El Magazín Cultural

Cuando se jugaba con sangre o en muletas, pero se jugaba

¿Te acordás hermano, qué tiempos aquellos, como decía el tango? Tiempos aquellos, cuando el fútbol era un juego en el que ganaba el mejor y punto, cuando se jugaba aunque en el juego hubiera patadas y trompadas, y se jugaba siempre, con lluvia o con sol, de noche o de día, con las farolas de las luces rotas o a la luz del último rayo del sol.

FERNANDO ARAÚJO VÉLEZ
24 de noviembre de 2018 - 11:53 p. m.
Maradona en el piso, luego de una agresión de uno de los jugadores de Camerún en la Copa del Mundo de Italia 90.  / Cortesía
Maradona en el piso, luego de una agresión de uno de los jugadores de Camerún en la Copa del Mundo de Italia 90. / Cortesía

Se jugaba siempre, aunque el fútbol a veces pareciera waterpolo y la pelota pesara diez kilos. ¿Te acordás, hermano, de aquellas historias de finales con amenazas de muerte de por medio y golpizas en los vestuarios? ¿De Luis Monti y la selección de Argentina que jugó la final de la primera copa del Mundo bajo amenaza de picadillo? Me dirás que perdió 4-2 y que ganaba 2-1 cuando se acabó el primer tiempo, y es cierto, y agregarás que por las amenazas perdieron, y puede ser cierto eso también, pero jugaron. De cualquier manera, jugaron.

Jugaron porque eran otros tiempos, sí, con otras costumbres y otras maneras de enfrentar las adversidades, y con otro fútbol, no lo vamos a negar. Y empecemos por recordar que no había cambios. Quien se lesionaba, salía, o se quedaba jugando en una pierna, y que pasara lo que tenía que pasar. Nadie le iba a entrar con dulzura porque estuviera herido, nadie. Nadie le iba a tener compasión. Y ese es un punto crucial acá. Se jugaba con todo aunque fuera un juego, y la mejor demostración de respeto hacia el rival, hacia el tipo herido, era no mostrarle compasión. Entrarle como si acabara de entrar a la cancha. Luego se inventaron los cambios, porque el fútbol dejó de ser un juego para ser un espectáculo y un negocio, el gran negocio del espectáculo, sí, pero igual, se jugaba siempre. Con nieve o a cuarenta grados a la sombra, en el Polo norte o en la caldera del diablo.

En los Mundiales, cuando en las fases decisivas los equipos empataban, jugaban al día siguiente para desempatar. Con los suplentes o con los titulares en muletas, pero jugaban. Hubo interminables batallas campales en aquellos partidos, y se contaba que algún dictador, Mussollnni, por poner un ejemplo, les decía a los seleccionados italianos que ganaran, que tuvieran suerte, pero que si perdían, que Dios se apiadara de ellos. Y jugaban. Y ganaban. ¿Te acordás, hermano, de Obdulio Varela, el capitán uruguayo en el 50? Antes de la final ante Brasil los mismos directivos uruguayos le dijeron que si perdían por cuatro o menos, estaban cumplidos. Él esperó a que los tipos de corbata se fueran, reunió a sus jugadores y les dijo: “Cumplidos, sólo si somos campeones”. Y ganaron ese día, el 16 de julio del 50. Ganaron la copa Jules Rimet, el Mundial, en el Maracaná, ante 200 mil brasileños. 

La mano de escupitajos y de insultos y de agresiones que habrán tenido que soportar Varela, Schiafinno, Alcides Gigghia y los uruguayos esa tarde, antes, durante y después del partido, hermano, pero se la aguantaron, jugaron, y fueron campeones. Por el honor soportaban lo que tuvieran que soportar. Eran otros tiempos, ya sé, otros futbolistas. Como Beckembauer, que jugó y lideró a Alemania todo un tiempo extra ante Italia en las semifinales del Mundial del 70 con el brazo en cabestrillo. Lo tenía roto, pero siguió. Ni pidió salir ni se quejó. Una pastilla habrá pedido, o dos, y a la cancha. Como José Luis Brown, que anotó el primer gol de Argentina contra Alemania  en la final del 86, y luego tuvo que afrontar varios minutos con el brazo roto, cuando los alemanes metían centros y centros y empujaban  en busca de la victoria. O como Maradona en el 90, que tenía el tobillo como una naranja y se infiltraba él mismo y salía a jugar. 

Qué tiempos aquellos, sí. Y qué tiempos estos, hermano, tan medidos por lo políticamente correcto, tan débiles, tan entregados al negocio y al show, en los que una cortada en la ceja da para cancelar un partido, porque todo el mundo aduce que detrás de la cortada hay lesiones psicológicas, traumas, derrumbes, y que así no se puede jugar, y que conste que no avalo las agresiones de ningún tipo. Pero qué tiempos estos, en los que nadie es capaz de asumir un golpe y decir, como la canción, “Que nadie sepa mi sufrir”. Qué tiempos estos, en los que en aras de la humanidad psicológica de un tipo, o a lo sumo de dos, se juega con la humanidad de cientos de miles de hinchas, porque esos no importan, pues a fin de cuentas, siempre van a volver. Esos sí, con lluvia, con sol o a las patadas, pero siempre van a volver.

 

Por FERNANDO ARAÚJO VÉLEZ

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