aquella vez sus padres abandonaron ocho mulas, veintiséis vacas y cuatro caballos. Ahora, cuando tiene 40, las cuentas vuelven a ser igual de claras: seis mulas, treinta y nueve vacas, siete caballos, once cerdos y medio centenar de gallinas. Él sabía que no debía estar por ahí, exponiéndose a problemas que nada tenían que ver con él, pero que por el tan solo hecho de habitar la región lo hacían partícipe. No obstante, hay cosas que, en definitiva, la gente tiene que hacer personalmente. Horas antes de su captura, Juan José desayunó sancocho con huevos y café, besó a su esposa en la frente y salió a cerrar la venta de dos de sus mulas y cuatro vacas.

***

Aquella primera migración obligada llevó a la familia Altamirano a Medellín. Aunque la familia habría de llegar incompleta a la capital antioqueña, debido a que en una de esas largas caminatas el papá de Juan José sufrió un infarto y murió repentinamente. Entre Juan José, Julio y Joaquín levantaron a su padre y lo cargaron, metido entre costales dos días enteros, sorteando montañas y valles, ante la mirada atónita de campesinos e indígenas. Lo enterraron en un campo cerca a un río. La madre y sus hermanas prepararon el cuerpo, le cantaron, lo lloraron, lo despidieron y siguieron el viaje. Una muerte de la que aún nadie se recupera.

Después, hubo una segunda migración. Juan José y sus hermanos regresaron a la región. La madre y las hermanas se quedaron en Medellín. Iban y venían, mientras trabajaban pequeñas parcelas aledañas a la que antes era su tierra. Levantaron una casa y Juan José y Julio se quedaron a vivir. Cuando todo estuvo listo, Joaquín decidió regresar e instalarse en Medellín. Así pasaron tres años, aparentemente tranquilos, sin inconvenientes de ningún tipo, hasta que otra vez surgió de la nada aquella voz ronca y virulenta, que amenaza y cumple y, sin más, propició un nuevo desplazamiento. De esa segunda vez a Juan José le quedó enquistado un pequeño plan: ahorraría para comprar un revolver, legal, no para delinquir sino para autoprotegerse de la realidad que alguien le había forzado a cargar como propia.

***

Los paramilitares le gritaron, a lo lejos: “Julio, Julio Altamirano, deténgase o se arrepentirá”. Juan José avanzó hacia la maleza de una quebrada con la intención de confundirlos y fue cuando escuchó un par de tiros. Él sabía que esos tiros habían sido disparados al cielo, pero que eran la primera sentencia de muerte si no acataba las órdenes. No le quedó otra que bajarse del caballo y llenarse de valor, mientras escuchaba a los hombres acercarse. Cuando lo vieron, cuatro hombres se abalanzaron sobre él, mientras otros dos dirigían la escena. Le quitaron la peinilla que había heredado de su padre, la montura de la bestia, el sombrero de cuero y el revolver. “¿Si no debe nada, por qué anda armado?”, le preguntaron. Juan José calló. “Mire Julio…”. “Yo no soy Julio, soy Juan José”. “Mire Julio…”. “Que no soy Julio”. La peinilla fue instalada en el cuello de Juan José. “Mire, acá arriba vive doña Berta, ella me reconoce y puede decirles cómo me llamo”.

Uno de los hombres que dirigía la escena agarró cuesta arriba y al cabo de media hora volvió con doña Berta. La mujer, asustada, respondió afirmativamente: “Sí señores, él se llama Juan José y yo no tengo nada que ver con él, sé su nombre porque Julio, el hermano, en algún momento hizo negocios de animales con uno de mis hijos”. “¿Y Julio? ¿Usted lo ha visto por acá?”. Doña Berta movió la cabeza negativamente. Los paramilitares empuñaron el revólver de Juan José y le espetaron: “Díganos dónde está su hermano o le volamos la cabeza con su propio revolver”. “Yo no tengo nada que esconder, el hermano mío está en la casa. Pueden ir a buscarlo allá. Ustedes saben dónde vive él, pero les aseguro que él tampoco tiene velas en este entierro”. “¿Cuál entierro?”, le recriminaron. “Pues él es campesino, como yo, y no se mete con nadie: ustedes tienen mal la información”.

Uno de los hombres dio la orden de ir a buscar a Julio. A esa altura ya habían llegado seis hombres más. Dos horas pasaron, el bochorno del mediodía acechaba con potencia, hasta que llegaron con Julio. Lo traían sin camisa, descalzo, con las manos amarradas y un grueso collar al pescuezo. Juan José intuía la ejecución y no se dejó amarrar las manos: “Si me van a matar, mátenme suelto”, les dijo con rabia hacia afuera, pero enteramente espantado por dentro. La voz del comandante se hizo escuchar: “Como está tan bravito, no lo amarren, pónganlo a comer tierra, que nunca se le olvide el sabor de la tierra”. “Suelten a mi hermano”, suplicó Julio. “¿Por qué nos quieren matar?”, preguntó Juan José. El comandante insistió: “¡Llénenle la boca de tierra a ver si se calla!”. “Miren, si nos van a matar, por favor no nos tiren al río, es lo único que les pido, dejen que nos encuentren y nos despidan como a todo el mundo, no les tengo miedo y si no estuviera amarrado, hasta les quito los fusiles y por lo menos a uno me llevo”, dijo Julio.

El comandante quedó fascinado con las palabras de Julio y, entre silbidos de pájaros, le expresó suavemente: “Mire, hombre, gente así es que necesitamos para la guerra, si usted es tan verraco podría demostrarnos que hace cualquier cosa, ¿no? Le damos un arma y listo”. Julio miraba fijamente el rostro sufriente y embadurnado de su hermano. “A mí me gusta un arma de trabajo y hasta la compro, pero a mí armas regaladas no me gustan y para hacer maldades menos, me da mucha pena, pero si nos van a matar, háganlo, pero por la verdad, que por la verdad murió Cristo”.

Todos los hombres escuchaban con atención la extraña conversación entre Julio y el comandante. “Mire cucho -habló el comandante- de tanta persona que yo he lidiado y me ha tocado ajusticiar, la única a la que voy a perdonar es a usted y quiero hablarle por las buenas porque hay que ser muy hombre para pararse así, ¿me entiende?”. Le pregunto puntualmente y espero me responda con más puntualidad: “¿Usted fue el que dio bala a los primos Valencia, los cacaoteros de La Esperanza?. Fíjese cómo los mataron de feo: por la espalda. La verdad que hay que ser muy hijueputa para eso, ¿no le parece? Y ahí, enfrente de las mujeres y los hijos, eso no se hace”. Un no rotundo salió de la boca de Julio: “No señor, yo no he matado a nadie”. El comandante prendió un cigarrillo y se lo fumó todo, pausadamente, en completo silencio, dándole la espalda a la escena.

“Vea, Julio, le voy a perdonar la altanería, porque usted es un valiente y de pronto lo voy a necesitar en la guerra”. Los sollozos de Juan José interrumpieron al comandante. “Suéltenlo -gritó- ¿o es que quieren matarlo? No sean malparidos, déjenlo respirar el aire de esta mañana maravillosa”. Juan José se incorporó y completamente agitado fue a vomitar entre la maleza. El barro en su rostro ya estaba seco. “No me vuelva a recalcar eso porque yo no lo voy a acompañar a ninguna guerra, no quiero participar en grupos armados ni nada de eso, si lo hiciera, me meto, pero del lado del gobierno y para pelear por el país contra otro país, no a esta vaina sin sentido”, terminó Julio. “Tranquilo papá -replicó el comandante- de alguna forma nosotros también somos el gobierno”.

***

Juan José permanecía mareado y adolorido. Intentaba limpiarse el rostro y dejar de lado el espanto, cuando escuchó el tiro que le quitó la vida a Julio. No quiso mirar. Se acurrucó con las manos entre la cabeza. Allí quedó entumecido, impidiendo el brote de las lágrimas y con la sangre trémula a punto de reventarle las venas. Lo último que escuchó fue la voz del comandante: “Oiga, cometierra, nosotros no somos ladrones. Ahí le dejamos su revólver encima de la valentía de Julio, su hermano. Tiene veinticuatro horas para irse y no volver nunca más por acá y si se pone de bocón a decir lo que no pasó, le caemos a Medellín y le aplicamos la de los sapos, ¿entendió?”.

Juan José dejó que se fueran aquellos hombres aciagos. Cuando ya solo se escuchaba el dócil rugir de la selva y el susurro inmortal de la quebrada, Juan José se acercó al cuerpo de Julio, retiró el revolver, le levantó la cabeza, le cerró los ojos y empezó a recitar, con los labios negros y el tufo de su tierra: “Dale señor el descanso eterno y brille para su alma la luz perpetua”.

* El Nudo del Paramillo es uno de los lugares más intrincados de la realidad colombiana. En su sistema montañoso palpitan las contradicciones de la cordillera central andina, los bosques del Urabá y las planicies hacendadas de la costa caribe. Aunque fue declarado zona de conservación natural en los setenta, desde hace más de cien años este territorio ha sido habitado por poblaciones indígenas y campesinas que se resguardaron en sus bosques huyendo de fenómenos de despojo territorial y violencia, construyendo allí corregimientos enteros, que en los noventa fueron borrados del mapa en medio de un conflicto que involucró megaproyectos hídricos, así como estrategias paramilitares y guerrilleras de dominio territorial. La historia aquí narrada es una crónica de ficción resultado del diálogo entre una de las investigaciones ganadoras de los estímulos del ICANH 2020: “Los campesinos del Nudo del Paramillo, despojo y reproducción de la vida en una región de frontera agraria”, de Catalina Serrano y la interpretación periodística y literaria de Giovanny Jaramillo Rojas.

Por Giovanny Jaramillo Rojas

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María(17011)26 de junio de 2021 - 02:41 p. m.
Excelente historia. Felicitaciones. Con historias como estas nos acercamos a la comprensión de los problemas colombianos.
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