De acuerdo con los historiadores, el Corán cayó en riesgo de desaparecer después de la muerte de Mahoma, en el año 622 después de Cristo, porque poco a poco se fueron muriendo los ‘huffaz’, que eran los únicos que se lo sabían de memoria. Los primeros califas se encargaron de recoger las distintas notas que había y fueron unificando las diferentes versiones que se encontraron.
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La historia fue pasando de voz a voz y de generación a generación, y decía que cuando murió Mahoma, en el año 622 después de Cristo, el primer califa del mundo árabe había constatado que los ‘huffaz’ estaban en vías de extinción. Alterado, convencido de que aquellos viejos sabios que se conocían de memoria el Corán iban muriendo y que nadie más que ellos podría preservar la gran memoria sagrada de los árabes, Abú Bakr le dio la orden a sus súbditos, y a todo aquel que conocía, de que recolectaran todas y cada una de las hojas en las que estaban o podían estar escritos los versos del ‘libro’, que por supuesto, aún no era un libro como el que se conocería con los años y los siglos. Aquellos versos estaban impresos en hojas de palmeras, en piedras y huesos y pergaminos.
En síntesis, se encontraban dispersos por gran parte de la península arábiga, y más al norte, e incluso, atravesando el Mar Rojo. Ni los ‘huffaz’ que aún vivían, ni los bibliotecarios de la época, ni los escribas o los seguidores más fieles de Mahoma lograron encontrar cada uno de los escritos que, aseguraban, comprendían el Corán. Cuando Abu Bakr falleció, Omar, su sucesor, y un antiguo secretario de Mahoma llamado Zayd ibn-Thabit, continuaron con el trabajo, que ya para entonces había adquirido connotaciones de sagrado. Según lo plasmó Peter Watson en su libro de “Ideas, historia intelectual de la humanidad”, fueron “ellos quienes reunieron los versos, si bien su forma y organización definitiva no serían obra suya sino del tercer califa, Uthman (644-657)”.
Uthman era yerno de Mahoma y había sido muy cercano a él. Lo llamaban “el tercero de los califas correctamente guiados”. Durante los 12 años de su mandato, expandió las fronteras árabes del imperio musulmán hasta Fars y Yorasan, tierras de las actuales Irán y Afganistán. Sin embargo, Uthman era más un comerciante y un gestor de negocios, que un hombre de guerra. Al final de su vida, le valió muy poco el haber mejorado las condiciones vitales de su pueblo, pues los líderes de las tribus enemigas se ensañaron contra él y su clan, los Quraysh, y lo asesinaron en su propia casa. Uthman tenía 79 u 80 años, y su muerte desencadenó la primera “Fitna”, o guerra civil del Islam. La edición del Corán que él promovió pasó a llamarse la “Uthmani”, y se reprodujo en tres copias que fueron a dar a Damasco, al-Basrah y al-Kufah.
Tras la muerte y el casi clandestino entierro de Uthman, la “Uthmani” se convirtió en la versión oficial del Islam hasta el día de hoy. Para Watson, “esta era, al menos, la versión tradicional. Los estudiosos modernos sospechan, por ejemplo, que Abú Bakr no participó de ninguna forma, y que Uthman encontró en el mundo árabe varias copias del texto, con redacciones divergentes, por lo que canonizó la versión de Medina y ordenó que todas las demás fueran destruidas”. Más allá de las leyendas y las contradicciones, aquellos historiadores modernos que mencionó Watson estuvieron de acuerdo con que el texto sagrado del Corán había sido finalizado en el año 933, y que era obra de dos visires, según los musulmanes, quienes simplemente habían terminado de copiar las palabras que el arcángel Gabriel le había dictado a Mahoma.
Luego de las pérdidas, las búsquedas, hallazgos y revisiones, el libro quedó formado por 114 suras, capítulos, divididas a su vez en 99 mecanas y 24 medinenses. Como lo detalló Watson, “Las suras mecanas, las más antiguas, son por lo general breves, apasionadas, exaltadas y proféticas”. Su tema principal lo constituyen los deberes éticos del hombre y el castigo que aguarda a los infieles. (El islam, de hecho, tiene dos juicios: uno en la muerte y otro en la Resurrección)”. En las suras medinenses quedaron plasmados numerosos asuntos legales acerca del hurto, el matrimonio y el divorcio, la usura, el asesinato y la venganza, y los detalles que debían seguirse en las ceremonias religiosas. También se determinaba allí lo que era y no era sagrado, partiendo de que el Corán, su caligrafía, sus formas y ritmos y palabras, era en sí mismo sagrado.
Como el Corán, el árabe era y fue y siguió siendo sagrado para los musulmanes. Era la lengua que se hablaba en el paraíso, y para ellos, el idioma de Adán, que lo olvidó y fue eternamente castigado por haber querido aprender otros, todos ellos, de muy bajo nivel. “En realidad, sin embargo —escribió Peter Watson—, el árabe es una forma relativamente moderna de las lenguas semíticas, entre las que se encuentran el acadio (Babilonia y Asiria), el hebreo, el fenicio, el arameo (la lengua de Jesús), el ciríaco y el etíope”. Según el tiempo y los sucesos, las de Mesopotamia fueron las primeras de ese grupo, y surgieron en el tercer siglo antes de Cristo. Luego aparecieron las de Siria y Palestina (siglo II a. de C), y hacia el año 800, contado antes de nuestra era, se formaron las lenguas de Arabia y Etiopía.
El Corán fue escrito en árabe, y el árabe derivó del arameo, como explicó Watson, “a través de la escritura cursiva de los nabateos”. En las primeras épocas del islam, aún era una lengua en vías de construcción, sin vocales claramente determinadas, hasta el punto de que en los textos se ponían puntos rojos en los lugares donde debía ir alguna vocal y que el lector decidiera. El resto se escribía en tinta negra. Era el dialecto que hablaban al norte de la península los aristócratas del clan de los Quarysh, del que hacía parte Mahoma, y para gran parte de los filólogos, lingüistas, críticos, escritores, filósofos, poetas y políglotas musulmanes, fue desde un principio superior en belleza, ritmo, claridad, diversidad y profundidad a todos los demás idiomas. Por eso, para los musulmanes fue siempre un deber leer el Corán en árabe.
En los tiempos de los beduinos, las primitivas tribus que iban y volvían por la península arábiga tenían una forma de vida que no les permitía acumular mayores riquezas. Sus desplazamientos se lo impedían. Cada tribu, como máximo, estaba compuesta por 600 individuos, que hablaban en su dialecto y que luego, cuando domesticaron al camello, hacia el año 1.100 antes de Cristo, comenzaron a relacionarse con otros grupos y sus maneras de vivir y a construir una especie de cultura cuya base, fondo y arte era la lengua. “La belleza de los hombres está en la elocuencia de las palabras”, decía un proverbio musulmán. Las palabras eran “la magia lícita”, decía otro, y por aquella magia, la poesía se convirtió en la forma más elevada de la comunicación y las relaciones de los árabes.
El hombre perfecto para ellos dominaba el tiro al arco, la equitación y la elocuencia. Aunque por diversos descubrimientos algunos historiadores establecieron que la poesía escrita más antigua de los árabes era la “qasidah”, del siglo VI, ya antes, mucho antes, las tribus de los beduinos y sus sucesores cultivaban la poesía oral, con unas cuantas normas y convenciones. En las casidas, los poetas hablaban de exóticos sitios, de sus viajes, de los camellos, y casi que invariablemente, acababan por reflexionar sobre lo nimio que era el ser humano ante la fuerza descomunal de la naturaleza. Más que los temas, lo que les importaba a los árabes en la poesía era el ritmo, un cadencioso vaivén que les evocaba el paso de los camellos. “Sea cierto o no —escribió Watson—, estos poemas conformaban el ‘diwan’ de los árabes”.
Ese “diwan” era el “registro” de su experiencia colectiva, única y legendaria, que llevó a los árabes no solo a considerar que la lengua era fundamental, sino que la comunicación con ella y entre los poetas la hacían sagrada. Por aquellos primeros años y siglos de beduinos, camellos, migraciones y poemas orales, la religión estaba compuesta por varios dioses, según cada tribu y sus herencias. Los manantiales y las rocas eran deidades, igual que la luna y sus reflejos. En Ghaiman adoraban una piedra roja, en Al-Abalat, una blanca, y en Najran, una negra. En La Meca se postraban ante un meteorito, la Kaaba, o un aerolito, que según los musulmanes el ángel Gabriel le entregó a Abraham. Su nombre de origen era “Makuraba”, cuyo significado era “santuario, y allí el principal dios era ‘al-ilah, allah’, que quería decir “el dios”.