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Cuentos de sábado en la tarde: Un espía entre nosotros

Ubaldo Manuel Díaz*
11 de enero de 2025 - 08:00 p. m.
MONUMENTO JAIME GARZON
MONUMENTO JAIME GARZON
Foto: DANIEL IANNINI
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Le decían nalgas panchas, o al menos así le decía el grupo de mujeres que lo rodeaban. Lo conocí por medio de mi hermano que un día cualquiera me invitó a que lo acompañara a un edificio colonial ubicado en el centro de la ciudad, de los últimos del siglo XIX que sobrevivieron a la locura de la nueva arquitectura. Ese día, mi hermano tenía cita previa con el mencionado personaje. Cuando llegamos salió a nuestro encuentro y nos saludó de manera efusiva como a viejos conocidos; me extrañó su saludo porque ese hombre no aparecía entre las pocas amistades que le conocí a mi hermano, quien siempre fue hombre medianamente culto, de pocas palabras y de pocos amigos.

Recuerdo una noche que, amparado bajo la luz de un candil, me había facilitado Pedro Páramo de un tal Juan Rulfo y me ordenaba entre susurros que era importante leer esa obra. Muchos años después, con dejo de remordimiento, no fui capaz de mirar dicha novela en una plataforma de streamming; lo mismo sucedería con Cien años de soledad.

El día de la entrevista, de entrada, me incomodó la afectuosidad de dicho sujeto. Para esa época yo había llegado de vacaciones a casa e hice el deber de escoltarlo al encuentro con “panchas”. Con ademanes sibaritas y caminadito de pasarela nos hizo seguir a una antesala refrigerada de paredes desnudas pintadas de un color blanco triste. Ahí aparecía un llamativo escudo con la traída: lealtad - valor - honradez. Sostenida por una enorme llave parecida a la de San Pedro.

Luego se sentó sobre un mullido y giratorio sofá; a su lado en otro escritorio estaba una silenciosa y regordeta mujer con un ridículo gorro navideño sobre su cabeza que miraba absorta la pantalla de un ordenador. Parecía que no escuchaba, pero sí estaba al tanto de la conversación; al parecer era una espía en desuso, jubilada; de vez en cuando apartaba su mirada de la pantalla y desde la distancia escrutaba a mi hermano como queriendo descubrir algo en las profundidades de su subconsciente.

“Panchas” comenzó a preguntar e indagar sobre nuestra familia; me sentí aún más incómodo; parado a su lado derecho permanecía como efigie un silencioso hombre de mirada gélida a quien apodaban el “sacristán”. Este sujeto, según me contó mi hermano, pertenecía al extinto DAS, la agencia de inteligencia de espías del estado que años después desbordó en madriguera de delincuentes. El tal sacristán o monaguillo, como le apodaban, supe años después que era un matón que en el día hacía las veces de inofensivo oficinista y por las noches, luego de cometer sus fechorías, se refugiaba en una brigada de la ciudad.

Por razones que aún desconozco, mi hermano desde muy joven quería pertenecer a esa agencia de espías, seguramente por los libros que alguna vez le vi en sus manos, entre ellos, recuerdo, El agente secreto, de Josep Conrad, y Nuestro hombre en La Habana, de Graham Greene, entre otros. Dos veces había perdido la votación en el seno de la familia, ya que ninguno, excepto mi madre, lo apoyábamos en esa aventura que quería emprender al lado de los espías.

Mi madre, mujer citadina y de armas tomar, fue solícita e incondicional en nuestras decisiones vocacionales en lo que se refería a nuestro futuro; tanto que fue la única que creyó en mi epopeya un poco extraña para todos de enlistarme en el gremio de las sotanas. Mi padre había hecho votos para que eligiera algo relacionado con el campo por mi constante amor y sensibilidad por la madre tierra y los temas sociales.

Mi hermano había escrito varias cartas al director de ese momento, un tipo de apellido Maza, para que lo recibiera en sus huestes. Muchos años después, dicho director, quien fungía como adalid de los valores de dicha institución, fue condenado a 30 años de cárcel por participar, al lado de narcotraficantes y políticos corruptos, en el magnicidio de un candidato a la Presidencia de la República de apellido Galán, candidato que abría por primera vez una ventana a un país decente. Hoy su descendencia, como en la parábola del evangelio, sigue comiendo de las migas que caen de la mesa de sus amos.

Mi hermano, en una de esas tardes solariegas, casi que nos contrató, a mi hermana y a mí, para que le corrigiéramos las cartas que iban dirigidas a dicho sujeto, el cual residía en la fría Bogotá. Recuerdo que era una figura para una postal: mi hermana haciendo de escriba con su caligrafía de convento y él en una amplia sala paseándose de un lado a otro dictándole lo que quería que se escribiera. Al final de dicho ejercicio académico e inocente, hizo una breve pausa y se lo quedó mirando fijamente y le dijo con dejo de melancolía: ¿y qué tal que esos tipos descubran que esa no es tu letra? Le había cargado el bulto de sal sobre sus espaldas.

Cuando fuimos al correo y depositó la epístola, le prodigó la bendición para que su petición fuese escuchada; yo rezaba un credo al revés para que no sucediera. Se nos concedió el milagro, jamás le contestaron. La vida muchas veces caprichosa le mostraba con su dedo ineluctable el destino que debía elegir, y no era al lado de los espías. Hoy que reflexiono sobre ese asunto pienso que, si hubiese sido admitido a esa aventura de espías, o habría llegado muy lejos o estaría muerto; porque lo conozco y jamás se iba prestar para cosas “torcidas”.

En ese ambiente de no contestación epistolar, como último recurso, lo acompañé a visitar a nalgas panchas a la truculenta entrevista de ese diciembre. Yo miraba de reojo como lo escrutaba con ojos lascivos y de concupiscencia. Mi hermano era un efebo bello y de buena estatura; había descollado casi en todas las disciplinas deportivas, y sin querer había despertado en su reclutador la afición que al parecer tenía por la belleza masculina. Porque según esos sujetos, los candidatos a ingresar a sus huestes tenían que provenir de “buenas familias”, sin ninguna mancha o tacha, y llegado el caso, seguir ligados como soplones hasta el resto de sus días.

El día que mataron a Jaime Garzón, en la casa, mis hermanas, que lo divinizaban, lloraron; todos lloramos esa mañana en nuestra sala común que parecía la de una funeraria. Cuando se supo quiénes habían perpetrado tan execrable crimen, mi hermano se sintió avergonzado por lo que se supo: que uno de esos hombres de esa agencia a la cual quería pertenecer había servido de lazarillo y azuzador para que se cometiera semejante barbaridad. Se le negó el saludo por un tiempo; solo mi hermana, que había leído las novelas de heroismo y martirio del cristianismo, se compadecía de él, y secretamente le llevaba pequeñas viandas.

Entre las novelas que leía, la vi muchas veces leyéndole a mi padre la historia de Santa Rita de Casia, una mujer casada con un salvaje que la maltrataba y por ese heroísmo fue elevada a los altares. Mi padre, quien le escuchaba con atención esos relatos asombrosos, al final resoplaba: “qué bárbaro ese tipo”.

La entrevista de ese diciembre concluyó en que el próximo encuentro fuese en el apartamento del depravado panchas. Mi hermano le prometió asistir, el tipo se despidió apresuradamente de un apretado abrazo rozándole la mejilla; yo miraba en la distancia que “sacristán” por primera vez sonreía, con esa sonrisa maligna que posee la gente mala; la mujer rechoncha del gorro navideño, simulando colocar una hoja de papel sobre una impresora, lo miró de reojo. Por primera vez sonreía, y su sonrisa fue una mueca donde sobresalía una dentadura de hechicera medieval.

Mi hermano y yo salimos presurosos de ese antro. Caminamos en silencio sobre una solitaria avenida. Al final de la calle le pregunté sonriendo: ¿vas a volver? No, fue su respuesta, “nalgas panchas, sacristán y su combo de hechiceras, por mí se pueden ir la mierda”. Le choqué el puño en señal de celebración porque había desistido y aniquilado para siempre la idea de ser detective, espía y otras pendejadas.

* Sacerdote. Premio nacional de cuento y poesía Ciudad Floridablanca. Premio de periodismo pluma de oro APB, 2018- 2019- 2023- 2024.

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Por Ubaldo Manuel Díaz*

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