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                                                                                                                              Cuando se fue Paula C

                                                                                                                              Sobre el romance que inspiró la canción “Paula C”, de Rubén Blades.

                                                                                                                              Ilustración de Paula Campbell (quien inspiró la canción “Paula C”), Rubén Blades y la silueta de Hector Lavoe.
                                                                                                                              Foto: La Ché

                                                                                                                              Estaba sentada en una butaca del Madison Square Garden cuando Rubén se acercó tendiéndole una mano. No le dijo a dónde la llevaba. Mientras caminaban por la parte trasera del escenario, el tacón de uno de sus zapatos se enredó con un cable. Viendo cómo resolvían el enredo, con la espalda apoyada en la puerta de un camerino, había un hombre con gafas de aviador, sudoroso, vestido con traje y corbatín azul. “Esta no se la perdono a Rubencito”, pensó Paula, que reconoció enseguida al personaje. “¿Cuál es tu cantante favorito?”, le preguntó Rubén. “Héctor Lavoe”, respondió ella. “Héctor: te presento a Paula, mi novia”. El Cantante soltó una carcajada: “¡Tú ve, brother! A ti ni tu novia te prefiere”.

                                                                                                                              Le sugerimos leer más sobre la serie que profundiza, reflexiona e indaga por la historia de la literatura, La jácara literaria: Historia de la literatura: Tristán e Iseo (Isolda)

                                                                                                                              Rubén se había presentado un día en el trabajo de Paula, una tienda de manualidades que apoyaba la causa de los derechos civiles, que quedaba a pocos metros de su casa, entre la Broadway y West 84th Street. Abrió la puerta y preguntó por la muchacha italiana. Alguien le había dicho que era admiradora suya. ¿Italiana? Esa mujer de pómulos altos y melena de anuncio de champú no era italiana; venía de una familia de ascendencia irlandesa. ¿Su admiradora? Paula no sabía quién era Rubén Blades, que entonces cantaba con Ray Barretto y repartía el correo de la discográfica Fania. No tenía un peso, pero de ambiciones estaba sobrado: decía que iba a ser un cantante famoso y actor en Hollywood. Paula miró de reojo a su compañera de trabajo, su amiga Karen: “Parece que se nos coló un loco en la tienda”.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Llegó el día de la gran pelea. Después de que Paula lo botara de su apartamento, Rubén Blades metió sus motetes en tres bolsas de basura y se marchó. Una noche de ese mismo año, 1978, ella estaba escuchando un programa de salsa en la radio. Durante la programación, el locutor anunció un tema nuevo de Rubén Blades: Paula C. Paula subió el volumen y se acercó a la ventana que daba a la calle 82. Quién sabe si la mirada de un bardo desvalido estaba esperándola al otro lado de la acera.

                                                                                                                              Las paredes del apartamento de Paula se transformaron, de repente, en pantallas que proyectaban imágenes de un pasado no muy distante. La melodía le resultaba familiar. Esa melancolía sostenida de la introducción… ¿Acaso era la misma que Anoland, la mamá de Rubén Blades, tocó para ella en una tienda de pianos de Miami? Es cierto que él le había dicho que le escribiría un tema, pero a estas alturas suponía que ya lo había olvidado. Se dejaba llevar por la corriente ondulante de la canción y le llegaban recuerdos del muchacho que pasó de maniobrar el carrito del correo, componer para otros y atender una llamada de Johnny Pacheco pidiéndole que transportara un instrumento, a brillar en grandes escenarios. Rubén Blades acudió a aquella llamada de Pacheco contrariando los deseos de su novia: “Creo que no deberías ir”. “Si voy me dejarán cantar, aunque sea en el coro”, le respondió él. Paula admiraba su determinación y celebraba su éxito, que no era lo mismo que la fama. Empezaba a sospechar que la fama es de las peores cosas que le pueden pasar a un artista.

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                                                                                                                              Rubén Blades estaba cambiando. Su cabeza sabía lo que quería, sin duda, pero, ¿lo sabía su corazón? Parece que la separación le estaba enseñando que amar a una mujer es una cosa muy seria. No había un sentido oculto en la canción que Paula seguía escuchando en su apartamento. Era la historia de una ruptura y de un reencuentro que en la realidad no duraría. La relación terminó poco tiempo después de que se reconciliaran. Los versos escritos por Rubén Blades en la casa de su amigo César Miguel Rondón no se basaban en la leyenda de dos amantes anónimos: ella era Paula Campbell. Por primera vez en mucho tiempo, escuchaba una composición que él no le había cantado antes, a ella sola, con el único acompañamiento de su guitarra. La escucharía muchas veces, es la dueña del manuscrito original, pero nunca tuvo ocasión de ver a su segundo cantante favorito interpretando la melodía que lleva su nombre. Cuarenta años después, cuando sale a caminar por el barrio del West Side Manhattan, donde vive rodeada de sus recuerdos y sus libros, en el mismo apartamento que compartió con Rubén Blades, la gente le sigue preguntando: “Oye, Paula: ¿cómo está Rubencito?”.

                                                                                                                              Ilustración de Paula Campbell (quien inspiró la canción “Paula C”), Rubén Blades y la silueta de Hector Lavoe.
                                                                                                                              Foto: La Ché

                                                                                                                              Estaba sentada en una butaca del Madison Square Garden cuando Rubén se acercó tendiéndole una mano. No le dijo a dónde la llevaba. Mientras caminaban por la parte trasera del escenario, el tacón de uno de sus zapatos se enredó con un cable. Viendo cómo resolvían el enredo, con la espalda apoyada en la puerta de un camerino, había un hombre con gafas de aviador, sudoroso, vestido con traje y corbatín azul. “Esta no se la perdono a Rubencito”, pensó Paula, que reconoció enseguida al personaje. “¿Cuál es tu cantante favorito?”, le preguntó Rubén. “Héctor Lavoe”, respondió ella. “Héctor: te presento a Paula, mi novia”. El Cantante soltó una carcajada: “¡Tú ve, brother! A ti ni tu novia te prefiere”.

                                                                                                                              Le sugerimos leer más sobre la serie que profundiza, reflexiona e indaga por la historia de la literatura, La jácara literaria: Historia de la literatura: Tristán e Iseo (Isolda)

                                                                                                                              Rubén se había presentado un día en el trabajo de Paula, una tienda de manualidades que apoyaba la causa de los derechos civiles, que quedaba a pocos metros de su casa, entre la Broadway y West 84th Street. Abrió la puerta y preguntó por la muchacha italiana. Alguien le había dicho que era admiradora suya. ¿Italiana? Esa mujer de pómulos altos y melena de anuncio de champú no era italiana; venía de una familia de ascendencia irlandesa. ¿Su admiradora? Paula no sabía quién era Rubén Blades, que entonces cantaba con Ray Barretto y repartía el correo de la discográfica Fania. No tenía un peso, pero de ambiciones estaba sobrado: decía que iba a ser un cantante famoso y actor en Hollywood. Paula miró de reojo a su compañera de trabajo, su amiga Karen: “Parece que se nos coló un loco en la tienda”.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Llegó el día de la gran pelea. Después de que Paula lo botara de su apartamento, Rubén Blades metió sus motetes en tres bolsas de basura y se marchó. Una noche de ese mismo año, 1978, ella estaba escuchando un programa de salsa en la radio. Durante la programación, el locutor anunció un tema nuevo de Rubén Blades: Paula C. Paula subió el volumen y se acercó a la ventana que daba a la calle 82. Quién sabe si la mirada de un bardo desvalido estaba esperándola al otro lado de la acera.

                                                                                                                              Las paredes del apartamento de Paula se transformaron, de repente, en pantallas que proyectaban imágenes de un pasado no muy distante. La melodía le resultaba familiar. Esa melancolía sostenida de la introducción… ¿Acaso era la misma que Anoland, la mamá de Rubén Blades, tocó para ella en una tienda de pianos de Miami? Es cierto que él le había dicho que le escribiría un tema, pero a estas alturas suponía que ya lo había olvidado. Se dejaba llevar por la corriente ondulante de la canción y le llegaban recuerdos del muchacho que pasó de maniobrar el carrito del correo, componer para otros y atender una llamada de Johnny Pacheco pidiéndole que transportara un instrumento, a brillar en grandes escenarios. Rubén Blades acudió a aquella llamada de Pacheco contrariando los deseos de su novia: “Creo que no deberías ir”. “Si voy me dejarán cantar, aunque sea en el coro”, le respondió él. Paula admiraba su determinación y celebraba su éxito, que no era lo mismo que la fama. Empezaba a sospechar que la fama es de las peores cosas que le pueden pasar a un artista.

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