El Magazín Cultural

Cuento: Las cinco bahías, por Alejandra Jaramillo Morales

"Papá confiaba en que ella lo salvaría de los azares de la vida, de lo que mamá llamaba la vida verdadera y que él ignoraba por completo".

Alejandra Jaramillo Morales * / Especial para El Espectador
23 de mayo de 2020 - 03:00 p. m.

A Orietta y Nataly, porque ya saben.

Dos llamadas de mi padre trastocaron mi vida. La primera llamada, como me lo habría imaginado desde antes, sucedió mientras yo no estaba en la habitación que alquilaba. Papá y yo, un eterno desencuentro. Además, papá podría haberme llamado al celular, pero también como era su talante, me dejó un mensaje en el contestador.

–Hijo, tengo una enfermedad grave. Llámame por favor.

Me senté en el borde de la cama. Repetí el mensaje varias veces. Sentí el peso rotundo de las palabras como nunca antes lo había sentido. Hijo, y venían imágenes de tantos años, de tanta ausencia. Tengo una enfermedad, mi padre, que desde hacía años se quejaba de un dolor de cabeza y que nunca logramos que fuera a un médico. Mariana y yo siempre pensando que era una manera más de manipularnos, de hacer que nos acercáramos a él. Grave. ¿Qué significa grave? Grave en palabras de mi padre sonaba como un cuerpo cayendo de un piso veinte, ese sonido, ese reventarse estrepitoso. ¿Grave? ¿Qué esperaba papá ahora? ¿Cómo podía yo comportarme con él? Pensé en mamá, la llamé. Mientras repicaba el timbre de su celular me imaginé a mamá recogiendo ese cuerpo en la calle, arrullando a papá. Iluso, pensé. Mi mamá había quedado tan hastiada de papá que no creo que ni en los peores momentos quisiera acercarse a él. Mamá no contestó, pero yo, como si quisiera vengarme con alguien por las palabras que acababa de oír, le dejé el siguiente mensaje.

–Mamá, papá tiene una enfermedad grave –y agregué, para que la venganza fuera completa–, muy grave.

Me equivoqué sobre mi madre y no sobre mi padre. Mi mamá desde ese día ayudó a mi papá en todo lo que fuera necesario. Como si supiera de mi incapacidad, me secundaba cuando yo no podía acompañarlo a los médicos, o le llevaba comida cuando yo, exasperado, me escapaba a casa de mi novia a esconderme del mundo. Mamá no se volvió a casar nunca, pero sí tenía una pareja desde hacía muchos años. Ese hombre, con quien yo también tenía una relación distante, fue solidario con mi mamá y entendió perfectamente que ella se ocupara por momentos de papá. Con mi padre no me equivoqué. El tono de su voz lo entendí perfectamente. Su enfermedad era muy grave. Tenía un tumor en la cabeza que lo iba a matar en pocos meses o semanas, más bien, me contó él con una voz que me sonó orgullosa, como si por fin algo de certeza hubiera llegado a su vida y esa derrota del escepticismo lo reconfortara.

La llamada de papá no era extraña por sí misma. No era extraño que papá me llamara. De hecho, aun en su actitud hosca con la vida, siempre estuvo presente. Un padre sometido a la decisión de su esposa de separarse, que lo dejó por el resto de su vida perdido en un mundo donde nunca más logró encontrar un ancla verdadera. Mamá, durante los doce años que vivieron juntos, fue el baluarte de todos. Si aún hoy mi hermana y yo no podemos imaginarnos el mundo sin ella, peor para mi papá, que le entregó las pocas esperanzas que le quedaban sobre ese material absurdo que es la vida, parafraseando lo que él mismo solía decir. Recuerdo esos días en que papá entraba en estado de desesperación con nuestro deseo de certezas sobre el futuro.

–Chicos –decía, con un poco de greda en sus manos–, miren esto, yo quiero hacer un perro, miren lo que me sale. ¿Qué es esto, Mariana?

–Parece un caballo –dijo mi hermana.

–Yo creo que es un caimán con cuerpo de perro –agregué yo.

–Eso es la vida, un intento de hacer una cosa y lo que sale es diferente. No crean en verdades del ser humano. Busquen la ciencia, ahí sí hay respuestas de verdad.

 Papá se refugiaba en la ciencia, asistía a varios grupos de estudio sobre física y ciencias exactas, por eso había dejado en manos de mamá ese espectro de lo indefinido, de lo incierto, y confiaba en que ella lo salvaría de los azares de la vida, de lo que mamá llamaba la vida verdadera y que él ignoraba por completo. Pues bien, en los últimos dos años, antes de la enfermedad de papá, desde que conseguí trabajo en la universidad y pude empezar a pagarme un cuarto y vivir fuera de la casa de mamá, con quien estuve desde el día que nací, papá me llamaba una o dos veces por semana. A veces nos encontrábamos a tomar café o lo acompañaba a algún concierto de música clásica. Sin embargo, nuestra relación era difícil, papá esperaba una presencia de nosotros que nunca entendimos por qué no se la podíamos entregar. Mamá ha representado una fuerza, una suerte de certeza que Mariana y yo preferíamos ante la desolada conciencia de papá, ese insolente escéptico, como lo llamaba mamá años después de haberse separado. Crecí sumido en una culpa tremenda con mi padre. Por el contrario, Mariana lo solucionó con total facilidad. No vivía con él ni se quedaba en su casa, pero lo llamaba constantemente y encontraba temas, que parecían importantísimos, para conversar con él, hacían muchos planes juntos (jugaban tenis, caminaban en las montañas, iban a museos, hasta lo acompañaba a sus grupos de estudio), y una vez salió del colegio, lo solucionó aún mejor, con un viaje a Estados Unidos, donde se quedó a estudiar su carrera. Yo no tenía esas destrezas para relacionarme con mi padre. Me costaba saber que él esperaba algo de mí que yo no podía darle. Y así terminaba evitando encontrarme con él. Cuando empecé a vivir solo y sentí que por fin papá no esperaba una presencia mía en su casa, pude empezar esa nueva etapa de breves encuentros con él.

Desde el día de la primera llamada me debatí entre la responsabilidad de hijo, y además debía llenar los espacios que Mariana había dejado vacíos, y mis dificultades para acercarme a mi padre. Mi hermana no regresaría hasta terminar el semestre y faltaban aún tres meses. Papá no quería que le contáramos nada para que le fuera bien en los estudios, pero yo le había jurado a Mariana que nunca la engañaría con algo así mientras ella estuviera lejos, así que terminé desobedeciendo a papá y le conté a Mariana lo que sucedía. Ella me preguntó si yo creía que papá llegaría al verano. Yo no podía saber eso, pero intenté tranquilizarla para no indisponer más a papá.

–¿Necesitas ayuda? –me preguntó Mariana.

–No, no te preocupes, yo puedo acompañarlo –le contesté, sabiendo que los dos teníamos claro que yo no iba a poder, que mi relación con papá no tenía tanta cercanía, pero a la vez lo aceptamos como un extraño destino de los amores. Era yo quien iba a acompañar a papá cuando Mariana era la persona más indicada para hacerlo. De niños, cuando papá aún vivía con nosotros, yo entraba en su estudio con alguna pregunta científica, después de haberme sentado en el computador a estudiar algún tema astronómico, meteorológico, para poder encontrar algo para preguntarle. Cuando por fin encontraba cómo acercarme a hablar con él, porque a mí me daba seguridad ese contacto con mi padre, aunque mamá lo llamara superficial, cuando ya estaba sentado frente a él con toda su atención puesta en mí, entraba Mariana con su diario de niña tonta a contarle cualquier estupidez que le había pasado en el colegio y papá la sentaba en sus piernas y conversaban, ignoraban mi presencia todo el tiempo que la mañosa de mi hermana quisiera. Cuando la tonta se iba, papá me contestaba la pregunta y me pedía que me fuera, él tenía mucho trabajo que hacer. Con los años descubrí que ese comportamiento de papá, Mariana y yo era un lugar común. Todos mis amigos que tenían hermanas menores contaban la misma historia, pero a mí cada escena de esas me dejaba temblando de rabia, perdido en un bosque oscuro del que solo salía cuando mamá se daba cuenta de mi silencio y me llamaba a conversar con ella.  

Con la enfermedad de papá nuestras rutinas cambiaron por completo. Para empezar me pareció necesario acompañarlo más, así que muchas veces, cuando salía de la universidad, pasaba a saludarlo, algunas veces a prepararle algo de comida. Lo llamaba varias veces al día, y muchas de esas llamadas las sentía impostadas pero necesarias. La situación clínica era muy complicada, los médicos se habían dado cuenta del tumor demasiado tarde, pensaron operar, pero en pocos días descubrieron que mi padre estaba invadido de cáncer y no había cómo salvarlo. Unas amigas nos recomendaron viajar a Tijuana, a un centro donde hacían tratamientos orgánicos para el cáncer, pero papá no tenía los recursos para ese viaje y, además, intuí por esos días, estaba cansado de la vida y ya no quería luchar más. Otros días seguíamos las rutinas de los últimos meses, ir a cafés, almorzar o acompañarlo a conciertos, eso mientras el dolor no lo estuviera atormentando. Un sábado en la tarde fuimos a ver un concierto de un cuarteto venezolano. Luisa, mi novia, quiso acompañarnos, así que me senté en el teatro entre papá y Luisa. Me sentí absurdo cuando me vi pensando en que otra vez la vida me ponía a elegir entre un hombre y una mujer. Sentí miedo de no ser el hijo que sabría cómo darle a su padre la compañía requerida para transitar por el final de la vida.

Luisa estaba bella ese día y trataba de ser lo más amable posible con mi padre. Él no era un ser muy sociable y en esta situación esa capacidad estaba cada vez más diluida y se portó más que antipático con mi novia. En otro momento lo habría sentido como un insulto, esta vez lo viví como un efecto colateral de su enfermedad y decidí que de ahí en adelante no los juntaría más. Durante el concierto recordé esos momentos de mi infancia cuando papá me llevaba, casi obligado, a esos planes que solo a él le gustaban. Me vino a la mente una vez que me senté en ese mismo auditorio, en la Luis Ángel, y miré al techo. La construcción en madera, con listones que se movían todos hacia un centro vacío me encantó. Me pasé todo el concierto jugando a escaparme por ese ojo negro que me llevaría a otra dimensión. La verdad es que lo de la otra dimensión me perseguía en la niñez. Ahora entiendo que era el miedo a la posible separación de mis padres, que años después se consumaría. Por esos días me daba mucho miedo imaginarme ese día en que ya no viviéramos juntos. En algún lugar de mi alma yo entendía la separación como un momento en que no volvería a ver a mamá ni a Mariana ni a papá. Soñaba que me quedaba solo en el apartamento en que vivíamos y yo corría gritando los nombres de todos hasta que el mismo espacio se convertía en un parque inmenso desolado por completo. Esta vez, con papá a un lado y Luisa al otro, miré el techo. Vi el centro vacío y me estremeció pensar que en pocos meses vendría a este lugar y papá no estaría más. Tal vez también sentí un breve sentimiento de liviandad al imaginarme que ese día llegaría y yo no volvería a sentir nunca las culpas que me han perseguido toda mi vida con respecto a mi padre. ¿Cómo llamarla?, ¿amistad?, ¿relación?, ¿encuentros con mi padre? Qué raro, pensé, nunca me lo había preguntado, ¿cómo se llama la relación entre un padre y un hijo?

Mariana seguía muy preocupada por mí. Todo el tiempo me llamaba y quería darme consuelo en estos momentos difíciles. Yo nunca pensé que su acompañamiento pudiera haber sido su manera de pedir también cuidados para ella misma. Cuando la vi, el día que llegó al velorio de papá y se pegó a mi cuerpo (pasó todos esos días en Bogotá durmiendo conmigo y no con mamá), entendí que ella la estaba pasando mal. Que esos designios del padre de nunca dejar nada empezado la mantuvieron lejos de ese hombre en los últimos días. Me pareció que Mariana habría querido estar con él, darle el cariño que ella sabía que yo no podría dar. Seguramente papá habría estado más tranquilo, habría vivido esas últimas semanas con su niña al lado y sintiendo que la vida había valido la pena.

Una tarde mi hermana me pidió que entráramos a un chat donde grupos de personas se ayudaban para hacer duelos, para acompañar a sus seres queridos a la muerte. Yo accedí. Las personas contaban sus tristezas, sus temores y sus incomodidades. No era nada fácil eso de ver a quien uno quiere morirse, y tampoco, decían algunas personas, rehacer los vínculos cuando el fin es ya una certeza.

–“Cuéntanos tu historia”, escribía la persona que dirigía el chat y que yo no sabía si era hombre o mujer, si era una máquina o un ser humano.

–“Pues miren, yo no estoy viviendo la muerte ahora, mi padre ya murió, pero no me recupero de no haber estado allí. Papá salió una mañana de domingo a desayunar y no llevó papales. Se murió en la calle. Lo llevaron a Medicina Legal. Un NN. Nosotros lo buscamos y cuando lo encontramos no pudimos ni verlo, habían pasado muchos días. ¿Se imaginan?, murió solo, sin que alguien le tuviera la mano agarrada”.

La escena era absurda. Yo sentado frente a una pantalla viendo aparecer letra tras letra, esos sentimientos oscuros, pensé, que acompañan la muerte. Le dije a Mariana que yo podía sobrevivir hablando con mamá y con Luisa. Me imagino que ella, en la distancia, apeló a múltiples ayudas como esta para dejar que su padre muriera sin ella estar presente. Ahora, cuando pienso en esos días, me pregunto por qué no le dije que se viniera, por qué hemos aprendido a ser tan implacables con el deber.

En esos días tampoco fui capaz de dormir en casa de papá. Lo acompañaba, le hacía comida. Le traía los medicamentos y corría a refugiarme en casa de Luisa o en mi cuarto. Me dolía verme una vez más en la vida en esa contradicción tan estúpida. Otra vez sintiendo que algo de mi padre me expulsaba y no me permitía acompañarlo, ahora sí, cuando él realmente lo necesitaba. Papá no me pidió que me quedara en ningún momento. Supongo que con los años había descubierto alguna manera secreta de entender mi distancia y no era este el momento de transformar ese comportamiento. Otros días me encerraba en el Centro de Investigación de Estudios Económicos, en el que me habían contratado como auxiliar de documentación. Allá me quedaba, en silencio, viendo a los estudiantes trabajar. Allí podía, al menos por algunas horas, olvidarme de que afuera me esperaba una realidad de esas que uno nunca podrá aprender a transitar como debe ser. Cuando salía, el aire de la ciudad me pegaba durísimo, me hacía sentir que la vida de mi padre había sido siempre un agujero negro para mí, incluso cuando vivíamos juntos, yo no podía entender quién era ese hombre que se sentaba horas enteras a leer libros de ciencia y que no sabía cómo hacerse querer de nadie. Mi viejo nunca volvió a casarse, es más, nunca le conocimos una novia, ni amigos. Solamente lo veíamos de vez en cuando en reuniones familiares, donde adoptaba el rol del renegado que nadie comprendía. Un largo silencio que sus hermanos y sus padres habían entendido y aceptaban con ese amor incondicional producido por los vínculos de sangre. Y ahora que se estaba muriendo, que esa enfermedad lo devoraba, yo no podía imaginarme cómo serían sus días. Yo sabía lo que él era mientras yo lo acompañaba, pero no sabía nada del resto de su tiempo. Sería distinto si me lo preguntaran sobre mi hermana Mariana. De ella sé tantas cosas, puedo saber cómo llena su tiempo, cómo se comporta cuando está triste o brava, o cansada. Sé qué ropa usa en la casa, qué tipo de pijamas se pone. Sé cuánto se demora comprando unos zapatos o qué le gusta comer en las mañanas o en las tardes. Pero de papá me sentía un ignorante. En mi confusión me iba a casa de Luisa, y me abrazaba a ella. No lloraba porque no me salía, me quedaba en silencio, arrastrado por la incapacidad de entender quién era mi papá. Luisa sugería, amorosamente, con ese cariño que igual no logra entender el pozo sin fin de los sentimientos del otro, que fuera a visitarlo más, que intentara quedarme con él. Algunas veces terminé peleando con ella. Me daba rabia que no pudiera entender mis incapacidades. Mamá me llamaba a diario. Quería mantenerse en contacto conmigo para saber en qué podía ayudar. Me molestaban sus llamadas cuando descubría que ella no quería reconocer que me llamaba porque estaba preocupada por mí y no por mi papá. Pero, de una u otra forma, las conversaciones con mamá me tranquilizaban y por eso casi siempre le contestaba. Además, muchas noches era ella la que se encargaba de pasar a saludar a papá y llevarle los alimentos. Su ayuda era imprescindible para mí, pero sobre esos encuentros también me entraban dudas terribles. ¿Cómo serían esos momentos?, ¿de qué hablarían esos dos seres que después de imaginarse un mundo en común tenían que verse ahora como dos extraños condenados a acompañarse de mala gana? Me daba miedo que papá la tratara mal. Pero ella decía que no, que no me preocupara, que ella ya estaba más allá del bien y del mal y que él ya no intentaba ni conversar con ella.

La segunda llamada fue un día que iba por la calle cuarenta y cinco, caminando a toda carrera para no llegar tarde. Me había quedado viendo las noticias sobre la muerte de Chávez en una tienducha y corría porque no me podía dar el lujo de poner en riesgo mi trabajo. Me marcó al celular y cuando vi su número contesté de inmediato. Por esos días ya me estaba acostumbrando a la idea de ser su cuidador, por lo que no era posible dejar de contestarle ni una llamada, como lo habría hecho en otra época.

–Hijo, quiero que me acompañes a la Sierra Nevada. Quiero salir de esta ciudad.

Me habló con absoluta determinación, al punto que no tuve cómo negarme. Papá quería viajar conmigo, pensé, y seguí caminando hacia el Centro de Investigación. Durante horas no pude concentrarme en nada. Me había cogido por sorpresa. Que mi papá quisiera viajar en medio de su enfermedad era una gran novedad. Me pareció extraño, pues con los días venía confirmando mi sospecha de que papá quería morirse, de que la vida que vivía y que yo no podía conocer ya no le traía bienestar y se estaba dejando llevar por la idea del fin. Pero ahora algo había cambiado. ¿Qué motivo lo llevaba a querer salir de casa? ¿Por qué conmigo? Pensé también en Luisa, yo le había prometido que en Semana Santa nos íbamos de viaje juntos. Ella, como suelen hacer las mujeres, había planeado hasta el último minuto de un viaje que haríamos al Parque de los Nevados. Hasta había comprado morral nuevo para las largas caminatas. Cuando le conté lo que sucedía se portó dulce y comprensiva. Me dijo que ella entendía perfectamente mi deber con mi padre. Insinuó que podíamos acompañarlo juntos, pero yo ya sabía que esa posibilidad era absurda y le dije que no era conveniente. Durante el tiempo que estuvimos de viaje no dejó de perseguirme ni un minuto una sombra abrumadora que me hacía pensar que mi relación con Luisa se iba a acabar. Tenía una rarísima sensación de que ella se iba a ir con otro hombre, y digo rarísima porque ella se mantuvo en contacto conmigo día a día. Siempre dispuesta a mis llamadas, a mis quejas, a mis agobios. Sabía que Luisa estaba orgullosa de mi compromiso con mi padre. Pero también sentía que ese orgullo era un vacío emocional. Sumado a que no sabíamos cuánto tiempo más duraría el viaje con mi papá. Tenía la idea de que las mujeres aman a los hombres irresponsables, a los que dejan todo por estar con ellas, y mi entrega a mi padre solo podía desenamorarla. La imaginaba contándoles a sus amigas “es que era un hombre tan bueno, tan de familia, pero yo quería pareja”. ¿Cuántos favores como este me pediría mi padre mientras se curaba o se moría? ¿Cómo saberlo? Y yo, ¿estaría condenado a vivir el duelo de su muerte en la más inmunda soledad?

Los primeros días del viaje fueron infernales. Yo había viajado varias veces en mi vida con papá, pero esta travesía que estábamos haciendo era todo menos un viaje. Aterricé por completo en el día a día de papá. No estábamos de paseo, habíamos simplemente trasladado el sufrimiento de un hombre a otros parajes, a un territorio desconocido donde yo sentía que la vida me ponía a vivir con mi padre con la intensidad que nunca antes habíamos logrado. Papá se había convertido en un hombre sin sosiego. Ya no podía leer como lo hacía años antes. Pasaba el día caminando de un lado al otro de la habitación. Comía poco. No se bañaba. Y había descuidado hasta sus dientes, que antes eran su gran tesoro. El dolor venía en oleadas y lo atormentaba al punto de que más de una vez me pareció que se iba a dar contra las paredes. Yo no encontraba nada de qué hablar con él, no encontraba gestos para acercarme. Una vez más me sentía expulsado de su vida. Un testigo agobiado y torpe del dolor del padre. Las palabras se mantenían en el límite de lo obvio y el sinsentido. ¿Tienes dolor? ¿Necesitas más medicamento? ¿Quieres que te lleve a la clínica? ¿Te traigo algo de comer? En las noches papá no conciliaba el sueño. Se pasaba la noche dando vueltas en la cama. Se sentaba, iba al baño, regresaba. Yo me hacía el dormido, no quería que además de todo su dolor, tuviera que sentirse culpable por mí. Me preguntaba miles de cosas. Pensaba en mamá, en Luisa y su abandono, en Mariana, ¿cómo serían las noches de mi hermana? Pensaba cómo ayudarle a papá, cómo sacarlo de ese estado de desolación y angustia en que vivía y una vez más me parecía que nuestro viaje era por completo innecesario. Así transcurrieron los primeros cuatro días del viaje. Yo salía de la habitación a comer. Le mandaba mensajitos a Luisa, y algunas veces, cuando no sentía que mi voz la iba a dejar perturbada, más de lo que ya estaba con toda la situación, la llamaba. En otros momentos me pasaba por la piscina para aligerar el cansancio con ejercicio. Nadaba con insistencia, una piscina tras otra, sin mirar a nadie, solo tratando de sacarme de adentro esa sensación abrumadora de no tener un lugar en la vida de ese hombre al que estaba acompañando en lo que podrían ser sus últimos días de vida. Un par de tardes me tomé una ginebra y vi ponerse al sol. Vi un sol rojo inmenso en el horizonte, otro día un atardecer de múltiples colores, como rayos que soltaba el sol desde más allá del poniente, y otro más que me deslumbró, un atardecer en que las nubes estaban cubriendo el sol y parecía como que los colores del cielo se los chuparan las nubes, el cielo completamente azul y las nubes llenas de tonalidades. Después de dejarme llevar por esos raptos del paisaje, me entraba una culpa tremenda por no saber qué estaba haciendo papá y volvía de inmediato a la habitación. Lo encontraba en ese caminar de tigre enjaulado y me sentaba a hacer presencia, porque yo no era lo que se llama un acompañante. Me preguntaba qué le pasaba. ¿Tendría miedo? ¿Miedo de la muerte?

Nacho, un amigo de papá, vino a saludarnos el quinto día. Papá estaba sintiéndose mucho mejor y le había pedido que nos llevara a pasear por la región. Lo recibimos en la piscina del hotel. Era un hombre de facciones campesinas, rostro anguloso de piel muy oscura y unos dientes maltratados por los excesos del mambe, tenía un leve acento paisa, aunque llevaba muchos años viviendo en la Costa.

Nos contó algo de sus relaciones con los indígenas, de los casos que llevaba. Él, como defensor de derechos humanos, había lidiado con muchos casos de violencia contra los indígenas. Nos dijo que quería llevarnos a una playa en Palomino y luego a varios lugares en la Sierra. Un rato más tarde papá se fue al baño. Guardamos silencio unos minutos, luego Nacho lo rompió.

–Discúlpeme, pero a su papá se le ve muy cansado, no sé qué tanto podremos viajar con él.

–Tiene razón –contesté yo mirando que papá no estuviera regresando–, no duerme casi nada.

–Pero –dijo Nacho, dudando de si seguir con la frase–, ¿usted de verdad cree que podemos viajar?

Entonces vi que papá estaba saliendo del baño. Me quedé pensando en lo absurdo de nuestro viaje, en lo poco que yo creía que estar lejos de casa pudiera mejorar las condiciones en que estaba viviendo mi papá. Me parecía que nada podría calmar a ese hombre. Papá siguió conversando con Nacho y preguntándole sobre su trabajo en la región. Yo me mostraba atento, pero la verdad no estaba oyéndolos mucho, hasta que le oí contar una historia que me dejó perplejo. 

–Imagínense este país lo loco que está, hace poco llegaron a sacar a los indígenas que vivían en palafitos en la Ciénaga. Les dijeron que les daban tierra para construir una casa y los sacaron. Los que los sacaron por supuesto tenían un negocio el verraco por adelantar ahí. Cuando ya los tenían acá en Santa Marta, en unos albergues, les dijeron que la ley colombiana no podía devolverles tierra a personas que vivían en el agua. Ellos no tenían territorio y por eso no podía haber restitución. Los fueron soltando en las calles de esta ciudad. ¿Se pueden imaginar qué situación más macondiana? Los he visto por ahí, deambulando por las calles, sufriendo de una enfermedad en la piel que les dio por la resequedad y de un hambre inhumana.

Esta historia me entristeció y no quise oír más esa conversación. Pedí permiso y me fui a nadar.

Cuando regresé Nacho se estaba despidiendo. Una vez nos quedamos solos, la rutina con papá se transformó. Papá y yo pedimos un par de ginebras. Empecé a sentirme feliz de estar en esta situación con papá. Hacía años no lo veía tomarse un trago. Decían que de joven había tomado mucho y el final de sus borracheras era calamitoso. Así que en los años de vida con mamá descubrió que para proteger la relación debía dejar el alcohol. Así lo hizo. Y aunque yo no lo había visto borracho, me quedaba ese miedo heredado de mamá. Pero ese día nada me importaba, si tenía que lidiar con una borrachera horrible de papá, lo haría, esas concesiones que hacemos con los viejos o los moribundos. Concesiones que surgen, quizá, de la certeza de que están disfrutando de la vida por última vez.

Como era de esperarse, las ginebras desataron la lengua de papá. Así que en pocos minutos me vi inmerso en una conversación a la que le había temido desde hacía años, el resumen general de la vida de mi padre. Me sentía obligado a acompañarlo en su tarea de revisitar su pasado. No porque me interesara particularmente nada de la vida de papá o porque quisiera enterarme de algo que no sabía, sino porque mi cálculo, que no fallaría, era que a papá le quedaba poco tiempo de vida. Yo no musité palabra por mucho tiempo, solo me tomaba mi trago y de vez en cuando me volvía a fijar en el cielo y el mar, que por demás le daban una suerte de escenografía más tolerable al momento. Papá, como el resto de los días, parecía no darse cuenta de que habíamos salido de Bogotá. No me había hecho ningún comentario sobre el mar. No había renegado de las empresas carboníferas que lo estaban ensuciando ni se había acordado de cómo era este mar cuando aún no estaba contaminado. Nada, era simple, papá ni veía el mar. En cierto momento la conversación fue dando un giro. Como si por fin algo de nosotros se uniera. Papá empezó a relatarme historias de su infancia que yo al principio no recordaba.

–¿Te acuerdas de la historia esa del carro y el té?

–No –dije, todavía sumido en esa distancia extraña que no me dejaba entrar en los recuerdos de papá.

–El cuento que les contaba cuando viajábamos en carretera –agregó y su rostro se iluminó, quizás por la mera mención de mi hermana–, bueno, eran muchos, pero el del carro les encantaba. Fue en Manizales,  yo estaba con mi hermano Carlos en el carro de papá y la tía Marlene salía con una regadera cada tanto, cuando le pitábamos para hacer que nos echaba gasolina. Yo tenía ocho años, la tía diez y Carlos siete. Yo al volante y Carlos de copiloto. Y pitábamos y Marlene salía toda elegante, buenos días, señores, ¿cuánto les echo? Hasta que me equivoqué y le metí la pata al clutch o quité el freno, no lo sé, pero fuimos a dar, en esas faldas de Manizales, a la casa de una viejita, nos metimos por la ventana de la sala.

–Me acuerdo, sí me acuerdo –le dije yo y recordé, ahora riéndome igual, las tandas de risa, pues casi nos orinábamos al oír esas historias–. Luego te pedíamos que las repitieras, hasta quince veces seguidas nos contabas esas historias.

–Sí, y Mariana no me dejaba cambiar las palabras, ¿te acuerdas? ¿Que si yo cambiaba el color del carro o la edad que teníamos, ella siempre se sabía la historia y me regañaba?

Habíamos entrado en una frecuencia de comunicación, pensé. Le mandé a Luisa un mensaje de texto: “Estoy alegre con mi padre”. Después de mandarlo sentí culpa. Me pareció que decirle a mi novia que estaba alegre con otra persona era una forma clara de traición, pero a la vez me regocijaba saber que tenía ese sentimiento, no podría explicar qué era lo que en realidad estaba sucediendo en ese momento. ¿Qué forma de la risa se había cortado por años entre nosotros que no me permitía comunicarme con papá?

–O qué tal la del tío Alfonso, que le dio por jugar a la gallina ciega con papá mientras iba manejando. Papi, papi, adivina quién soy, y fuimos a dar a una cuneta.

Estábamos muertos de risa. De repente para mí se abrió un campo infinito de recuerdos de esa época en la que aún no vivíamos separados. De esos años en que el silencio de papá me parecía normal porque en la cotidianidad lo encontraba amable y cercano en el cruce del corredor, o en la mañana, cuando iba a saludarnos. Después de la decisión de mamá de separarse el silencio lo fue cubriendo todo y yo nunca más supe cómo romper esa barrera con mi padre. Él seguro estaría recuperando su infancia y a la vez las sensaciones amables de nuestros mejores tiempos, o quizá recordando esos tiempos con el apremio de esa decisión que se cernía sobre nuestras cabezas. Mamá abandonando para siempre el amor por papá, el gusto por nuestra familia. Quise decirle que me contara las historias otra vez, que repitiera esos cuentos que nos hacían reír, que nos quedáramos ahí, en ese momento mágico en que una vez más pude sentir que tenía algo de qué hablar con mi padre. No lo hice. Horas más tarde regresamos a la habitación. Los dos muy tomados y tranquilos. Papá no se pasó de tragos, no hizo ningún escándalo. Se fue a dormir por primera vez en todas esas noches. Durmió unas cuantas horas y aunque más tarde, en la madrugada, lo oí levantarse y volver a su insomnio, me alegró que hubiera podido descansar de corrido esas horas que la ginebra le otorgó.

Al día siguiente Nacho pasó a recogernos. Atravesamos Santa Marta y salimos hacia Palomino. Nos dijo que en la playa que quería mostrarnos vivía un hippie cogui que él conocía hacía años. Nacho nos contó que a ese amigo lo habían sacado de la Sierra en una de esas avalanchas de violencia por el control territorial para exportar drogas. Papá y yo estábamos un poco enguayabados, pero por suerte el dolor de cabeza que nos incomodaba a los dos no era como el de su enfermedad. Nacho estaba de muy buen ánimo. Conocía gente a lo largo de la carretera, la señora de los chorizos, la del jugo de naranja, la de las arepas, el señor que le cargó gasolina en pimpinas.

–Qué bella carretera –dijo papá.

–Sí, me parece un paisaje hermoso, el verde de los árboles, las flores a lado y lado de la carretera y además la vía está en buen estado, lástima que haya tantos paras en la zona –agregué yo.

–Seamos claros –dijo Nacho con ese tono de voz dicharachero–, gústenos o no, sin los paras esta carretera no existiría. –Todos nos reímos.

Nacho nos mostró varios ríos que desembocaban en el mar, ahí, justo enfrente de nosotros. Y en un punto de la carretera empezó a anunciarnos que venía algo bello, que nos concentráramos en mirar al frente. Faltaban aún varios kilómetros. Y aunque papá y yo estábamos dispuestos a mirar lo que Nacho nos quería mostrar, papá no dejó de conversar, estaba en ánimo conversador y venía contándole cosas de mi hermana y de mí a Nacho. Había amanecido, me pareció, con orgullo paterno. Yo iba un poco distraído. Iba tomando fotos a los árboles, a los ríos y se las iba mandando a Luisa.

–Este quería ser escritor, pero no sé qué le pasó en el camino –dijo mi padre.

Cuando oí esa frase de papá entendí que la magia de la comunicación había terminado. Papá estaba recordando, como si fuera cualquier cosa, temas del pasado que nos han pesado más de lo imaginado en estos años. Le mandé un mensaje de texto a Luisa. “Papá me quiere retar con mis deseos frustrados”. Luisa, preocupada, me contestó muy rápido. “Déjalo, puede ser el guayabo”. Recordé una escena de mi infancia que odiaba. En efecto, de niño decía que iba a ser escritor. Había leído en internet que si uno quería escribir, tenía que leer mucho y encontré cinco libros recomendados. Uno de ellos era la Biblia. Como en mi casa no había una Biblia, me traje una de la casa de los abuelos maternos. Cuando papá entró a la sala y me encontró leyendo ese libro me lo arrancó de las manos y me gritó que en su casa no entraba la superstición, que si para ser escritor tenía que llenarme la cabeza de basura, mejor que buscara otra profesión. No sé cuándo abandoné mi proyecto de escribir, no sé cuándo me dejé llevar por esa racionalidad de mi padre. Pero aunque nunca más hablamos del tema, para mí siempre quedó esa marca, como si mi papá no me hubiera arrancado un libro de las manos, sino que me hubiera arrancado del alma el gran proyecto de mi vida.

–¿Listos? ¿Listos? Ya viene el momento –dijo Nacho, casi gritando entre risas porque la conversación con papá no dejaba de ser divertida para él–. –Miren ya.

Entonces se abrió frente a nosotros la panorámica. Era una curva donde de frente, debajo de la montaña, se veían cinco bahías. Me sentí como un geógrafo con esa emoción de ver dibujarse el mapa de un país, esa línea del norte de Colombia que todos hemos repetido hasta el cansancio en los innumerables mapas que nos hicieron pintar en el colegio y que acá se volvía hondamente verdadera. Una bahía tras otra, el mar entrando a bañarlas, aves revoloteando y las playas de arenas muy blancas recibiendo las olas. Era un paisaje de esos que uno no olvidaría jamás. Miré a papá, un poco con la rabia del tema que había sacado a colación como si ya no fuera importante en mi vida, pero también con la resaca de la alegría del día anterior. ¿Qué estaba pensando?

De repente todo empezó a parecerme desolado. Cuando pasamos por Palomino no había mucha gente en las calles. Y ese calor soporífero, sumado al silencio, me hizo pensar en un pueblo fantasma. En una equina vi una escena que ratificó mi sensación de soledad. En la puerta de una casa había dos hombres completamente embadurnados de harina jugando dominó. Le pregunté a Nacho qué significaba esa escena y me contó que los magdalenenses se quejan de que el carnaval lo inventaron ellos, que Barranquilla se los había robado y que el mayor placer de esa gente era echarse maicena.

La cabaña donde vivía el hate quedaba en una colina. Estaba tan rodeada de palmeras, árboles de totumo, veraneras, bejucos y bromelias que se hacía difícil ver desde allí el mar, aunque su sonido traía una presencia infalible. Nacho entró a la cabaña y desde afuera vimos que saludó a una mujer. Luego volvió a salir y sin explicarnos nada nos hizo un gesto de que lo siguiéramos. Bajamos por un camino y atravesamos esa suerte de barrera natural que separaba el área de la cabaña de la playa. Una vez en la playa nos sentamos en unas sillas que había en un kiosco. El sol brillaba agresivamente, no sé si por la blancura de la arena o por la virulencia con que el agua lo reflejaba. La playa era extensa hacia los dos lados, relativamente estrecha, y guardaba una dulzura inagotable, que surgía, supuse, de la blancura de la arena. El cielo estaba limpio de nubes, de un azul celeste impecable. El hate se estaba bañando en el mar. A lo lejos alcancé a ver que tenía ropa blanca y su figura de pelo y barba completamente blancos destellaba en el agua. Cuando se percató de nuestra presencia salió del mar. Se sentó a conversar con nosotros así, mojado como llegó, y solo unos minutos después la mujer le traería una toalla. De todas maneras se quedó todo el tiempo con la ropa mojada.

–¿Qué lo trajo a usted a este lugar? –le preguntó papá.

–No lo sé muy bien –contestó–, quería salir de Bogotá y llegamos hasta acá con unos amigos. Me quedé, ya llevo cuarenta y tres años. Si le digo la verdad, me quedé porque la Sierra me enseñó otras palabras, otros diálogos.

–¿Cómo es eso? –preguntó papá.

–Descubrí que podía hablar con todas las cosas a mi alrededor.

–Pero se la estaba fumando verde –le dije yo y me arrepentí porque papá me miró con un gesto de desaprobación rotundo. Sin embargo, el hate y Nacho se rieron de lo que yo ya sentía como una impertinencia.

–No, yo ya había dejado esas cosas cuando en mis caminatas por la Sierra descubrí que podía hablar con el universo. Después vino el encuentro con los indígenas. Nos costó años que nos aceptaran, pero la dicha que nos traía el lugar hizo que esperáramos con paciencia, bueno, un amigo y yo, porque el otro se devolvió a los cinco meses, cansado de lo que él llamó la grosería de los indios.

Me costaba acoplarme a ese entorno en presencia de papá. En los últimos años los contextos indígenas aumentaban exponencialmente en la universidad y una que otra vez, más por gusto de Luisa que mío, me había acercado a escucharlos. Pero estar ante ese discurso con mi papá al lado era muy extraño para mí. Él había sido siempre tan racional que todo esto debía incomodarle. Me habría imaginado que él repudiaría cualquier expresión de esas y que me tildaría de gastar el tiempo en cosas inútiles. Pero ahí estábamos los dos, conversando con ese hombre que parecía un monje tibetano más que un indígena. Además, mi estado de ánimo no mejoraba, me sentía desolado aún ante ese paisaje fascinante. Para completar, veía en mi padre la misma mirada de los primeros días en Santa Marta, ese desasosiego total que lo desconectaba por completo de eso que llamamos vida. Mi preocupación crecía por no saber a dónde realmente quería ir papá. ¿Hasta cuándo querría seguir viajando? ¿Hasta cuándo seguiría yo esta travesía sometido por mis culpas?

La visita al hate no duró mucho tiempo. Conversamos sobre otros temas más relacionados con su convivencia con los indígenas, la salida de la Sierra por la violencia, y nos contó algunas anécdotas que permitían entender que ese hombre se había compenetrado con la naturaleza. También nos contó que ya no nadaba mar adentro, como lo hacía años atrás, porque le venía un miedo tremendo. Desde que vivía frente al mar se bañaba todas las mañanas con agua salada, pero una mañana sintió que se iba a morir ahogado en ese mismo mar que tanto lo había acogido.

–No pisaba tierra y estaba ya desesperándome. Yo tenía claro que si uno se desespera o se asusta en el mar, muere, y en esas estaba yo cuando con el dedo pulgar toqué tierra de nuevo y con un esfuerzo sobrehumano logré salir.

Al despedirnos, luego de una larga caminata que el hate y papá dieron por la playa, se dieron un largo abrazo, una seña de amistad que nunca le había visto a papá. Esa suerte de comodidad que le vi a papá en ese contexto que yo creía impensable para él hizo que mi miedo siguiera creciendo. Me pareció que este viaje se extendería al infinito. Que perdería mi trabajo, mi novia, mi vida. ¿Cuánto duraría la enfermedad de mi padre?

Con los años me he hecho muchas preguntas sobre los últimos días de la vida de mi padre. Después de nuestro viaje regresamos a Bogotá. Yo a mi casa y papá a la suya. Luisa me esperaba con su amor de siempre. A los pocos días papá murió. Pasé mucho tiempo con él durante esos últimos días. Era sorprendente la calma que le había traído nuestro paseo. A veces trato de poner en orden todos los hechos, las sensaciones y los recuerdos que tengo de esos meses en que intenté acompañar a mi papá antes de morir. Nunca he logrado un relato que me parezca realmente esclarecedor. Tengo dos imágenes que nunca se borran. En primer lugar, mi papá y el hate caminando solos por la playa. Yo sentado muy cerca del mar, viendo cómo las olas llegaban con una fuerza tan fiera que la espuma adquiría un tono intensamente blanco, como el color penetrante de la nieve o el brillo traslúcido de la luna. Los dos hombres a lo lejos. Los dos delgados, de pelo largo y barba larga, el de mi padre canoso, pero nunca tan blanco como el del hate. A pesar de lo absurdo que me parecía estar en ese lugar, algo unió para mí a esos dos hombres, aunque los diferenciaba la levedad del uno y la densidad del otro. Pienso mucho en ese diálogo del que nunca sabré los detalles. 

La segunda imagen fue unos minutos después, cuando estábamos regresando a Santa Marta. Papá le pidió a Nacho que se detuviera, que él quería ver bien las bahías. Se bajó del carro, yo lo seguí. Me paré a su lado. Me impresionó la sensación abismal que me produjo ese paisaje. No fui capaz de mirar a papá. Temía que por primera vez desde su primera llamada me soltara a llorar como un niño, pues sentía que mi padre tenía el alma desnuda y esa desolación estaba multiplicándose en mi propia alma. Todavía oigo las palabras que me dijo cuando se volteó y la mirada de los dos quedó enfrentada, ese cambio de planes y esa voz de profunda tranquilidad: “Hijo, quiero volver a Bogotá mañana mismo”.

* La escritora bogotana ha publicado las novelas “La ciudad sitiada” (2006), “Acaso la muerte” (2010), “Magnolias para una infiel” (2017) y “Mandala” (2017), obra digital. Libros de cuentos: “Variaciones sobre un tema inasible” (2009), “Sin remitente” (2012) y “Las grietas” (2017), ganador del Concurso Nacional de la Cámara de Comercio de Medellín y  nominado al Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez 2018. “Las lectoras”, su primera novela histórica,  será publicada en  2020. Escribió dos novelas para adolescentes con el sello Loqueleo; “Martina y la carta del monje Yukio” (2015) y “El canto del manatí” (2019) y libros de críticacomo “Nación y Melancolía: narrativas de la violencia en Colombia” (2006) y “Disidencias, trece ensayos para una arqueología del conocimiento en la literatura latinoamericana del siglo XX” (2013).  Es docente de literatura de la Universidad Nacional de Colombia.

Por Alejandra Jaramillo Morales * / Especial para El Espectador

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eliseo(54971)02 de mayo de 2021 - 07:30 p. m.
En esta tarde de tanto escepticismo en mí, la lectura de este extraordinario cuento me ha devuelto el asombro . Gracias, qué bueno saber que existe, aquí en Colombia una escritora de cuentos contemporáneos con tanto talento. La inmensidad de los cuentistas clásicos está presente en esta narración , sumada a las nuevas formas de proceder en la literatura contemporánea.
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