El Magazín Cultural

Crónicas del más allá (II): la mirada de la Esfinge

Segunda entrega de una serie de ficción en la que la escritora Alejandra Jaramillo se encuentra con clásicos escritores y escritoras fallecidos. Hoy, Clarice Lispector.

Alejandra Jaramillo Morales * / Especial para El Espectador
31 de enero de 2023 - 01:29 p. m.
Chaya Pinjasivna Lispector, más conocida como Clarice Lispector, fue autora de novelas como "La pasión, según G. H." y "La hora de la estrella". También de cuentos, libros infantiles y poemas. Nació el 10 de diciembre de 1920, en Chechelnik, Ucrania, y murió el 9 de diciembre de 1977, en Río de Janeiro, Brasil. / Archivo
Chaya Pinjasivna Lispector, más conocida como Clarice Lispector, fue autora de novelas como "La pasión, según G. H." y "La hora de la estrella". También de cuentos, libros infantiles y poemas. Nació el 10 de diciembre de 1920, en Chechelnik, Ucrania, y murió el 9 de diciembre de 1977, en Río de Janeiro, Brasil. / Archivo

El segundo encuentro fue con Clarice Lispector. Desde que cumplí cincuenta años, y por invitación de Gernot, mi marido, empecé a subir caminando a Monserrate. Subo una o dos veces por semana con mi amiga Carmen Elena Montenegro, que me ha impulsado en la pasión matutina de recorrer ese sendero para observar, como premio al esfuerzo, a mi Bogotá desde las alturas. En marzo de este año, una mañana cuando subíamos, empezó a lloviznar. Nuestra caminata no es religiosa, nunca entramos a la iglesia, pero ese día la lluvia nos hizo guarecernos en los corredores. Sin embargo, llovía venteado y tuvimos que cruzar la iglesia para llegar hasta el lugar donde tomamos nuestro café. Caminamos por el ala derecha de la iglesia buscando la puerta lateral cuando tuve la visión. Ese día en la iglesia había mucha gente, tal vez por la lluvia, además era sábado. En una banca casi al borde derecho, la vi. Una vez más, la presencia fantasmagórica sobresalía a las demás personas. Caminé hasta la puerta por donde íbamos a salir y me volteé para mirarla bien. Ahí estaba, sentada, mirando al vacío. Era la Clarice de la única entrevista televisiva que dio. El mismo vestido, el mismo peinado, la diferencia estaba en el colorido. Estaba radiante, no apagada y triste como en la entrevista. (Recomendamos: Lea la primera entrega de esta serie: el encuentro con Julio Cortázar).

Alcancé a mirar al lado derecho y vi a Carmen Elena ya llegando al lugar donde compramos el café. Me sonrió. No tuve tiempo de explicarle lo que estaba pasando. Corrí a sentarme junto a Clarice. De ese encuentro recuerdo que hablamos en portugués. Ella con su acento un poco afectado, mezcla de nordestina y carioca, y yo, en ese tiempo de los muertos donde sucede lo imposible, recuperé el portugués fluido que hablaba en los tiempos en que vivía en Nueva Orleans. Recuerdo que por esos días la sensación del portugués retorno a mi cotidianidad, pero luego se fue diluyendo. La memoria, que todo lo trastoca, o traduce en este caso, me devuelve la escena completamente en español. (Recomendamos: Lea un capítulo de la más reciente novela de Alejandra Jaramillo).

—¿Me ve? —me dijo.

—Sí. ¿Usted me ve?

De inmediato me di cuenta de lo absurdo de mi pregunta. Si ella me había empezado a hablar era porque me veía. Además, ya sabía que no era la doble de la escritora brasilera ni algo por el estilo, Julio Cortázar me había dejado claro que esto podría seguir pasando.

—¿Dónde estoy?

—Bogotá —le contesté.

—Ah claro, en esta ciudad de brujerías.

Sonreí. Ya tenía yo noticias de que ella había venido a Colombia en dos oportunidades. La primera vez en 1974 a Cali, asistió a un congreso de literatura donde dijo una frase que resonaría para ser invitada al segundo evento: “Dejo registrado que, si vuelve la edad media, yo estoy del lado de las brujas”. Después, el político y poeta Simón Gonzáles la invitó en 1975 al primer Congreso Mundial de Brujería. Para ese momento Clarice era muy famosa en Brasil y ese viaje suscitó muchas críticas.

—Dicen que en ese encuentro usted leyó “El huevo y la gallina”, ese cuento que usted dijo que era un misterio, que no entendía.

—Ya no me acuerdo.

—Bueno, dicen que no lo leyó usted, que le dio un ataque de pánico y finalmente lo leyó otra persona.

—Puede ser, el público me aterrorizaba— contestó sin gesticular.

—¿Pero, recuerda el cuento?

—Sí, y que para mí siempre será un misterio.

Quiero alejarme de ella. Quiero caminar por la iglesia y mirarla. Mi corazón late a toda velocidad. Qué absurda asimetría haber leído tanto a alguien, sentir un amor inmenso y no encontrar palabras para dejárselo saber. A la otra. A esta otra tan importante para mi vida. Opté por quedarme ahí. Las reglas de este juego eran absolutamente inciertas para mí. Qué tal que me alejara y su presencia se diluyera.

—¿De dónde viene? —le pregunto.

—De un silencio eterno, vacío y oscuro.

—¿Regresa con frecuencia?

—Nunca. No había vuelto nunca. Casi desde el día en que di una entrevista para la televisión, antes de morir y les dije que yo hablaba desde mi tumba. Ahí empezó el cansancio, la rabia, me dominó la oscuridad, nunca volví.

—¿Y ahora, por qué vuelve?

—¿Me está entrevistando?

—No, cómo se le ocurre.

Segundo problema. No podía alejarme. Pero tampoco podía preguntarle demasiado. Las entrevistas eran el infierno para Clarice Lispector. Preferí guardar silencio y esperar. La emoción no me permitía ni observar la iglesia.

—¿Sabe?

Me tranquilizó volver a oír su voz.

—El paso de la vida a la muerte me asustaba. Me parecía como pasar del odio, que tiene un objetivo y es limitado, al amor que es ilimitado. Pero cuando pasó me encontré con que era simple oscuridad y vacío.

—¿Y hoy, porque está acá? —me lancé a preguntar, atemorizada.

Me explicó que había oído un grito de su madre. Ucrania. Los rusos vuelven, invaden otra vez. Y el cuerpo de la madre se retorcía. Otra vez los hombres, las manos, la violencia. La enfermedad. Me explicó que su madre había sido violada por soldados rusos durante la ocupación de principios del siglo XX. Explicó también que quedó enferma de sífilis y que ella había sido concebida para salvarla, en esa época decían que esa enfermedad se quitaba teniendo otro hijo. Ella era la que venía a salvar a la madre. Pero la madre no pudo salvarse. sobrevivió a la niña, a la futura escritora, a la mujer, la madre, diez años. Y luego, la dejó sola para siempre, sintiendo el lastre de haber sido incapaz de salvarla.

—Lo siento. Pero me parece un poco extraño que el llamado de su madre la haya traído precisamente acá. ¿No le parece?

—Usted me está entrevistando.

—No, usted me vio a mi primero—le dije equivocadamente.

—Ya no me acuerdo.

—No le parece paradójico, maestra, ¿a usted que no le gusta que la entrevisten y realizó decenas de entrevistas?

—Buscaban en los otros las respuestas a mis preguntas.

—Me imagino.

—Soy una tímida osada, aprovechaba el deseo de la gente de hablar, ese deseo que yo nunca tenía. Contestar una entrevista sólo me traía molestias —dijo y levantó la mano quemada y se acomodó el pelo. Me impresionó imaginar que los médicos estuvieron cerca de amputarle la mano cuando en 1966 se durmió con un cigarrillo encendido, después de tomar pastillas para dormir, como solía hacerlo casi todas las noches.

Comentamos la pequeña venganza involuntaria de Pablo Neruda. Porque cuando a ella la entrevistaban daba respuestas lacónicas, evasivas. Pero la gente se regaba en palabras al hablar con ella, seducía a los y las interlocutoras con la inteligencia y la belleza, con su halo de misterio. Pero Pablo Neruda le dio por escrito la entrevista más minimalista de todas las que hizo.

Por unos minutos se relajó. Me contó varias anécdotas relacionadas con las entrevistas. Mencionó que tenía tres preguntas que nunca faltaban. Las preguntas que la caracterizaban.

¿Qué es lo más importante del mundo?, ¿Qué es lo más importante para un individuo? ¿Qué es el amor?

—Casi nada— reaccioné.

—Dígame, ¿qué es el amor para usted?

—Difícil, algo así como una fuente que me hace querer vivir.

—¿Una fuente? — Preguntó ella.

—Si una fuente, que se traduce en las personas, las acciones, los deseos que me mantienen viva, creo que el amor está por fuera de lo que es, por encima, es algo que nos supera.

—Un misterio, claro, sin duda.

—Sé que usted entrevistó dos íconos de la música brasilera, Chico Buarque y Vinicius de Moraes. ¿Cómo fue?

—Ve que si me está entrevistando

—¿No tenía ganas de hablar después de tanto silencio? —le digo, un poco atrevida.

—El joven un ídolo, el viejo un Dios, un sabio.

Le dije que se le escapaba otra pregunta que constantemente hacía. Le interesaba saber si la gente había tenido alguna experiencia mística, si habían tenido un estado de gracia. Me miró y esbozó una muy leve sonrisa. Le alegró que yo conociera sus entrevistas, quiso saber un poco más de mis lecturas, de mí. Le dije que yo era muchas mujeres, de muchos momentos. La joven que empezó a leerla a ella. La que siguió creciendo siempre con sus libros en la mesa de noche. Y la adulta de ahora, que también había escrito unos cuantos libros. Por suerte en ese tiempo sin tiempo del más allá el pasado se acumula y como una estrella centellea, como un aleph donde todo confluye. Y ella, me parece, alcanzó a hacerse los trazos necesarios para entender a esa lectora que por alguna extraña coincidencia la había visto en ese retorno al mundo de los vivos.

Clarice me pidió que saliéramos de la iglesia. De repente le entró una incomodidad con ese espacio. Del tiempo de afuera, de Carmen Elena esperándome, tuve que olvidarme. Ojalá las cosas funcionaran como en el encuentro anterior y cuando volviera ella no hubiese notado mi ausencia, de todas maneras, conozco su actitud de complicidad y sé que entendería. Salimos por la puerta principal de la iglesia, había dejado de llover, pero la neblina no cedía. Bogotá estaba absolutamente cubierta de nubes. Tomamos el funicular. Empezamos a bajar, cruzamos el túnel y mientras tanto Clarice estaba hablando, contando anécdotas de las primeras publicaciones, de la universidad, sus estudios de derecho, y cuando conoció a Maury, quien sería su marido. Yo descansaba, no tenía que preguntar nada.

Al salir del túnel, entre la bruma, apareció Nápoles. El funicular cruzaba por las calles de esa ciudad. La primera ciudad donde vivió la escritora con su esposo. Me mostró el hospital donde atendió durante muchos días a soldados brasileros víctimas de la segunda guerra mundial. Me explicó que era también la época de la ilusión, cuando seguía creyendo que vivir lejos de Brasil era posible y que hacer una vida de pareja era un sueño.

—Visitaba a diario a los soldados, les daba lo que necesitaban, les conversaba. Iba todas las mañanas y cuando me veía obligada a faltar me ponía muy mal. Tanto por ellos que me esperaban, como porque yo también los extrañaba.

Seguimos bajando y aparecimos en Berna. Clarice palideció. Empezó a explicarme que ahí fue el peor momento de su vida. La guerra ya había terminado y esa ciudad era tan bella, pero guardaba un silencio y una soledad que ella no pudo soportar. Ahí entendió que vivir lejos de Brasil no era posible. Pero se demoraría muchos años en tomar la decisión de regresarse.

—Tenía muchas horas libres, lo que todo escritor deseaba, pero yo terminaba solamente mirando por la ventana.

Fue en esa ciudad donde conoció también la depresión. Y en las cartas con su hermana descubrieron ese mecanismo brutal que lleva a una mujer a perder su propio destino por sostener una vida de casada. La hermana contaba que estaba desolada, decía que se estaba perdiendo y Clarice le daba consejos para recuperarse a sí misma, para encontrar su propio espacio. En las cartas terminó confesando que ella también estaba sufriendo una transformación inmensa, un estado de ánimo que la dejaba el borde de la nada. Le pidió a la hermana que se pusiera ella en primer lugar, que pensara en ella, una suerte de egoísmo femenino. “Parece una moral amoral, porque lo verdaderamente amoral es desistir de uno mismo” le escribía en las cartas. Tal vez la única felicidad que vivió me iba contando mientras veíamos la ciudad, fue el nacimiento de Pablo, su primer hijo.

El funicular seguía bajando y de repente nos rodeó la sala de la casa de Maury y Clarice en Washington D.C. La escena nos causó un poco de risa, por fin nos reímos. El sofá, Clarice sentada con la máquina en el canto escribiendo, Pablo ya correteando y Pedro, su segundo hijo, gateando por la habitación. Nosotras parecíamos dos hormigas dentro de ese espacio, con todo y el funicular.

—Yo no quería encerrarme, no quería ceder a la idea de ser una escritora profesional. Nunca lo fui. No quería que mis hijos me perdieran.

—¿Acaso tenía que elegir? — pregunté con temor.

—No, pero si hubiera tenido que elegir entre la literatura y la maternidad, habría desistido de la literatura. No tengo dudas de que como madre era más importante que como escritora.

Me contó también que fue en esa sala cuando un día su hijo Pablo se estaba quejando de verla escribir, ella que ni siquiera se encerraba para poder estar con ellos, y él le reclamó y le dijo: entonces, escribe algo para mí. Así llegó Clarice Lispector a escribir literatura infantil. Me explicó también que por esos años empezó a entender que la novela tal como era hasta ese momento no era literatura. Se necesitaba hacer otra cosa, una cosa nueva, no para bien de la literatura sino para bien de la vida, había que espiar de otro modo, era necesario adivinar más. Ahí después de un tiempo de silencio. de esos tiempos hiatos en que dejaba de escribir, llegó el proyecto de escribir La pasión según GH. Una novela que terminaría de escribir estando ya en el año 1959 en Brasil, después de la separación, otra vez en Río de Janeiro, volviendo a ser lo que ella quería ser: una brasilera en Brasil.

El funicular se detuvo. Nos bajamos y recorrimos el camino que todas las mañanas, cuando subo a Monserrate. Pero al salir del edificio el panorama era otro. La luz intensa del reflejo en la arena, el sonido de la gente en movimiento y la gran playa en el barrio de Leme, Rio de Janeiro, donde pasó el resto de su vida. De 1959 a 1977 cuando murió. Nos encontramos con una escultura que llamó su atención. Lo primero que vio fue un perro y le pareció igualito al suyo, a su Ulises. Y luego frente a él se vio a ella. La sorprendió haber llegado a convertirse en eso: una materia sólida permanente que cualquiera puede observar. Ella que había cuidado su misterio a su libre albedrío, que se había escondido y había salido cuando le diera la gana. Ahí estaba para todo el que quisiera verla. Se sentó a un lado de la escultura y me miró apesadumbrada. Guardó silencio. No pude saber qué pensaba. Yo me senté al otro lado. La muerta, la estatua y yo. Y Ulises mirándonos. Rompió el silencio para contarme que Ulises una vez le había mordido la cara, y que lo amaba tanto que ni por eso quiso prescindir de él. Pensé que le alegraría saber que ahí en la playa, estaban los dos juntos hasta que el deterioro de las cosas acabará con ellos.

—¿Sabe?, de mí se hicieron varios retratos. Estaba posando para De Chirico cuando el vendedor de periódicos gritó: “¡È finita la guerra!” Yo también di un grito, el pintor se detuvo, Comentamos nuestra extraña falta de alegría y continuamos.

En ese momento supe que más que querer entrevistarla me habría encantado poder pintarla. O tallarla quizás. La observé con cuidado y por mi mente pasaron muchas fotos de ella que había visto en mi vida, esa mujer a quien quise siempre leerle el pensamiento. La miré a los ojos y me pregunté si los que leemos terminamos con los párpados caídos. Ella giró para mirar hacia la playa. Yo me paré y me senté al lado de ella, esta vez mirando a la playa, olvidándome de Ulises y de la Clarice de la playa.

—Cuándo Scliar me pintó le conté que De Chirico había dicho que aparentemente era fácil pintarme a mí: Basta poner unos pómulos protuberantes, unos ojos un poco oblicuos y unos labios rellenos: Soy caricaturizable. Pero hasta hoy— y se volteó a mirar la escultura— es difícil capturar mi expresión. ¿No le parece?

Volvió a mirar el mar. Volvió a tener esa mirada vacía de cuando la encontré en la iglesia. Tuve miedo de que se me estuviera yendo. Me lancé, “tímida osada” a hablarle de los lazos que me unían con ella.

—Me gustan los lazos que unen a los seres que amo, así los admire o no, y con usted me unen tres coincidencias.

Ella siguió mirando al mar, yo no podía saber si me estaba poniendo atención o no y decidí seguir con mis confesiones.

—Cuando tenía catorce años descubrí que la lectura iba a ser mi compañera más importante. Un domingo me quedé todo el día leyendo un libro de Herman Hesse. Como usted Clarice, que también a los trece años leyó al escritor alemán. La única diferencia es que yo leí Siddhartha y usted El lobo estepario.

Ladeó mínimamente la cara, y los ojos alcanzaron a mirarme de reojo. Me estaba oyendo, decidí continuar.

—Esta coincidencia creo que es más una disculpa que algo que nos une. Lamento mi ignorancia. Lamento no haber leído ese libro antes. A mi primera novela la llamé La ciudad sitiada. En esa época Bogotá, mi ciudad, estaba viviendo un cerco en la guerra. De ahí vino el nombre. Después me enteré de que una de sus novelas se llamaba igual.

—En dos lenguas distintas, o sea que no es lo mismo —me dijo— ¿y la tercera?

Me emocionó mucho que llevara la cuenta. Me estaba poniendo atención. La tercera coincidencia era menos entendible. En una entrevista le habían preguntado si se fuera a una isla solitaria cuál de sus textos llevaría. Ella eligió llevar uno de sus cuentos “Minerinho”. Le conté que a mí me habían preguntado una vez en clase, conversando sobre las grandes novelas latinoamericanas de los años 60, si sólo pudiera salvar del fin del mundo una de todas esas novelas cual salvaría, y me salió del fondo del alma, sin dudarlo, La pasión según G.H.

—¿Qué es la escritura para usted? — le pregunté.

—Un secreto.

—¿Pero escribía todos los días?

—Usted me está entrevistando.

—Digamos que usted vino a que yo la entrevistara.

—Me voy a vengar ¿sabe?

Si lo sabía, ella hablaba de cómo vengarse de los entrevistadores, tal vez lo hizo entrevistando a tanta gente. Pero el momento del encuentro se iba volviendo apremiante para mí, con ella la compañía era tensa, estábamos juntas y a la vez como separadas por leguas de incomunicación.

—Siempre lo he dicho —agregó— Escribir es una maldición. Una maldición que salva. Es una maldición porque lo obliga a uno, como un vicio vergonzoso. Salva al alma condenada, salva a la persona que se siente inútil, nos salva del día que vivimos que solo puede entenderse si escribimos.

—¿Y la rutina?

—Me levantaba a las 4:30 o 5:00 am, fumaba, tomaba café, sin interferencia. En esos momentos iba concatenando mis inspiraciones.

—¿Inspiraciones? —pregunté.

—Durante el día me llegaban ideas, las anotaba, eso es lo que llamo inspiraciones, al día siguiente les daba orden, las hacía parte de lo que estaba escribiendo.

—Le oí decir que mientras no escribía se sentía muerta—comenté.

—Si, no escribir es como estar muerta. Pero lo necesitaba. Necesitaba hacer un vaciamiento de cabeza entre un trabajo y otros para hacer nacer lo que seguía.

—¿Temía que no la entendieran?

—No, ni ahora lo temo. Entenderme no es una cuestión de inteligencia sino de sentir, de entrar en contacto.

—Hace un rato me dijo que usted quería sacar la literatura de la literario. Y me quedé preguntándome si es una manía de juventud, del episodio aquel con su novio, futuro marido, que se quejó de qué usted le escribió una carta muy literaria.

—¿Cómo lo sabe?

—Lo leí en sus cartas.

Se levantó furiosa. No podía creer que habían publicado las cartas. A quién se le ocurre invadir la privacidad de una persona de esa manera, uno siempre vuelve a la rabia se decía. Por eso es mejor no volver nunca.

—¿Estaban todas las de Lucio?

—No lo sé, leí las cartas con sus hermanas.

Empezó a caminar por la playa, yo la seguí, y me puse de nuevo a su lado. Seguimos caminando. Yo estaba encantada de Río de Janeiro. Jamás había estado allí. Pero no podía precisar en qué momento del siglo XX estábamos. Tampoco tenía tiempo de fijarme demasiado, me interesaba más aprovechar el tiempo que me quedara con esta escritora tan importante para mí.

—Lo que sí leí completo son sus crónicas.

—Gracias. Parece que usted está de mi lado.

—Me pregunté por el efecto personal de su separación, de la mía recuerdo que era un abismo que no terminaba jamás. Mucho tiempo de tristeza. Y en sus crónicas escribía con entereza, hablaba de alegría y belleza. Claro con seudónimos.

—Ni me acuerdo.

—Empezar una nueva vida, perdóneme la insistencia. Historias de la vida que se repiten entre unas y otras.

—Conmigo es distinto, no tengo cualidades, sólo fragilidades. Usted seguro tendrá alguna cualidad ¿no?

—No lo sé, pero al igual que usted tenía mucha rabia con la vida.

—Si, rabia de sentir tanto amor inútil—concluyó.

Me pareció que este tema no le estaba gustando. Pensé rápidamente cómo cambiarlo, encontrar otra manera de conversar. Pero ella fue más rápida que yo.

—¿Para qué le servía leerme??

—Me sirve, no dejo de leerla nunca. Me sirve para muchas cosas distintas, ¿sabe? A veces para reírme de la solemnidad de la literatura. A veces para dejarme entrar en sus estados de gracia, momentos extrañísimos, maravillosos. Leer en el solo leer. Vivir esa experiencia suya, su vivir viviendo.

Nos quitamos los zapatos y empezamos a hundir los pies en el agua, a ver las olas alcanzarnos. Había estado seria casi todo el tiempo. Lamenté no haber sido capaz de divertirla. Tal vez si se hubiera encontrado con otra escritora le habría pasado mejor. Seguí hablándole de su obra.

—Usted quería llegar al fondo, ir a la última instancia del ser, buscar un orden y una trama y no encontrarla. Algo así como ir a que a uno le lean las cartas le digan cosas buenísimas, luego salir de ahí que lo atropelle un taxi— Soltó una carcajada.

—Sabe usted de lo que habla.

—Usted observa el mundo como si fuera una esfinge que se lo va a comer.

—De eso no sé nada— dijo.

—Pero se acuerda, ¿que usted estuvo frente a la esfinge en Egipto, se miraron las dos y ninguna pudo descifrar a la otra?

—Me acuerdo, sí.

Siguió caminando, un poco fatigada. Enmudeció. Tal vez sufría de no saber si se iba a quedar ahí, si no podía volver a su silencio oscuro y vacío. Yo quería preguntarle más cosas, seguir hablando con ella.

—¿Extraña a alguien? — le pregunto.

—De eso no quiero hablar.

—Bueno, puedo cambiar la pregunta, ¿extraña algo?

—Fumar.

Aligera el paso, sigue entrando en el agua, se voltea y me sonríe. Yo me quedo inmóvil y la veo caminar en el mar hasta desaparecer.

* Alejandra Jaramillo Morales es una escritora bogotana, autora de las novelas La ciudad sitiada (2006), Acaso la muerte (2010), Magnolias para una infiel (2017), Mandala (2017), un proyecto de escritura digital, y Las lectoras del quijote (2022), su primera incursión en la novela histórica. Publicó los libros de cuentos Variaciones sobre un tema inasible (2009), Sin remitente (2012) y Las grietas (2017), ganador del Concurso Nacional de la Cámara de Comercio de Medellín y nominado al Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez 2018. Escribe novelas para adolescentes (sello Loqueleo): Martina y la carta del monje Yukio (2015), El canto del manatí (2019) y Los mundos distópicos de Camilo Chang (en impresión, 2022). Entre sus libros de crítica están Nación y melancolía: narrativas de la violencia en Colombia (2006) y Disidencias, ensayos para una arqueología del conocimiento en la literatura latinoamericana del siglo XX (2013). Es docente de la Universidad Nacional de Colombia.

Por Alejandra Jaramillo Morales * / Especial para El Espectador

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