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Cuarentena: desempolvar mis chécheres interiores (Cuentos de sábado en la tarde)

En cuarentena recuerdo historias que alguna vez se me clavaron en el pecho, que escuché, que vi, que me sacudieron y que siempre durmieron conmigo. Lo mejor que puedo hacer para soportarme en este aislamiento es escribir sobre lo que tengo arrinconado en el cuarto de los chécheres de mi memoria. Un viaje al interior.

Linda Esperanza Aragón

13 de junio de 2020 - 02:59 p. m.
Una postal de la desolación del confinamiento en un pueblo del Caribe colombiano.
Foto: Linda Esperanza Aragón
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Labios brillantes

En el mercado, el vecindario y las esquinas los fritos se agarran con las manos, no hay extensiones, las manos y los labios se untan de aceite. Se degustan estando de pie, no se necesitan meseros, mesas ni cubiertos. Sin planearlo la gente se encuentra y se pone a conversar. Mientras se les añade suero o picantico, las empanadas, las carimañolas, las arepas de huevo y de dulce son testigos de las anécdotas. La crocancia y la cháchara hacen que nos olvidemos del reloj.

Hay sitios en los que los fritos se preparan en una cocina o, mejor dicho, tras bambalinas, y se exhiben cuando están listos en grandes vitrinas para que los tomen con pinzas y los sirvan en platos de loza, estilo bufé. Los consumidores se sientan en las mesas (que tienen un número determinado de sillas) y se ubican juntos los que se conocen, los del mismo combo.

Si me tocara escoger, me quedo con el primer escenario: no me voy a perder el sonido de la masa cuando se junta con el aceite caliente, me parece que suena igual a los primeros segundos en que el vinilo comienza a dar vueltas. Es ese un verdadero encuentro con otros amantes del frito que no llevan mi sangre, pero que les encanta darles brillo a los labios como a mí.

***

Viernes

Me fascina el sofá rojo que tiene mi amigo en su marquetería, a la que llamó Renacimiento. Cada que lo visito, me siento ahí. Es de cuero y su base está hecha de bambú. Es perfecto para dos personas. Voy los viernes a eso de las 6 de la tarde. Nos sentamos y conversamos. Tomamos vino tinto barato y lo acompañamos con queso mozzarella. Suenan canciones de son cubano y salsa brava. Nos encantan los viernes.

Las canciones las programamos entre los dos. Dejamos que suenen para no levantarnos con frecuencia y no interrumpir la charla. Suelo acabarme el queso mozzarella primero que la copa de vino, es que es devorable de una sentada.

Mi amigo adora su espacio de trabajo. Lo decoró con acetatos, regalos de amigos y botellas de vino vacías. Tiene un estante con algunos libros de poesía, literatura clásica y filosofía; detesta los que revelan a la gente cómo hacerse rica o cómo ser feliz. También tiene un computador, parlantes de sonido pequeños, ventilador, sellos y facturas sobre un escritorio. Aunque se sienta en la típica silla giratoria de oficina y conserve ese escritorio, en su interior sabe que detesta las oficinas y que si están ahí es para que los clientes noten algo de formalidad en el lugar.

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En uno de los tantos viernes, mientras guardaba sus herramientas y recostaba a la pared un espejo enmarcado y un par de diplomas listos para colgar, le dije:

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—Todos los días te ves en espejos distintos que otras personas se llevan a casa.

—De tantas veces en que me he visto en los espejos ya no le tengo miedo a la vejez —me contestó.

Y brindamos.

No quise preguntarle por el miedo a la muerte porque con ese brindis supe que habíamos renacido juntos.

***

Los chécheres

En casa de mis padres había una habitación destinada para las cosas que no servían o que no eran ya atractivas. Le llamaban la pieza de los chécheres. Allí fueron a parar muebles que dejó la abuela, carteras, mesitas de madera, floreros, cuadros, sillas de montar, vajillas, maletas, colchones, camas y televisores.

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Cuatro paredes, el polvo y la telaraña, fieles compañeros de los trastos capaces de convertirlos en alimento para el olvido.

Un día mi padre decidió no usar más sus pantalones con pliegues y los dejó en la pieza. Al poner el candado a la puerta dijo:

—De los pliegues a los rasgados, ¡va pa’ esa!

***

El viento y la sesera permanecen

No suelo cortarme el cabello por seguir las tendencias que imponen la web y la televisión. Cortarlo para mí es como cuando me humedezco el dedo y paso una página. Cada hebra que cae al suelo, quizá, son efemérides de una misma que merecen ser lo que son: pasado. El declive no me genera arrepentimiento, pues, al fin y al cabo, no estoy mutilando mis ideas.

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No soporto cuando me topo con alguien y lo primero que me comenta es: “¿Por qué te cortaste el cabello?”

Lo que se me ocurre es citar una frase estupenda que encontré en el libro París era una fiesta, de Ernest Hemingway: “No hay nada más fácil que dejar crecer”.

¡Por qué el escándalo! Parece que estuviera participando en una competencia donde gana quien tenga la melena más larga, y al cortármelo es como si promoviera mi derrota, como si renunciara de manera voluntaria al juego. ¿Es el cabello una bandera que se enarbola en el instante en que ha logrado la extensión que dictamina la sociedad para considerarnos bellas y femeninas?

Parece que en lo único que se fija la gente es en el cabello (a ver si está mustio o hidratado, corto o largo, teñido o canoso), los senos (a ver si los conservamos naturales o les metemos plástico), las curvas (a ver si las mantenemos iguales o estamos luchando por imitar a las reinas de belleza) y las nalgas (analizan lo mismo que en el caso de los senos). ¿Quién mira los ojos o la risa?

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Mucha razón hay en lo que dijo Rita Levi Montalcini: “El cuerpo se me arruga, el cerebro no”. Al envejecer no consideraré la opción de pintarme el cabello para ocultar las canas, no creo que la vejez sea un defecto. Dejar que me aborde será también como remojarme el dedo y pasar la página: entenderé que ya no tendré 20 años. Además, el blanco del cabello no será un documento que certifique la edad de mi cerebro y de mi corazón.

El cabello no es lo que dicen los comerciales: “el marco de la cara”, yo no soy una ventana o una puerta. El cabello es lo que yo quiero que sea, le doy la forma que deseo y cuento con él el relato que me place y que siento.

Lo conserve largo o corto el viento seguirá silbando en mi interior y la brisa de la playa continuará siendo mi cómplice. Lo conserve largo o corto le seguiré dando trabajo a mi sesera.

***

Se despintaron los bosques

Cuando mis papás no tenían teléfonos móviles, en medio de una discusión, mi mamá decía:

—Voy a pintar un bosque para perderme.

Mi papá le respondía:

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—Y yo cogeré un camino pa’ irme lejos y que nadie sepa de mí.

Ahora que tienen celulares, dicen:

—¡Te bloqueo!

***

Liberen el corcho

Un amigo vino a visitarme a casa y trajo una botella de vino para celebrar el reencuentro. Había extraviado mi sacacorchos. Le pregunté al vecino de al lado que si tenía uno que me prestara; me dijo que no, que también se le había perdido y que intentara hundir el corcho utilizando un martillo.

¿Hundir el corcho? Si es la melodía que produce su desprendimiento de la botella el preludio de la felicidad.

Intentamos destapar la botella con varias fórmulas que vimos en internet, sin embargo, solo nos funcionó una: encontramos dos tornillos largos en la caja de herramientas y los ensamblamos al corcho; luego, con una pinza de presión halamos con fuerza y conseguimos sacarlo.

¿Quiénes son los verdaderos amigos? No son los que tienes en Facebook y que nunca te visitan o visitas. ¡Un amigo es quien te sorprende con vino y tiene la paciencia para improvisar y sacar el corcho!

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Sudamos, pero el vino nos reconfortó. Quedó listo para que asumiera su intachable rol como testigo de una larga conversación.

No olviden: el corcho siempre tiene que liberarse, así como las penas.

***

Gélida evasión

El vagabundo se me acercó. Al ver que estaba sola en la mesa, se sentó a mi lado y pidió una cerveza. Y mientras el mesero buscaba la bebida, se acercó más y me susurró al oído:

—Soy rico.

—¿Rico? —le pregunté.

—Soy muy rico porque tengo muchos glóbulos rojos —respondió.

—Entonces ¿no lo hace falta nada?

—Solamente me hace falta sarna pa’ rascarme.

—¿Aceptan en este bar glóbulos rojos para pagar la cerveza?

—Entre menos sepa, más vive.

El mesero le entregó la cerveza. Después de tomarse el primer trago, me dijo:

—No crea que me le he acercado para robarle. No esconda sus cosas. Odio el dinero.

—¿Por qué lo odia?

—Por culpa del dinero la vagina de mi madre está en el infierno.

—¿Cómo sabe que se está quemando?

—Porque era puta.

Empinó la cerveza y dejó vacía la botella. Luego, se levantó de la silla y le gritó al mesero:

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—¡Anote la cuenta en un bloque de hielo!

Enseñó el dedo medio y se fue.

***

Huyo de las etiquetas

En dos instantes de la vida soy completamente yo: cuando me devoro un mango maduro en el patio de mi casa y cuando me como las suculentas lentejas que prepara mi abuela Ana.

Es como si abrazara mi pureza. Renuncio a los protocolos. Sí. La espontaneidad se consolida. Me pongo a vivir, a ser yo de una buena vez.

Posdata: nunca dejen que les digan cómo comerse un mango.

Por Linda Esperanza Aragón

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