“6 de junio, 1505, viernes, a la décimo tercera hora, empecé a pintar en el Palacio. En el preciso momento en el que tomé mi pincel, el clima se deterioró y la campana sonó, llamando a los hombres a deliberar. El bosquejo se rasgó, una jarra de agua se rompió y el agua se regó. Y de repente, empezó a llover con fuerza hasta la noche”. Leonardo da Vinci tenía más de 50 años y un pasado repleto de honra cuando escribió esos cinco renglones que hicieron parte de sus “Cuadernos” y que con los años y los siglos se transformaron en el documento que comenzaba a explicar las razones por las que no había podido terminar un gran mural sobre la batalla de Anghiari que le había encargado el ayuntamiento de Florencia dos años antes.
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Ante las demoras, Da Vinci tuvo un encuentro con Nicolás Maquiavelo, que por aquel entonces tenía 35 años y trabajaba en diversas labores diplomáticas y administrativas para los Médici, prácticamente los amos y señores de la República de Florencia. Maquiavelo, en su calidad de funcionario público, le hizo firmar un contrato en el que el artista se comprometía a finalizar su pintura en el término de un año. Da Vinci comenzó a trabajar el 6 de junio de 1505, un viernes, a la décimo tercera hora, como quedó constancia por su propio texto, pero entonces el clima se deterioró, el bosquejo se rajó y una jarra de agua se rompió, y desde ese instante, la historia se escribió de miles de maneras con otros tantos protagonistas y sus versiones.
Todos aquellos protagonistas, con sus libros a pie de página y sus comentarios y exégesis, formaron parte de lo que Giorgio Vasari denominó El renacimiento. “Rinascita”, fue la palabra que utilizó. Para Jacques Barzun, al lado de los grandes personajes del arte siempre hubo un grupo que relató sus proezas, y que incluso las motivó, y otro que las patrocinó. Pese a la voz general, según la cual los grandes movimientos fueron producto de inmensos momentos de paz y prosperidad, Barzun dejó muy en claro que por los tiempos de Da Vinci, Miguel Ángel, Maquiavelo y tantos otros, “Florencia estuvo en conflicto perpetuo, interior y exterior”. El cuadro que debía hacer Da Vinci, y otro, que había sido encomendado a Miguel Ángel para la “sala de los 500”, eran sobre guerras.
Unas líneas más adelante de su afirmación, Barzun escribió en su libro “Del amanecer a la decadencia”, que las más importantes explosiones del saber y el arte requerían de un primer instante de reunión, “la congregación de mentes inquietas en un lugar”, que aparecían de algún modo atraídas por “algún acontecimiento cultural extraordinario divulgado en el extranjero”. Para él, “como la propagación del temple revolucionario, el interés febril, la oposición y la rivalidad entre artistas que componen, comparan y disputan, generan el calor que eleva los logros por encima de la norma”. Tanto en Grecia como en Alejandría, en Roma como en la China, fueron necesarios cientos de grandes e ingeniosos artistas para que surgieran los diez o doce que quedaron registrados en la historia.
Con respecto al Renacimiento y a algunas de sus razones de haber sido, dijo que los tratados de la época dejaron muy en claro que más allá de su “misión moral”, era un deber de los artistas “imitar a la naturaleza (…)”, “observar con minuciosidad ‘el escabel de Dios’”, pues esa era una de sus maneras de “adorarle”. En el fondo, unos más y unos menos, casi todos se consideraban filósofos naturales, e incluso sujetos divinos que estaban resucitando la obra de Dios, como lo había hecho en el siglo XIII Cimabue, quien según Barzun, recogiendo conceptos de Vasari, “Tras algunas obras en el obligado estilo rígido, representó a la Virgen con líneas más suaves ‘acercándose a la manera moderna: nadie había visto nada tan hermoso’”.
La Virgen fue llevada en procesión por Florencia desde el estudio de Cimabue hasta la iglesia de Santa María Novella por cientos de adoradores que jamás olvidarían aquel suceso, y que lo considerarían “divino”. Pasados los efectos que produjo Cimabue, uno de sus alumnos más relucientes, su protegido, “dio el paso siguiente inspirándose en lo que Vasari denomina ‘la verdadera forma humana’ y reproduciéndolo todo lo fielmente que pudo. La naturaleza se introdujo también a través de un interés petrarquista en las rocas y los árboles como escenario: el san Francisco de Giotto no recibe los estigmas sobre un fondo neutro sino en medio del campo”. Para Vasari, “la misma deuda de gratitud” que habían contraído los artistas con la naturaleza, la contrajeron con Giotto di Bondone.
Según las leyendas de las leyendas, Giotto en realidad pudo haberse llamado Ambrogio o Biaggio. Fuera cual fuera su verdadero nombre, era un pastor que en sus tiempos de descanso se dedicaba a pintar las ovejas que cuidaba. Un día, Cimabue, ya en sus últimos años como respetado artesano de la pintura en Florencia, se lo encontró en el campo y quedó asombrado con los dibujos. Lo invitó a su estudio y le enseñó todo lo que sabía. El resto lo aprendió Giotto por su cuenta. Observó, ensayó, innovó, se equivocó y volvió a comenzar. Ante todo, tomó de su maestro la idea de dejar atrás la solemnidad de los iconos bizantinos y le dio más realidad a las obras. Pintó con una primera perspectiva y creó cierta profundidad en sus cuadros a través de clarosocuros.
Doscientos y tantos años después de Giotto, Leonardo da Vinci y Miguel Ángel Buonarotti plasmaban en sus trabajos la “realidad”, cada uno a su manera y con su forma de ver aquella “realidad”. Habían profundizado en la perspectiva de sus obras, en sus detalles, formas y líneas. Cuando los contrataron para los cuadros de la “sala de los 500”, la maledicencia popular había creado una especie de rivalidad entre los dos. Miguel Ángel era 23 años menor que Da Vinci y era un niño cuando éste se marchó a Milán. Cuando retornó, creía que su lugar en Florencia era suyo. Acababa de terminar su David, una inmensa estatua del héroe mítico que había vencido a Goliat, y por donde caminaba recibía elogios y abrazos y aplausos. El regreso de Da Vinci opacó un poco su momento de gloria.
Entonces surgieron las historias y los testimonios y las invenciones, y se tejió el relato de que uno de aquellos días de 1504 se formó un debate en plena calle entre algunos personajes que discutían sobre uno de los pasajes más trascendentes de la obra de Dante Alighieri. Da Vinci pasaba por ahí y le pidieron su opinión. Cuando comenzó a hablar, apareció Miguel Ángel. Entonces, le dijo al grupo que lo había estado escuchando que Miguel Ángel se los explicaría, pero según contaron, a Miguel Ángel la salida de Da Vinci le pareció humillante, y sin más ni más, dijo: “Acláraselo usted, que diseñó un caballo para fundirlo en bronce y, al no poder hacerlo, tuvo que abandonarlo, cubriéndose de vergüenza”. Apenas acabó, dio la espalda y se fue.
Al día siguiente, Da Vinci volvió a su batalla de Anghiari, y pasadas unas semanas, se enteró de que el ayuntamiento había contratado un mural sobre la batalla de Cascina con Miguel Ángel para el mismo salón de los 500 en el que estaría su cuadro. Siguió trabajando. Los estudiosos dirían que aquel gesto provocaría un sentido de contienda entre los dos, pero no fue así. Aunque trabajaron en sus murales, por unas u tras razones, los dos los dejaron inconclusos en 1506, y según los escritos de Benvenuto Cellini, los bosquejos quedaron colgados uno junto al otro y fueron una especie de visita obligada para todos los artistas que pasaban por Florencia, hasta que en el año de 1512 uno de aquellos visitantes hizo pedazos el de Miguel Ángel. La batalla de Anghiari fue sepultada años más tarde por una remodelación encargada a Giorgio Vasari.