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Cuento de sábado en la tarde: “El Encuentro”

¿Se trata de una charla entre Cervantes y Shakespeare? ¿De un par de locos que se creen ellos? ¿De dos personas cualesquiera que han escrito cosas similares o que les gusta jugar esos juegos de representación?

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Julio Roberto Arenas / Especial para El Espectador
22 de febrero de 2025 - 10:00 p. m.
La ilustración es obra del autor del relato, con la ayuda de la IA Copilot.
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Foto: Julio Roberto Arenas
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Todos los días en la mañana viajo a Balmaseda, ciudad vasca antiquísima situada a media hora de Bilbao; regreso al caer la tarde, después de pasar el día en la liburutegia hojeando libros viejos y garabateando disparates. Nunca empiezo la jornada sin antes caminar casi un kilómetro hasta La Nikoletta, para tomar un cortado caliente que se deja beber a sorbos lentos mientras fumo el primer cigarrillo del día.

El sistema meteorológico había anunciado alerta naranja por rachas de vientos de hasta 90 kilómetros por hora procedentes del suroeste, acompañadas de lluvias torrenciales. En efecto, súbitas ráfagas nos empujaban a los pocos transeúntes que caminábamos por las callejuelas adoquinadas, y furiosas golpeaban portones y ventanales en tanto la lluvia lo calaba todo. Desde la esquina pude ver en la terraza del bar, a través de la bruma, un par de siluetas humanas, como en un sueño. Sus barbas triangulares se movían al unísono mientras parecían discutir con agitación, frente a frente. Me acerqué discretamente soportando el aguacero. Tomé asiento en la mesa contigua bajo la marquesina de lona. Fumaban unos puros que olían a diablo.

— …porque es ridícula, por no decir estúpida, la idea de que en una noche una mujer impúber y un mozalbete dos años mayor que ella se enamoren hasta morir. Eso no es creíble— dijo el de la izquierda en castellano antiguo.

—Bueno —respondió el otro en inglés—. Es menos creíble que un hombre ilustrado enloquezca por leer libros de caballería, al punto de creerse un caballero perdidamente enamorado de una ilusión que ha forjado a partir de la imagen de una mujer real, a la que cambia el nombre, el rostro, la condición… y es todavía más inverosímil —prosiguió— que un labriego pobre y en uso de sus facultades mentales asuma esa locura ajena como si fuera propia, y se convierta de pronto en el servil esclavo de semejante orate.

—Por lo menos mis personajes no hablan como si en lugar de sangre les corriera agua de topacio por las venas, y como si además cultivaran en sus mentes lo más profundo de la filosofía.

—No todos mis personajes tienen un lenguaje elevado; sólo los protagonistas quienes, lo admito, son todos reyes, reinas y nobles. Desconfío en cambio de otros autores que elevan a la categoría de héroes y heroínas a cuanto zarrapastroso se les aparece en sueños y a cuanta gitanilla imaginan vagando por las calles —manifestó el otro, al tiempo que exhalaba una gruesa bocanada de humo—.

—¡Ahh, entiendo! ¿Tal como el asesino imberbe que “muere de amor” por su falta de sentido común? ¡Y a eso le llamáis tragedia! —ironizó, tocándose la sien con dos dedos.

—¿Falta de sentido común?

—¡Por supuesto! —remarcó el alcalaíno—. Carece de sentido común quien no prevé que un mensaje no llegue oportunamente a donde tiene que llegar, tanto como es absurdo creer que tan pequeño detalle cause tan terrible tragedia.

—No sabéis de tragedias porque no habéis salido de la comedia barata en la que desperdiciáis tanto pergamino.

—Veo que no habéis leído mi Numancia, que es anterior a Don…

—Ni lo haré, soldado —interrumpió con brusquedad— ¡Faltaría más!

—Es una pena que tampoco hayáis leído a Cicerón, o que habiéndolo leído no lo entendáis —repuso el español burlándose—. Decía él de la comedia que ésta es ejemplo de la vida humana, espejo de las costumbres e imagen de la verdad. De haber leído ese viejo pensador vuestras obras, señor, diría que son espejos de disparates, ejemplos de necedades e imágenes de la vulgaridad —afirmó, mientras me miraba como buscando apoyo. Hice como que no era conmigo—.

—Tan falso como un sol de medianoche —apuntó con severidad el inglés, y añadió: —Cicerón detestaba el teatro en cualquiera de sus formas, caballero; lo consideraba una banalidad.

—¡Cuánto dolor!

—¿Perdón?

—Cuánto dolor y resentimiento hay en vuestro oscuro corazón. Ha de ser cierto que estáis mal casado. Eso explicaría que sólo hayáis escrito tragedias un montón, tres o cuatro comedias que más que tales parecen cuentos infantiles sobre hadas y duendes, y una sarta de poemas sobresaturados de vanidad.

—¡Lo que hay que ver! —contestó ofuscado—. A un manco a quien se le va la vida en emborronar proverbios no se le puede pedir que haya leído mis comedias, obras que, a la par de mis tragedias, no son menos inteligentes que famosas.

—¡A verlas!

—¡Las habéis visto! Además, en mis sonetos hablo de la obligada herencia de amor y belleza que para bien del planeta tendrían que legar los seres humanos que gocen de tales dones, de los que poca idea tendréis vos. Pero… he de admitir que el lenguaje de mis obras no es de fácil digestión, según quien lea, mi querido manchego.

—Del amor sé más que lo que sabéis vos, porque lo he aprendido de la vida real, realidad que en vuestro caso es la más dolorosa tragedia en la que habéis incurrido.

—Las habladurías no son buen ingrediente para una conversación inteligente.

—Habla de inteligencia quien se empluma como un pavo real por haber escrito en una obra de teatro 13 escenas irrepresentables, pues cada una acontece en un lugar distinto de Alejandría. Y no soy manchego, señor. Ahora entiendo: sois de los que confunden al autor con el personaje. ¡De haberlo sabido, no me hubiese sentado en esta puta mesa!

Sentí el ambiente tan caldeado que por un momento creí que la lluvia y el viento frío habían cesado. Pensando en respirar, me dirigí al interior del local a pedir mi cortado. En el trayecto recordé que Thomas de Quincey atribuye a Shakespeare el poder de suspender y reanudar la vida de quien lee, en el breve lapso que hay entre el momento en que Macbeth asesina al Rey Duncan, y los golpes en la puerta que vienen después, lo que hace que el asesinato sea todavía más terrible. Pensé también en que Borges considera a Don Quijote su “amigo literario”, y admira la gran influencia de Cervantes en la literatura universal y la relevancia siempre vigente de su obra. Volví a la mesa.

—…y escribiré una segunda versión en la que el mensajero burla el cerco y logra entregar al cura el mensaje. ¿La leeríais? —preguntó el inglés.

—Ya veremos. Enviádmela por WhatsApp —contestó el español.

* Lea aquí otro texto de Julio Roberto Arenas sobre el escritor Alfredo Molano Bravo.

Por Julio Roberto Arenas / Especial para El Espectador

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