El Magazín Cultural

David Manzur: “No me considero maestro, soy un obrero del arte”

Las Memorias son Conversadas, las historias escritas en primera persona por Isa López Giraldo. En esta entrega, presentamos a David Manzur, artista.

Isabel López Giraldo
24 de septiembre de 2022 - 03:25 p. m.
David Manzur, artista nacido en 1929 en Neira, Caldas.
David Manzur, artista nacido en 1929 en Neira, Caldas.
Foto: Jaime Jaramillo-Vallejo

Soy un obrero del arte. No me considero maestro, pues maestro es quien enseña y guía a otros por lo mismo este es alguien quien tiene todo mi respeto y admiración. El caso es que soy pintor, alguien común y corriente, una persona que falla enormemente.

Comparto con una generación que me envía un mensaje receptivo de algo que a mi edad se va perdiendo, así que es clave en mi producción. Por su forma de ver la vida, quienes trabajan conmigo me aportan desde la conversación, desde su participación en lo que hago, es el caso de Felipe Achury. Porque uno no puede aislarse. Las generaciones jóvenes, como la de Felipe, nos plantean nuevos problemas que nos obligan a cuestionarnos, nos llenan de vitalidad, nos exigen estar informados, actualizados.

Mi historia se cuenta desde lo visual y la imagen es alimento para mi trabajo. La fotografía, por ejemplo, es de gran importancia en mi arte, me permite conseguir efectos visuales, connotaciones tonales, movilidad, todo en cuestión de segundos. Mi cerebro graba, acumula formas, texturas, luego trabaja.

El cerebro humano tiene unas metas que las manos siguen hasta encontrar el resultado. Si no ocurre, se desgasta la acción. Esto es muy importante, en eso me he analizado mucho. A mi edad todavía se me da el control perfecto de los músculos, de los trazos de la línea de movimiento, algo que considero un don de Dios.

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Mi desarrollo ha sido más como artista, realmente. He vivido experiencias que no me gusta traer al presente, como la guerra civil, la segunda guerra mundial, pero también la desestructuración de mi familia. Todavía tengo que madurar. No he terminado de recorrer mi camino.

Orígenes

Nací el último mes de 1929, el 14 de diciembre, en Neira, departamento de Caldas, pueblo de familias campesinas, de curas y de monjas. Soy hijo de Cecilia Londoño y de Salomón Manzur, quienes no fueron exactamente unos buenos padres.

Cecilia Londoño, mi mamá, perteneció a una típica familia antioqueña, fue muy poética, teatral, artística, pero fatal como madre, siempre me rechazó. Ocupaba su tiempo haciendo muñecas. Mi mamá debió ser actriz, por lo que nunca debió haberse casado. Ella todo se lo encomendaba al Sagrado Corazón de Jesús, como si le fuera a resolver la vida, pero no lo hizo cuando tomó la decisión de casarse con mi padre, un emigrante libanés, quien fuera muy mal padre, de frialdad pasmosa, un tipo quien prácticamente fue muy ajeno en todo sentido a nosotros.

Infancia

Por razones de la depresión de la época y por el llamado de un cuñado de mi padre, durante mis primeros años viví especialmente en África y España, lugares en los que recibí la influencia de la religión católica, de esa carga emocional arraigada en el concepto del pecado, pero también aprendí sobre la vida de los santos.

La hermana de mi papá estaba casada con un hombre de negocios, muy rico, entonces mi papá decidió llevarnos con ellos a la Guinea Ecuatorial española, donde se encontraban. Para lograrlo, el primer paso fue llegar a la isla de la Gran Canaria donde se dedicó a trabajar como comerciante de la mano de su cuñado. Yo tenía cinco años cuando viajamos, justo cuando estalló la guerra civil española. Recuerdo que me fascinó el viaje en barco: conocí el mar cuando fuimos al puerto de Barranquilla.

De Canaria fuimos a Guinea en un viaje que tomó doce días en El Domine, de la compañía Trasmediterránea encargada del tránsito entre España y las colonias africanas, era blanco y me encantaba. Pero también me fasciné con las costas, el mar, los peces. El viaje me pareció mágico. Tenía seis años cuando estaba asimilando todo este esplendor.

Llegamos primero a Santa Isabel, la capital de lo que era Fernando Poo, actualmente conocido como Malabo, ubicado en el norte de Bioko, donde permanecimos por una semana. Este es un lugar con encanto, con tortugas, mariposas y una densa selva tropical.

En 1934 pasamos al lugar continental de la Guinea llamado Bata, donde mi padre trabajaría. Estando allí bombardearon la Guinea Ecuatorial española, durante la guerra civil. Así fue como pasé cinco años de mi vida en medio del fuego.

Vivimos en una casa muy humilde a la orilla del mar. La casa, que más parecía una choza, tenía una seiba muy alta en el patio de atrás: creció más de treinta metros convirtiéndose en faro para los barcos. Los barcos que arrimaban al golfo de Guinea, si no atendían las luces del faro, corrían el riesgo de encallar. Desde ella se veían las ruinas de El Antoñico, un barco que para mí fue como un juguete.

Cuando mis papás peleaban, yo me estresaba y me llenaba de miedos, así pues que solía ir a la playa. Cuando bajaba la marea aprovechaba para avanzar más y más hasta que alguna vez me encontré con El Antoñico, que llevaba diez años hundido, pues se encalló al no seguir el faro. Me senté en él sintiéndome su capitán y manejé su nave de hierro oxidado bajo los rayos del sol que hacían parecer a las olas espuma blanca cuando reventaban contra él. Escuché testimonios de quienes venían en El Antoñico cuando se rompió, por fortuna nadie murió.

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Fue en este lugar donde comencé a asistir a la escuela. Un día, temprano, sentí un enorme estruendo por una pared que salió volando de la casa. Cuando miramos hacia el mar, había un barquito negro junto a otro, compañero de El Domine. Por fascinación me puse a verlo, pero no me dieron tiempo porque salimos huyendo a un hospital a través del bosque.

Al regreso supe que, al Fernando Poo, de la misma compañía transmediterránea de El Domine, se le había acercado un barquito negro que había disparado un cañonazo que cayó en la casa vecina, derrumbándola y afectando gravemente la nuestra. En mi inocencia infantil resultó una aventura muy divertida que me llenó de curiosidad. Al final de la tarde, ya casi anocheciendo, alcanzamos a ver la manera como este barco, blanco y lleno de gente, se hundía. Me encontraba solo, miraba la manera cómo, lentamente, se hundía la embarcación dejando ver un pedacito de uno de sus bordes. Me asusté al sentir una mano que tocó mi hombro, se trataba del padre Bruno, una figura muy importante de la Iglesia pues hizo parte de las misiones maristas de España en la Guinea. El padre Bruno era amigo de mamá (quien era amiga de todos los sacerdotes). Me dijo: “Recemos porque están muriendo varios mártires”.

Pasó un tiempo durante el que escuché susurros, nunca cosas reales. Algunos de ellos me decían que me tenían que enviar a estudiar a España. En los susurros escuché también que había una guerra civil en España. Aparecía de pronto, muy velado, el nombre de Franco. Sin embargo, en el año de 1939, en otra cantidad de susurros un poco más alarmantes, esta vez de mi madre quien siempre muy religiosa y llorando me decía, en forma teatral como era ella, que había estallado la guerra mundial.

Para mí, la declaración de guerra de 1939 significó día libre en mi colegio. Porque, ese tipo de cosas, para un niño como yo, no tenían sentido.

Decidieron entonces mandarme a un colegio en Canarias, ya no se trataba de una escuelita, como las que conocía. Llegué a Las Palmas, para lo que viajé en un barco de nombre El Escolano, otra joya que tengo en mi memoria.

En el barrio antiguo de la ciudad, Vegueta, asistí a un colegio muy elemental que dirigía un hombre que hizo las veces de padre para mí, estoy hablándote de Don Jorge Cabrera Hernández. Gracias a él pude tener un poco de sentido de familia y, quizás, sentir que la vida no era tan extraña.

El tema de la guerra fue creciendo, entonces me llevaron a Fernando Poo nuevamente, donde se encontraba mi padre, en la isla junto a Bata. Aquí estudié con los padres claretianos. Se trató de un internado, ya más estructurado, en el que me fui formando y donde conocí amigos de niveles más interesantes porque, generalmente, actuábamos como pandillas.

En Santa Isabel me encontré con el barco italiano Duchessa D’aosta, que en ocasiones nos permitía a los muchachos, también en pandilla, escaparnos del colegio para conseguir ciertas comidas que nos daban los marineros y que por la guerra no podíamos tener en la capital. Lo triste fue que, otra noche, por efectos de un bombardeo, el barco desapareció.

Nuevamente mi padre decidió que tenía que asistir a un internado más sólido en Canaria y fue así como volví a montar en El Domine por doce días hasta llegar a las Palmas de la Gran Canaria. Para mí, este internado significó una cárcel, allí todo era amenazante. Se sentía una enorme tensión pese a que la guerra civil española ya había terminado. En mi caso fui muy mal alimentado, pues, en ese entonces, comíamos a través de cartillas de racionamiento que, por la edad, no podíamos manejar y simplemente nos daban bolas de gofio.

Quienes hicieran parte de la falange española tenían derecho a un huevo en la comida, entonces, cuando preguntaron siendo yo apenas un niño y sin saber de qué se trataba, dije que hacía parte. Luego supe que se trataba de pertenecer a la falange con Franco como salvador, por lo mismo teníamos que gritar: “¡Viva Franco! ¡Arriba España! Yo no tenía ni idea de qué se trataba.

Los habitantes de la zona eran en su mayoría empleados del Estado. Quienes tenían negocios contrataban personas locales que cocinaban horrible. Yo comía arroz seco con garbanzos que preparaba José, uno de ellos. Argentina proveía de comida a Franco, pero toda estaba destinada a alimentar a las tropas, entonces nosotros comíamos muy mal y de manera fraccionada. Recibíamos tarjetas que nos daban derecho a reclamar un kilo de carne al mes, aunque los curas nos robaban la mitad. La carne se acompañaba de gofio que es un polvo de maíz mezclado con sal. La merienda era un banano proveniente de Canarias y un pan chiquito.

Mientras la gente evitaba hablar de la guerra, yo recibía de manos de un soldado de un barco alemán la primera chocolatina que conocí en mi vida y que me pareció el mejor manjar que jamás había probado.

El hecho es que en Canarias recibí una formación muy extraña porque, en el fondo, se trataba de curas buena gente, pero muy alarmistas y amenazantes sobre todo en temas religiosos. Por ejemplo, los curas nos asustaban con la pasionaria, Dolores Ibárruri Gómez, miembro del partido comunista de España. Nos decían: “la pasionaria es una guerrillera terrible que usa collares con ojos de sacerdotes muertos, y vendrá por ti si sigues así”. También decían, cambiando la historia: “la reina Isabel Primera de Inglaterra, quien había hecho un pacto con el diablo que le permitió ganar la guerra a Felipe II y reinar por cuarenta años, vendrá por ti con el demonio”.

Debo agregar los ejercicios espirituales terriblemente amenazantes donde el demonio era siempre protagonista para castigar cualquier cosa que uno hiciera, de manera que vivíamos entre los ángeles y el demonio. Me decían: “El demonio te buscará en la noche, así que prepárate”. Alguna vez me confesé con un cura. Me dijo: “Mira, córtate la mano por lo que acabas de hacer”. Me quedé pensando en cómo hacerlo. Entonces me explicó que lo decía de manera simbólica.

Fíjate, Isabel, que uno a los diez años en esas circunstancias, con hambre y en medio de la guerra, tiene una formación muy ambigua entre lo malo y lo bueno. Sin embargo, como siempre, en algunos viajes a Sevilla empecé a mirar cuadros que me llamaban mucho la atención, de pintores como Velásquez, Zurbarán, Murillo, del siglo de oro español, pero también del trabajo de Picasso. Todo me parecía tan bello, tan misterioso. En Canarias también encontré muchos cuadros clásicos que me fascinaban.

En el colegio pintaba animales, pero no más que eso. Hice maquetas de barcos y aviones de dos alas que veía llegar a Canarias, jugaba con ellos, aunque se tratara de dibujos de papel, pues nunca tuve juguetes.

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Esta era toda una diversión junto con los toros y el fútbol, que nunca me gustaron. Alfredo Kraus, compañero de canto de Plácido Domingo, estudió en mi colegio, aunque iba dos o tres años más adelante. Me dio dos bofetadas cuando manifesté mi odio por el futbol. Esto parecía una cárcel que obligaba, una imposición de los curas.

Estando allá se agudizó el conflicto mundial y regresamos a Fernando Poo, esta vez en El Domine. Fueron doce días de viaje para bajar a la Guinea Ecuatorial, a Santa Isabel. Por invitación de un tío volví a Bata donde experimenté el encanto del recuerdo, el árbol del patio de la choza en que vivíamos.

Mi tío me regaló el primer viaje en avión, en el Ruperto. Experimenté una hora de vuelo que para mí fue todo un acontecimiento. Sin embargo, otra vez, mi padre y mi madre, que no se la llevaban bien, decidieron que mi madre se iría conmigo y con mi hermana a Canarias en lo que creo, porque no me lo decían, pero me imagino, una especie de separación voluntaria.

En Canarias viví otra vez en el colegio de los padres claretianos que fueron buenos, pero, como ya mencioné, muy amenazantes. Ahí me tocó, siendo el año de 1945, los gritos y la alegría de la finalización de la guerra mundial. Mi madre aprovechó, en alguna forma casi obligante, sacarle una plata a mi padre para regresar al país.

Regreso a Colombia

Volvimos a Colombia en el año 1947. Viajamos en otro barco que me fascinó, el Monte Aznar. Fueron otros doce días de viaje de Canaria a Barranquilla pasando por Puerto Rico. Me encanté con la entrada por el río Magdalena y este mundo de vegetación, de guaduas, de lluvia, de aguas, cosa que no era muy común en Canaria.

Llegamos a Armenia donde nos tocó el Bogotazo en la casa cural junto a la Catedral de Armenia donde vivía mi tío José Londoño. José era el párroco de la ciudad y único familiar cercano que hizo las veces de papá al grado de pagarme el colegio de los hermanos maristas hasta terminar bachillerato. A él le debo, no solamente el estudio, sino el sentido de familia. Lo recuerdo con inmenso cariño.

Lo curioso del Bogotazo fue que la gente quiso tumbar la casa con nosotros adentro, pero, como mi tío José era muy cercano al pueblo, fue defendido por los taxistas quienes evitaron una tragedia. Hice trabajos en la casa cural y en la iglesia que me hicieron soñar con el cine y la actuación. Muchas veces usé telones de gran tamaño.

Vida independiente

Era 1950 cuando decidí viajar a Neira, mi pueblo natal. En casa de otro tío, también cura, comencé a dibujar y a pintar en papeles. Aquí es donde verdaderamente me empiezo a enfocar en el arte. Por eso, quiero recordar que sí es en Neira, en el año 50, donde ya comienzo a pensar que podría llegar a ser pintor.

Pasó un tiempo durante el cual reuní unos centavos para viajar a Bogotá, romper con mi pasado, huir del horror de mi madre.

En Bogotá conocí una gran poeta, Emilia Ayarza, quien me vinculó a artistas plásticos como Enrique Grau, Alejandro Obregón, Omar Rayo, a escritores como Gabriel García Márquez. Con el tiempo conocí personajes increíbles como Fanny Mikey, Martha Traba. A Jorge Gaitán Durán, Silvia Lorenzo, Juan Lozano, Silvia Moscovich y una gran cantidad de personajes pertenecientes a un grupo de poetas que me llevó a borrar la idea del pecado que imparte la religión católica.

Me fue evidente que existía un mundo desconocido hasta ese momento por mí. Supe que la vida era una cosa muy diferente a la que conocía. Poco a poco me fui conectando con un universo cultural enriquecido que aportó a mi crecimiento personal y como artista.

Conocí Hugh Slaght, canadiense, filántropo, alguien que dejó una gran impresión en mí y que fue quien me puso a estudiar, pues yo era casi un salvaje. En el año 56 Hugh me llevó a Canadá donde aprendí a hablar inglés, luego me ingresó al Art Students League, en los Estados Unidos, uno de los institutos más importantes de Nueva York, se trata de la liga por la cual pasaron grandes figuras del arte. Hugh fue mi gran promotor y los Estados Unidos y Canadá, se convirtieron en países esenciales en la historia de mi vida, fueron los lugares donde empecé a ver una dimensión de la cultura muy superior y a la cual, en alguna forma, me fui integrando. Para mí fue tan decisivo que di los primeros pasos que se van a poder ver en un libro que la Editorial Skira está editando en este momento.

Colombia

Regresé a Colombia donde seguí trabajando hasta que, a través de Enrique Grau conocí a José Gómez Sicre, crítico cubano bastante radical, severo, duro, pero interesante. Viendo mi obra me dijo: “Te voy a dar un plazo para hacerte una exposición en la OEA”. Tal como ocurrió en el año 61 cuando expuse en la Unión Panamericana, como se llamaba, en el departamento de arte. Ahí recibí mi primera crítica importante por parte de Lesly Yude Ahlander, del Washington Post.

Durante la vida he tenido contacto con muchos críticos como Casimiro Eiger, Walther Engel y Marta Traba quienes dieron su respaldo a la Guggenheim, beca que gané para estudiar en el Pratt Institute de Brooklyn en 1962 para ir nuevamente a los Estados Unidos. Con esa beca se me abrió el mundo mucho más amplio al punto de que no solamente conocí grandes figuras del arte, sino que experimenté en campos ya muy azarosos como el arte abstracto geométrico con el gran constructivista Naum Gabó, neo plasticista, óptico y cinético que me llevó a experimentar con la madera, los hilos de alambre, el juego de luces y demás recursos artísticos.

Aquí, durante mi tiempo libre, decidí hacer un estudio profundo de comprensión inspirado en los tapices medievales centrándose en los del unicornio. Naum Gabo, a quien había conocido en una exposición en Chicago, fue el gran exponente del movimiento constructivista ruso. Quise estudiar con él, entonces me acerqué a pedirle clases, pero se negó diciéndome algo como: “Quítese, quítese, que estoy muy ocupado”. Cuando me disponía a salir, se me acercó un emisario que me llevó con él. Me dijo: “yo no doy clases, pero necesito un ayudante que llegue a las nueve de la mañana a mi taller en Connecticut”.

Como yo vivía en Manhattan, tenía que levantarme a las cuatro de la mañana para tomar el tren que me llevara a su taller. Al llegar, me encontré una casa realmente sencilla, de madera, en la que me recibió su esposa, Miriam, de familia judía. Observé una obra que le había regalado Dalí con motivo de su boda. Le pregunté a Naum por su hermano, Antoine Prevsner, pero ya había muerto. Me contestó con rabia que se le había robado todas sus ideas. Alexis, otro de sus hermanos, era escritor y lo apreciaba.

Esta fue la entrada a un mundo nuevo, geométrico, cerebral, rígido que me llevó a volverme una especie de ingeniero, si se quiere, de la escultura. Los hilos daban una serie de transparencia, de luminosidad, pues atrapaban la luz generando efectos visuales increíbles. Aquí comenzó mi afición por la fotografía, complemento de los efectos visuales.

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En el club de empleados oficiales para ese entonces, hoy el Instituto de Recreación y Deporte de Bogotá – IDU, tienen una obra en noventa metros cuadrados de hilos en acero que el presidente Misael Pastrana encargó a Alemania agotando la cuota que le correspondía a Colombia dado que no había producción nacional. En algún momento, de los treinta y seis mil hilos, doce mil quedaron amarrados a una columna central del edificio que colapsó en la noche. Se hizo necesario revisar los procesos y reconstruirla. Fueron tantos los accidentes que se presentaron por las cortaduras contra el hilo que se cambió por nailon. Mucho de ese gran trabajo fue realizado de forma excelente por estudiantes de Bellas Artes de la Universidad Nacional. La obra fue inaugurada con la presencia de los presidentes Virgilio Barco, Carlos Lleras y Misael Pastrana.

Taller experimental

En 1966 fundé en Colombia un taller experimental en el que a través de audiovisuales expuse el proceso del arte contemporáneo en las distintas facetas del siglo XX, casi preparando el terreno para el siglo XXI. Para esto fue necesario que estudiara historia del arte. Mi trabajo no fue el de enseñar, porque el arte no se enseña, simplemente fue el de informar a través de audiovisuales.

En los talleres me sentía como haciendo películas. En ese entonces la técnica era análoga química, pero con eso y todo, tenía cámaras muy sofisticadas. Conté con catorce proyectores, una pantalla de seis metros y cámaras. En mi viaje a Europa, la Embajada Americana fue clave, agradezco mucho el apoyo que me brindó durante mi trabajo en el taller. Realmente conté con la ayuda de varias embajadas para traer información.

Debo hacer un paréntesis para decirte que en ese entonces no se contaba con la informática que hay hoy en día. Era importante traer la imagen visual que, a pesar de que estaba en los libros, no se la podía comentar colectivamente y eso fue lo que hicimos con un magnífico equipo de gente. Entonces se empezó a comentar a nivel de diálogo lo que se veía. Inclusive traje varias veces a Sucre para que dictara conferencias, también a Germán Rubiano quien fue un caballero magnífico.

Cada mes se presentaba un gran audiovisual con música, lo que yo encontraba especialmente interesante. Hacia el año 73 hice en Nueva York un trabajo con Enrique Grau sobre arte medieval que volvimos audiovisual en Colombia y que presentamos con mucho éxito, pero no en público, sino para el grupo en el taller.

A finales de los setenta adelanté un proyecto sobre Francisco de Zurbarán, tratando de capturar en imágenes la parte conceptual de su obra, la de un pintor en el arte actual, es decir, del siglo XVII visto en el siglo XX. Poco después dejé el taller, algo que quiero registrar con absoluta claridad.

Como mencioné, me alimentaba de fotografía y trabajé con gran esfuerzo porque la Kodak, que me suministraba la película, empezó a tener dificultades por la entrada de la era digital y era muy difícil procesarlas con un sistema en computadoras y no contaba sino con cinco laboratorios, uno de ellos en Panamá. Debía esperar mucho tiempo para continuar la película.

Como era imposible hacer algo en Colombia, entonces traje las mejores cámaras, las mismas que conservo a modo de museo. Recuerdo muy especialmente una que usaba rollos especiales que la Kodak me hacía llegar. Hicimos más de treinta y seis horas de películas en la que los pixeles eran del tamaño de una verruga.

Definitivamente para mí fue traumático entrar a una tecnología que en ese momento era muy incipiente y muy defectuosa. Entonces pensé que ya había que salir del taller. Augusto Ardila, una persona muy amable y disciplinada, manejó los últimos diez años el taller cuando decidí irme a Europa a ver el mundo, a recordar la terrible niñez y a encontrarme con una España boyante, lujosa, elegante, sin hambre, sin gofio.

Tiempo después ocurrió la tragedia del avión de Avianca en el que murieron todos sus ocupantes, entre ellos Marta Traba, una pérdida que me dolió mucho y que me hizo decidir romper con el proyecto de Zurbarán.

Al regreso de mi viaje, después de seis meses, me dediqué a trabajar de lleno en el arte plástico.

Artista plástico

Mi primera exposición en solitario fue en el Museo Nacional en 1953 y en 1956 obtuve una beca para estudiar en The Art Students League of New York, al que también asistió Jackson Pollock, Jacqueline Kennedy y otras personalidades. En 2016 Felipe y yo fuimos a la casa en que viví en Nueva York y al Art Student League para conmemorar los sesenta años de que me hubiera sido otorgada.

No tengo claridad de la manera como fui ascendiendo en el arte, algo que nunca busqué, talvez la obra me fue empujando. Recuerdo que una joven estudiante, quien trabajaba como camarera, comenzó a ahorrar para adquirir uno de mis cuadros; otro joven se convirtió en dealer y fue así como empecé a vender mi obra. En algún momento cambié una obra por una casa.

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Querida Isabel, no puedo terminar sin hacer referencia a la última etapa en la que vivo en arte sin mencionar la figura de Felipe Achury, quien es de una generación mucho más lejana a la mía, por ser él muy joven, pero que en el fondo me aporta una cantidad de energía, de apareceres conceptuales, de crítica y es una especie de diálogo en ping pong donde lo que él dice muchas veces es tan válido o más, de lo que yo pienso.

Con esa compañía estoy trabajando y todo esto remata en dos cosas, en la exposición de coleccionistas de Medellín del año 2022 que me enorgullece mucho y en el libro que Skira en Italia está preparando y que saldrá próximamente, como te dije anteriormente.

Tengo noventa y tres años y espero llegar a los cien para poder completar ideas que siempre en mi cabeza son superiores a lo que hago, pero insistiré en que David Manzur sea cada vez mejor. De ahí en adelante, querida Isabel, lo que Dios quiera.

Felipe Achury

Mi primera casa en Bogotá fue en Chapinero subiendo por el Politécnico. En ella gocé mucho, pues instalé una sala de teatro de cien sillas donde experimenté con cabinas de proyección y demás. Luego me pasé a Rosales a un apartamento que gozaba de una vista espléndida sobre toda la ciudad, tan alto que se encontraba sobre la cuota del agua, parecía que se observase desde la altura de un avión en el aire. Al comienzo resultó fascinante, con el tiempo me empezó a molestar el sol de la tarde, que me invadía, también me disgustó el sentirme acinado y el tener que usar ascensores. Fue entonces cuando decidí vivir en Quintas de Serrezuela, en Mosquera, Cundinamarca donde pude disfrutar de un jardín magnífico y los demás regalos de la naturaleza.

Una noche, mientras trabajaba, me visitó un amigo con Felipito, quien entró muy serio y rígido. Lo primero que le pregunté era si le gustaba la música, me contestó: “A mí me gusta Händel”. El hecho es que siguió visitándome todos los fines de semana, quedándose a desayunar y luego acompañándome mientras pintaba mis cuadros. Renunció a su trabajo en el Ministerio de Minas, pues nos fue imposible vivir separados. Ya han pasado diez años en los que Felipe me acompaña y me ayuda desde temas de trabajo, asuntos sociales y demás, también como modelo para mis obras. No nos hemos separado ni un día en una década.

Felipe me brinda un toque de agilidad juvenil, es divertido, alguien feliz que me ayuda a superar la adversidad. Es un gran anfitrión, atiende de manera exquisita.

Felipe le huye a mi cámara, entonces lo azoto con esto, pues para mí la fotografía, lo visual, es imprescindible, es una parte del realismo con visión ampliada de la vida. Es más, existen datos referidos al uso de las primeras cámaras fotográficas por parte de los pintores que emocionados se apoyaron en sus imágenes para sus cuadros. Se cuentan fotos de Delacroix con sus huellas dactilares, pues con sus manos sucias de pintura las imprimió en el papel y luego fueron rematadas en varios millones de dólares.

Cuando decidí aventurarme con la utilización de materiales mixtos, ya no solo pintura, Felipe intervino de manera protagónica, pues desde siempre se involucró para que yo pudiera trabajar cómodamente. Él dice que busca quitarme peso de encima para que yo pueda maximizar mi creatividad evitándome caer en el refinamiento decadente al que suelen llegar los artistas de mi edad.

Felipe cambió mi vida, con él he logrado la obra más fuerte, mucho más que la de cuando tenía veinte años. He podido hacer ciertas posturas que me resultan ambiciosas gracias a que cuento con su apoyo. Con la expresión de su rostro sé si voy por buen camino o no, porque es un crítico ácido de mi trabajo. Me dice lo que nadie más se atreve, porque la gente tiende a ser complaciente con los mayores, a decirnos: “¡qué maravilla, maestro”, así la obra no guste.

Cuando consideré trasladar mi residencia a Barichara, alcancé a pensar que a Felipe podría no gustarle, pero se fascinó. Es más, fue quien me convenció del cambio.

Barichara

Uno de mis grandes amigos fue Belisario Betancur, una persona con la curiosidad de un niño. Dalita y Belisario llegaron a Barichara y me dijeron que habían encontrado un lugar perfecto para mí, exactamente un lote junto al que querían para ellos, y consideraron que podríamos comprarlos al tiempo. Para ese momento yo planeaba construir mi taller en El Nilo, llegando a Girardot, pero el lugar era muy caliente por lo mismo hubiera incurrido en un error enorme.

Viajé a Barichara y, al conocer, supe que este era mi lugar. Realmente lo había visitado en el 78, para ese entonces el camino desde San Gil era una polvareda, prendían los faroles con gas y la policía vestía capa como en España, una verdadera belleza. Ahora las casas han cambiado mucho. La mía la diseñó José Alejandro Bermúdez basado en las condiciones del lugar en una suerte de siglo XVII, lo verdaderamente auténtico. Hice un horno, copiando el de mi abuelo del Líbano, en donde pretendí hacer pan alguna vez.

Como quedamos vecinos, Belisario hizo una puerta que unía las dos casas. Como Dalita lo mantenía a régimen, él se escabullía para asaltar mi cocina y saltarse la dieta. Comenzó a pintar para él, luego de manera más abierta, aunque siempre con temor a la crítica por ser expresidente.

Al comienzo venía con Felipe un número de veces al año, luego nos establecimos y remodelamos la casa. Hicimos del jardín una selva nativa, construimos el teatro y acondicionamos mi estudio.

Su obra

Mi época de constructivismo no fue figurativa ni abstracta, sino absolutamente concreta.

En el mundo hay más que el simple contacto inmediato, la búsqueda de un lenguaje que no se puede poner en palabras, como lo visual y lo sonoro. Nos enfrentamos a un interrogante que nos convierte en un concepto propio que ni la imaginación ha podido materializar. Para contraste, el constructivismo.

Para mí la contemporaneidad es muy importante y se resume en Picasso, por ejemplo, en el Guernica, en el que está todo el Mediterráneo y diferentes culturas sintetizadas de manera brillante.

Como en la obra de todo artista, la mía está asociada a mis experiencias de vida, a la guerra, al conflicto familiar, al estar lejos de casa, al hambre, a la influencia que ejerció la religión católica sobre mí, a una serie de intereses personales, pero también profesionales.

En ella plasmo al ser humano, moscas, caballos, toros, siempre de manera atemporal. Como yo, mi obra está impregnada de dicha y tristeza, de nostalgia, positivismo, soledad, fantasía, pero también de realidad. Tiene mucha fuerza, aunque también fragilidad. Es muy importante para mí la estética, y en mi obra queda reflejada. En mi obra, como en el teatro, cada cuadro es una puesta en escena que cuenta una historia, la mía, la de todos, la de alguien, quizás la de Felipe. Son llenas de vigor y fuerza vital universal, tienen movimiento, casi que cobran vida.

Algunos consideran que soy un pintor figurativo, que ese fue mi origen y que a él volví después de haber pasado por la escuela de Naum Gabo.

Cada vez que produzco algo sé que puedo mejorarlo. Si bien por etapas la línea de mi obra cambia, el concepto básico es el mismo.

Por Isabel López Giraldo

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