Cuento: Jaguares, lobos y algunos perros salvajes

Relato del libro “Todo terminará con la primera lluvia”, recién publicado por Editorial Escarabajo.

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Jorge Salazar Vergara * / Especial para El Espectador
10 de mayo de 2022 - 02:50 p. m.
Jorge Salazar Vergara fue ganador de la octava versión del Concurso Nacional de cuento Ministerio de Educación-RCN con el cuento “Tránsito de muerte” (2014). Aquí la portada de su libro de cuentos, editado por Escarabajo.
Jorge Salazar Vergara fue ganador de la octava versión del Concurso Nacional de cuento Ministerio de Educación-RCN con el cuento “Tránsito de muerte” (2014). Aquí la portada de su libro de cuentos, editado por Escarabajo.
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Mi padre mató otro perro esta mañana. Lo hizo mientras mamá y yo desayunábamos. Escuchamos el aullido estrangulado que provino del jardín y lo vimos, a través del ventanal de la cocina, con las dos manos alrededor del cuello del animal. Mamá no dijo nada. Apenas terminó el desayuno se encerró en su cuarto. Yo salí de la casa y caminé hasta donde estaba mi padre. El perro, que me lo había regalado una tía, hermana de mamá, ahora estaba ahí, con el cuello roto y las patas estiradas sobre el pasto y debajo del sol. Fui al garaje por un costal, regresé, sujeté al animal con cuidado, como si aún necesitara cuidado en ese momento, y lo introduje en el saco. Ambos esperamos sin hablar en el jardín hasta que el camión de la basura se detuvo frente a nosotros. El agujero negro se abrió y el perro fue acomodado entre un montón de bolsas negras. (Noticias culturales: Marilyn de Andy Warhol se vendió en US$195 millones).

Apenas se lo llevaron, mi padre encendió un cigarrillo y salió a caminar como todos los días después del desayuno. Entré a casa para contarle a mamá, que recibía una llamada por motivo de su cumpleaños, que se lo habían llevado. ¿A quién?, preguntó, colgando el teléfono. Al perro, le dije, y sus ojos pequeños extenuados se proyectaron fijamente en el espejo del baño.

La última vez, mi padre mató otro perro en la cocina: tomó un cuchillo y lo introdujo detrás de la oreja del animal. La sangre se esparció por el lugar incrustándose entre las líneas que dividen las baldosas, salpicando contra las patas de la mesa, rodeándolas y bifurcándose debajo de la nevera. Mientras tanto, el perro agonizó hasta que él decidió tirarlo afuera de la casa. Mamá, por su parte, tuvo que contratar a una persona para que limpiara la sangre que se coaguló por todo el piso.

Salí del cuarto de mi mamá y fui de nuevo al jardín. La vecina de enfrente se acercó caminando despacio y me dijo que en esta ocasión sería distinto, que esta vez sí lo denunciarían. Por supuesto, como las otras veces, guardé silencio. Sólo la miré entrar a su casa y posarse frente a la ventana de la sala para que yo la viera. Me señalaba y mostraba su celular haciendo el ademán de marcarlo. La miré con los ojos bien abiertos, echando la cabeza hacia adelante, desafiándola. Al retirarse de la ventana, descansé. Tomé la manguera que estaba tirada en el jardín y empecé a limpiar el césped como queriendo borrar alguna huella.

Esta vez no hubo sangre, dijo padre, cuando regresó de caminar. Le advertí que la vecina de enfrente llamaría a no sé quién. Él alzó la vista hacia la casa de ella y escupió en nuestro jardín. ¿Por qué no lo hiciste con la escopeta?, dije, y de inmediato pensé en la primera vez que él la puso encima del estante de los libros para que fuera lo primero que viera nuestra familia cuando entrara a la sala.

Hizo una mueca de indiferencia con sus labios, encendió otro cigarrillo, y me arrancó la manguera de las manos.

Mientras él regaba el jardín, mamá salió con una bolsa para hacer las compras. Regularmente ella iba al supermercado entre semana por los descuentos, pero hoy era un día especial. Mamá cumplía cincuenta años y había invitado a toda su familia a cenar. A la de mi padre no, porque, según ella, son gente pendenciera y chismosa. En el momento en que subió al carro, mamá revolvió su bolso por unos segundos y puso las manos, resignada, en el volante. ¿Podrías ir por las llaves del carro que están en la cocina?, me dijo. ¿Podrías dejar de ver a tu papá e ir?, volvió a hablarme, subiendo el tono de la voz.

Corrí a la cocina y tardé unos minutos buscándolas. Me agaché debajo de la mesa y allí estaban. Cuando me levanté, vi por el ventanal de la cocina a mamá revoloteando las manos, nerviosa, y a mi padre con el cigarrillo en la boca ignorándola, regando un árbol que plantó hace poco. Grité desde la cocina que las había encontrado, lo hice como una advertencia de que iba a salir en cualquier instante. Ella lo entendió. Se alejó, subió al carro, me lanzó un beso y arrancó. La seguí con la mirada hasta que cruzó la esquina. Al darme la vuelta, vi de nuevo a la vecina parada frente a su ventana, observando a mi padre que también la vigilaba, manteniendo un duelo que terminó cuando su hijo abrió la puerta y me gritó desde el umbral de su casa que aprovecháramos la calle despejada para jugar.

De inmediato entré por mi manilla. Detrás también entró mi padre y me dijo que lo esperara en la sala. Ingresó a su habitación y salió con un maletín del que sacó una manilla de cátcher con el cuero desgastado. Me dijo que se la había regalado un japonés en otro de sus tantos trabajos duraderos; mamá siempre decía que ella se la había comprado a un cubano y que mi padre luego se la había robado antes de irse la última vez. De todas formas la tomé, le di las gracias y salí.

En la calle empezaban a conformarse los equipos.

Mientras esperaba mi turno para batear alcé la vista y vi a mi padre, sobre el techo de nuestra casa, arreglando la antena de televisión. Siempre he creído que él es una de esas personas que sabe hacer muchas cosas. Él lo llama pericia. Me ha repetido muchas veces que la pericia es necesaria para no ser alguien inútil, pero mamá, al contrario, dice que él no sabe hacer nada y por eso lo echan de los trabajos.

El cielo empezaba a oscurecerse. Seguí los pasos cuidadosos de mi padre en el techo. “Primer strike”. Luego bajando por una escalera al costado de la casa. “Segundo strike”. Al verlo abajo, acomodé el bate detrás de mi cabeza por si me estaba vigilando. Como él me recomendó: flexioné el pie izquierdo para tener más impulso al batear. “Tercer strike”. Un aguacero cayó de golpe y el partido se acabó al instante.

Cuando entramos a la casa esperé a que me dijera algo. Estoy seguro de que me vio, estoy seguro de que se decepcionó cuando la bola pasó tres veces frente a mí y no pude reaccionar. Lo vi quitarse la camisa y detallé su cuerpo fornido y lleno de cicatrices. Le pregunté por mamá mientras me quitaba los zapatos mojados y me contestó que estaba por llegar. Puso su camisa mojada en una silla, entró a su habitación y, sin decir más, cerró la puerta.

Como no paraba de llover, además de limpiar la sala según las ordenes de mamá, arreglé la mesa del comedor para la cena familiar. Pensé en mi tía, quien me había regalado el perro. Si llegara a preguntar le diría que el animal, persiguiendo a otros perros callejeros, cruzó la calle y fue atropellado por una camioneta que nunca se detuvo. Que aún estábamos tristes, pero que papá dijo que un amigo suyo le regalaría uno, pues su perra acababa de parir. Ella seguramente lo tomaría con naturalidad, diría que esas cosas pasan y ahí terminaría todo.

Luego de ordenar y limpiar la mesa, coincidí con mi padre en la sala cuando salió de su habitación. Le pregunté una vez más por mamá, y él respondió, con cierto fastidio, que no tardaría en llegar. Salió al jardín y yo lo seguí. Supuse que podía apoyarlo para mirar con furia a la vecina por si volvía a aparecerse frente a la ventana.

El día volvió a ser claro, aunque con un poco de humedad. Después de estar un rato en silencio le pregunté por su antiguo trabajo. Me miró por encima del hombro, mirada llena de extrañeza, y me dijo, mientras encendía un cigarrillo, que se dedicaba a matar jaguares, lobos y algunos perros. Bajé la vista y pensé de nuevo en la pericia. ¿Perros?, dije, muy despacio, casi susurrando. Sí, contestó. Perros, perros salvajes, continuó. Y que el problema de las personas, un problema infantil, era pensar que los perros u otros animales podían sentir miedo, alegría o dolor. Le pregunté entonces por qué ya no mataba jaguares, perros y algunos lobos. Me contestó que nunca ―tosió―, nunca se dejaba de matar animales. Pero nunca he matado a un animal, pensé. En ese momento, mamá llegó y estacionó sobre la calle. Abrí la puerta de atrás del copiloto y le ayudé a bajar las bolsas de la compra. Tomé una en cada mano y me detuve antes de cruzar la puerta para ver a papá tirar el cigarrillo, aplastarlo con su zapato, y alejarse calle arriba.

En la cocina le pregunté a mamá, que metía y acomodaba las cosas en la nevera, por qué papá mataba perros. Ella me contestó que no sabía en realidad, pero que lo más probable era que él no estuviera bien de la cabeza y por eso creía que alguien más debía pagar por su vida desdichada. Sentí miedo. Casi que pude escuchar en ese instante el último aullido del animal muerto esta mañana. Crees que en caso de sentirse aún más desdichado todavía, dije, ¿él podría terminar haciendo eso algún día con nosotros? Mamá cerró la puerta de la nevera y dándome la espalda dijo ―con la voz un poco cansada― que papá no sería capaz de llegar hasta ese punto.

Después de desempacar la compra para su fiesta, mamá pidió comida por teléfono para almorzar. Y mientras esperábamos el pedido, empezamos a poner los platos para la noche en la mesa de la sala. Cada plato tenía una servilleta metida en un aro color dorado, tres velas como decoración a lo largo de la mesa y, entre cada vela, unas jarras de vidrio. Durante unos segundos, mamá se detuvo frente al estante de los libros. Miraba la escopeta. Le pregunté si no era mejor quitarla de allí, pero dijo que las cosas de papá no se tocaban. Noté de inmediato que en sus ojos se empozaba, como en otras tantas ocasiones, una especie de miedo. Por un instante también contemplé el arma lisa, brillante, y me pregunté si en algún momento llegaría a disparar una escopeta por el simple placer de matar a un animal. Mis manos empezaron a sudar. El timbre de la casa sonó y ambos nos sobresaltamos. Domicilio, gritaron detrás de la puerta y mamá fue hasta la entrada para recibirlo. Antes de empezar a comer, le pregunté si no debíamos esperar a papá, pero ella aseguró que él no se molestaría si comenzábamos antes los dos.

Luego de almorzar, dormí durante casi toda la tarde. Desperté al escuchar que la música era cada vez más fuerte. Salí de mi habitación y miré por la ventana; afuera, el cielo se había oscurecido. Mamá danzaba de un lado a otro y cantaba con una botella de cerveza en la mano. Cuando me vio, me agarró de la mano, me apretó contra su pecho, me besó la cabeza y me pidió que saliera para que recibiera a los invitados.

Salí al jardín. La espera, el calor de la noche y los mosquitos empezaban a fastidiarme. Después de un buen rato apareció el primer carro. Se acercaba tan lento que supe enseguida que eran mis abuelos. Los ayudé a parquear detrás del carro de mamá, así como a los demás invitados que fueron llegando, de tal manera que no tuvieran problemas para salir después.

Tenía la mirada puesta en el final de la calle cuando tuve que cubrirme los ojos porque un carro se acercó rápidamente con las luces altas encendidas. Era mi tía.

Abrió la puerta del carro y me dijo que hiciera lo mismo con una de las traseras. Es una sorpresa, dijo, con una emoción inexplicable. Y sí… lo fue. Un perro pequeño salió del interior, saltó sobre la acera y corrió por todo el jardín.

Mientras entrábamos a la casa, con el perro adelantándonos el paso, me cubrió una especie de lamento que

aumentó cuando llegamos a la sala y lo primero que vimos ―al mismo tiempo estoy seguro― fue la escopeta. Mi tía frunció el ceño y retorció los labios.

Compasión, dice mamá, es sentir también un poco de lástima escondida detrás de los ojos. Lástima que seguramente ella sintió al verme acariciar al perro y más atrás la sombra gigante de mi padre. Inmediatamente, por toda la sala se extendió un olor a ron mezclado con cigarrillos. Mi padre lanzó un buenas noches al aire que nadie respondió y se sentó en la mesa junto a todos nosotros. Agarró una botella, miró a su alrededor, y se sirvió un poco de vino.

Después de beber unos cuantos sorbos, mi padre cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás. Cada tanto se reincorporaba agitado. Cuando lo hacía, su cara era siempre la misma: vigilaba cada rincón de la sala con desconfianza.

Mi tía, en medio de los ronquidos de mi padre, preguntó por el perro. Vi a mamá frotándose las manos en el pantalón y vi a mi padre con la mirada extraviada, despertándose. Lo mató un carro esta mañana, dije, sin pensarlo mucho. Todos hicieron ese sonido de tristeza agudo, corto, que nace de la garganta. Pero a papá van a regalarle otro, seguí, antes de inventar cómo una camioneta había pasado por encima del animal sin detenerse. Mi tía, como supuse, dijo que era una lástima y que debíamos tener más cuidado. Luego, se dirigió a papá y le preguntó que si era cierto lo del perro. ¿Cuál perro?, respondió papá. El que dice tu hijo que te van a regalar, dijo mi tía; y él, sin levantar nunca la mirada, movió la cabeza de arriba a abajo.

Un ladrido atravesó la música y la conversación. Otro ladrido y mi tía acarició al perro que se posó quieto a su lado. Pero después vinieron más ladridos y mamá abrió la boca sin poder decir nada, mientras que mi padre ladeó despacio la cabeza para verme. Creo que quiere salir, dijo mi tía, entregándome al perro que no paraba de aullar. Decidí llevarlo a mi habitación. Mamá me siguió. Apenas entramos, ella cerró rápido la puerta. Le dije que papá no iba a hacerle nada, que el perro no era salvaje, que no lo haría delante de la familia. Mamá, que caminaba de un lado a otro con las manos en la cabeza, sostuvo que era mejor dejarlo encerrado en la habitación. ¿Sientes miedo de papá?, le dije; y ella, después de un corto silencio, respondió que lo mejor era no hablar de eso mientras él estuviera en casa. Es sólo su trabajo, dije, buscando entre sus labios algún consuelo, pero mamá bajó la mirada, se alejó con las manos metidas en los bolsillos traseros del pantalón y abrió la puerta.

Cuando salimos de la habitación, mi tía dijo que era mejor dejar encerrado al perro y quise decirle al oído que era lo más seguro para todos.

Ante la insistencia de todos por hacer el brindis, mamá, con ayuda de mi abuela, sirvió la cena. Todos llenaron sus copas. Me levanté para bajarle el volumen a la radio y observé a papá dormido, sacudiendo la cabeza, con uno de sus brazos casi que rozando el piso. Nadie lo miraba, y a nadie se le pasó por la cabeza despertarlo. Apenas apagué la radio, mi tía me pidió que fuera por el perro para que saliera en la foto después del brindis. Mamá no contestó. Mi tía volvió a pedirme que fuera por el animal, pero no fue necesario irlo a buscar. El perro corrió hacia donde estaba mi tía y subió de un brinco a sus piernas.

Nunca había sentido, como en ese instante, un dolor tan agudo recorriendo mis huesos ―un dolor que seguramente mamá también sintió― cuando mi padre despertó porque el perro no dejaba de ladrar. La violencia, los lamentos, era su trabajo, era su instinto, era la pericia. Mi padre tenía entre sus manos, desde que dormía, una copa de vino servida por la mitad. Cuando se levantó, con una mano sostuvo la copa y con la otra sacudió su camisa. Mi familia se puso de pie al mismo tiempo, siguiéndolo. Ante el silencio, alguien dijo “brindemos todos” y levantaron los vasos. Mamá y yo observamos a mi padre mirar fijamente la escopeta. No se atrevería, pensé. No lo haría.

* Escritor (Barranquilla, 1994). Abogado. Magíster en Escritura Creativa de la Universidad Nacional de Colombia. Mención de honor en el concurso PoeMaRío (2015); segundo puesto en el concurso PoeMaRío (2018); ha publicado en el suplemento literario del diario La Libertad, en la revista Latitud del Heraldo, y en la revista Viacuarenta. Ganador del proyecto “Crear Convivencia” de la Gobernación del Atlántico (2020). Tercer puesto en el concurso “1 Premio nacional de libro de cuentos R.H.Moreno Durán SUB 35″ (2021) organizado por la editorial Escarabajo.

Por Jorge Salazar Vergara * / Especial para El Espectador

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Estefany(12404)17 de mayo de 2022 - 10:10 p. m.
uyy, buenisimo, me hizo sentir la angustia de los protagonistas, voy a buscar el libro completo.
Guillermo(55767)10 de mayo de 2022 - 06:53 p. m.
Me pareció un buen cuento. Durante su lectura, sentí cierto aire de los primeros cuentos que escribió Gabo.
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