Así, por ejemplo, en lugar de pasar al hall se nos sugiere usar “jol”, en lugar de brownies tenemos la opción de comer “braunis” y en lugar de llevar a los niños al ballet podemos asistir juntos al “balé”. El debate está servido.
En este nuevo capítulo de la lucha entre facciones idiomáticas, los argumentos de lado y lado no se han hecho esperar. En las sobremesas de Madrid hay quienes, por un lado, defienden lo innecesario que resulta inventar palabras bajo el ropaje de la disrupción cuando ya existen otras construcciones nativas que sirven para los mismos efectos, como “vestíbulo” para hall o “acoso escolar” para bullying, mientras que otros sostienen que la evolución de nuestra lengua forzosamente nos obligará a acoger palabras sin equivalente y sin las cuales simplemente ya no podríamos vivir, como “software”, “hardware”, “Halloween”, “fútbol” o “chat”.
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Este proceso de asimilación no es novedoso, pues fue lo que hace muchísimo tiempo ocurrió en el japonés. Allí la fuerza de atracción de algunos extranjerismos, antiguamente importados del chino y más recientemente del inglés, fue tal que se vieron obligados a acriollarlos a su fonética, permitiendo que se escribieran en un alfabeto especial, el katakana, reservado para las palabras gairaigo, es decir, aquellas que se tomaban prestadas de otra familia lingüística. Por eso los japoneses, al igual que nosotros los hispanoparlantes, desayunan pan (パン) con chokoreeto (チョコレート), se alojan en un hoteru (ホテル), toman fotos con su kamera (カメラ), teletrabajan desde su kompyuuta (コンピュータ), salen de paatii (パーティー) y cenan en un resutoran (レストラン).
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Personalmente, me agobia no tener una línea editorial clara al respecto, siendo la palabra whiskey el catalizador de todas mis inseguridades. Fue por allá en 2014 cuando, por primera vez, experimenté utilizando en mis textos la rimbombante grafía “güisqui”, que parece no haber pegado pues desde Cádiz se pretende impulsar la alternativa “wiski”, y aunque al principio la empleaba como un mero divertimento con el cual inquietar al lector, debo confesar que, tras casi una década usándola, la he interiorizado al punto de que considero prácticamente imposible volver al anglicismo original.
Al final del día, la pregunta que tendremos que hacernos es hacia dónde queremos que evolucione el español. Bien podemos acorazarnos en el proteccionismo del castellano pura sangre o abrirle las puertas a la incontenible influencia del inglés. Ninguna vía por sí misma será negativa, siempre y cuando se mantenga la coherencia interna de nuestra lengua.
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