¿Cómo fue el proceso de selección de los cuentos, tanto los antiguos como los nuevos, por decirlo de alguna forma? Arranquemos desde ahí, y ya luego ahondamos en las historias y también en la estructura del libro.
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El libro es una selección muy rigurosa de cuentos. Yo diría que aquí hay tal vez el 30% o un poco más de todos mis cuentos. Cada cuento ha sido elegido deliberadamente porque responde a un momento de mi vida y a mi relación de lucha con el género. El cuento es un género muy difícil porque exige una implicación emocional. Aunque sea un juego, requiere esa implicación.
Cuando tienes 17 o 20 años, como fue mi caso cuando empecé a escribir cuentos, produces algo muy distinto que cuando llegas a los 40 o 60 años. Estos cuentos reflejan esos primeros años, pero ahora estoy en la tercera edad, y es curioso, pero es así. Siento una especie de nostalgia por esos cuentos iniciales, que eran vividos y sufridos, pero también parte de la búsqueda del género. En ese tiempo, cuando estaba en la universidad, recuerdo que me sentía muy sola en mi búsqueda del cuento, aunque conté con el apoyo invaluable de mi profesora de literatura. Ella leía mis cuentos y me hacía comentarios; por ejemplo, “Ese final es maravilloso” o “Ese es un lugar común”. Desearía conservar esas notas, pero muchas veces uno pierde documentos sin imaginar cuán valiosos pueden llegar a ser.
Escribir un cuento en esa época fue como un ensayo, una exploración de esa primera etapa de vida. Tenía entre 18 y 21 años y estudiaba en la Universidad Nacional. Era una época en la que uno cumplía ciertos rituales de la clase media, con los sacrificios que eso implicaba, especialmente por parte de la madre de la familia. Fui educada en esos valores, como el de preservar la virginidad, que parecía algo fundamental, aunque en la universidad uno terminaba perdiendo su “virginidad intelectual”. Esa etapa fue formativa. Estudié literatura, empezando con los griegos y pasando luego al existencialismo, y recuerdo cómo toda la clase estaba en ese estado casi existencialista. Era como si nos faltara vestirnos de negro y tener ese sentimiento que compartían autores como Sartre o Camus.
En algún momento, supe que quería vivir para la literatura. No pensaba en vivir de la literatura, sino para ella. Pero siendo una joven de clase media tan reprimida, me enfrentaba a un dilema: necesitaba que me pasaran cosas para poder escribir sobre ellas, pero a la vez me asustaba lo que eso podría implicar. Bogotá estaba llena de peligros, y salir en busca de aventuras no era una opción real. Con el tiempo comprendí que la ficción puede ser mucho más intensa que lo que uno vive en la vida real, porque el mundo real también tiene muchas apariencias y máscaras.
Pensando en todo lo que dice, me recordó una frase de su ensayo: “No se escribe un cuento desde la nada, sino desde la vida”. Me parece interesante esta relación con el género que mencionas. Quisiera que hablara un poco más sobre ese vínculo, sobre cómo el cuento a veces toma ventaja sobre el autor.
El cuento es muy difícil porque exige brevedad, pero esa misma brevedad impone mucho. No puedes desperdiciar espacio en adornos. Debes convencer al lector de algo en un espacio reducido, mientras que la novela te permite extenderte. En el cuento, he aprendido a podar sin piedad. Cuentos que originalmente tenían nueve páginas los dejé en cinco o seis, eliminando todo lo que sobraba para presentar una especie de árbol bien podado. Esa es la dificultad y a la vez el reto del cuento: lograr la esencia en pocas palabras. Algunos escritores nunca terminan una obra y siempre tienen la tentación de corregirla. En este libro aproveché la oportunidad de pulir los cuentos hasta sentir que estaban completos.
Hablamos de este deseo de escribir y veo que el tema del deseo aparece en varias historias del libro. Me gustaría saber más sobre tu interés en explorar este tema.
Pienso que ha habido un cambio de mentalidad muy grande en las nuevas generaciones, un cambio de paradigma. Cuando yo tenía 14 años, leía apasionadamente literatura que despertaba en mí una sed de algo que no sabía definir. En aquel entonces soñaba con ser antropóloga, con viajar a la selva, quizás como un reflejo de las aventuras que había leído. Pero luego decidí que quería escribir. La literatura es como un veneno, una sed que no se cura. Recuerdo cómo, cuando pasaba vacaciones con mi madre, prefería leer que socializar. Era algo que estaba dentro de mí y que no podía ignorar, una pasión que al final me llevó a escribir.
Creo que otro elemento transversal del libro es que los personajes son mujeres; aunque claro, también hay hombres. Pero, digamos, los principales, y de hecho la portada ya nos da esa pista de la importancia y el protagonismo de la mujer...
No es que me encante hablar de mí misma en este contexto, pero dado que lo preguntas... Son personajes femeninos porque lo femenino en mi época era problemático. Hoy en día, lo femenino es una reivindicación permanente: igualdad de género, derechos y todo eso. Pero en mi época, lo femenino era problemático. ¿Por qué? Porque la familia te metía en un molde del que no podías salir; si te salías, era como si te acercaras a algo “inapropiado”. Los hombres eran muy machistas; querían aprovecharse de las mujeres, pero al mismo tiempo pensaban que esas mujeres eran “fáciles”. Eso comenzó a cambiar en los años 70 en la Nacional. Ya no íbamos a la universidad a buscar un marido profesional; íbamos a ser profesionales. Fue un cambio fundamental.
Además, resuena mucho con el primer cuento, el de la mujer que va sola. Eso refleja toda esta lucha de la que habla, una lucha contra la represión y las ansias de explorar lo desconocido. ¿Cómo podría explicarlo desde su experiencia?
Desde lo personal, cuando entré a la Nacional a los 18 o 19, ya era independiente, aunque no lo entendía así. Provenía de una familia con recursos limitados; vivía en casa de una tía, que era algo dura. Recuerdo que tuve que rogarle a mi madre que me dejara vivir en las residencias de la universidad para ser independiente. Con un préstamo educativo del ICFES cubría mis gastos. No era fácil, pero construí esa independencia sin darme cuenta. Fue una época intensa, llena de estudio y conversaciones largas en la cafetería con los amigos. No trabajaba; pude enfocarme en mis estudios y en vivir una vida llena de experiencias en la universidad.
Y esa independencia también parece reflejarse en el cuento de “El Superhombre”, donde menciona la importancia de los instantes de vida que no se olvidan. ¿Cuáles serían esos momentos para usted?
Pues, cuando pasé a la Nacional, lo que más deseaba, lloré. También cuando me fui de Colombia; recuerdo llorar sin parar durante todo el vuelo, de una forma desgarradora lo hice hasta llegar a Madrid. Y, bueno, el amor en la madurez: esa sensación de felicidad embriagadora, de conocer a alguien con quien parece que todo va a salir bien, como cuando mi marido, Jorge, me conquistó con su perseverancia. Son esos momentos épicos de la vida que no se olvidan.
Además, menciona en el libro cómo vivir en España marcó una experiencia. Hay una tensión entre esa identidad latinoamericana y el choque de culturas al vivir fuera. ¿Podría contarnos más sobre esa experiencia?
España fue un país que me permitió integrarme y competir en igualdad. Me dio un trabajo digno, del que pude vivir y escribir con dignidad. La integración es difícil, y depende del que llega, no de los que están allá. Es un desafío adaptarse, pero es posible si tienes la mente abierta. Trabajé mucho, aproveché oportunidades y fui agradecida con España, aunque fue un camino lleno de obstáculos.
Hay otra influencia importante que menciona en el libro, la de los filósofos existencialistas como Sartre y Nietzsche, que parecen haber dejado huella en su escritura. ¿Qué nos puede contar sobre estos referentes?
Sartre, Hesse y el existencialismo fueron fundamentales. Esa literatura desgarradora de la época resonaba conmigo; la escritura se alimentaba de esa búsqueda de la pureza, de esa constante insatisfacción. Nietzsche, por ejemplo, rompía esquemas, pero también te llevaba al abismo, y uno sentía ese tipo de desgarro. Después, los postestructuralistas como Derrida rompieron aún más esquemas, pero era una época de búsquedas intensas y profundidades a las que uno podía permitirse llegar antes de las responsabilidades de la vida adulta.
Finalmente, en otro de los cuentos el narrador habla de la libertad como “la palabra más amada”. ¿Es esa su palabra más preciada?
Sí, libertad. Pero no solo en un sentido político, sino la libertad de poder escribir lo que quiera, sin imposiciones. Esa libertad de criterio, de acción, de poder expresar los conflictos que siento y pienso en mis propios términos. Es la libertad de poder escribir lo que uno quiere, que no haya cancelación, porque digamos que la política de la cancelación coarta la libertad de expresión. Entonces, es un juego muy peligroso en el que está metida esta época.
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