Juan, un hombre hermoso, poderoso y enfermo, viaja junto a su hijo hacia el norte de Argentina a comienzos de la década de los setenta, cargando la herida de una herencia común. Se dirigen—como al abismo—hacia una mansión construida por aristocráticos ingleses a comienzos del siglo XX, situada en las entrañas de la selva de Iguazú. Años antes, misteriosos integrantes de una Orden que convoca a una entidad llamada la Oscuridad recorren las calles de Londres en medio de rituales profanos, glam rock y ácidos. Un grupo de amigos en Buenos Aires en los años ochenta descubre que su infancia y amistad están llenas de terrores, secretos y desapariciones innombrables. Flores negras crecen en el cielo. Cuerpos adultos e infantiles son mutilados, torturados y borrados. Estas y muchísimas más imágenes conforman el recorrido histórico, geográfico y estético tan deslumbrante que es Nuestra parte de noche, la última novela de la escritora argentina Mariana Enríquez.
Para hablar de la grandeza de ciertas palabras, nos referimos con frecuencia a su luminosidad, al esplendor que irradian. Creemos que, en medio de un mundo oscuro, es un fragmento de resplandor y claridad lo que nos dan ciertos libros. Nuestra parte de noche de Mariana Enríquez no es eso. Esta novela es, en cambio, un pedazo de tiniebla en este mundo tan acostumbrado a la anulación de secretos. En medio de una realidad que pretende despejar la oscuridad de cada esquina, de cada suceso, de cada discusión, este libro nos recuerda lo opaca que es realmente nuestra presencia en el mundo, no por eso menos notable. “Tres cuartas partes del universo son oscuridad. Hay mucha más oscuridad que luz sobre nosotros”. En contra de un momento en el que se admira la mirada que asume que nada se le escapa, Enríquez manifiesta la belleza de lo roto y de lo desconocido, aquello que hace que todos, como poseídos, no siempre seamos nosotros mismos. Lleva al límite los discursos periodísticos y médicos y nos deja a la ficción como la realmente capaz de nombrar los demonios que nos hacen y nos forman. Pone en primer plano la vulnerabilidad, la enfermedad y la fractura como condición de existencia. En lugar de ofrecernos una ética como la contemporánea, tan segura de sus acuerdos, su complicidad y sus pactos, tan falsamente armoniosos, esta historia nos lanza la ferocidad del afecto y nos recuerda la violencia inescapable que esconde cada vínculo. Nos muestra lo fracturados e insólitos que son nuestros deseos, y lo embrujados que estamos, a pesar de no ser casas.
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Desde la escritura de sus cuentos anteriores, Mariana Enríquez siempre ha sabido, y aquí nos lo recuerda, que el horror no es algo que acontece fuera de nuestro deambular cotidiano, sino que es de lo que más se nutre el mundo en el que vivimos y las políticas que lo rigen. Esta novela nos recuerda que las élites económicas y políticas, y aquellos sujetos que ostentan y enclavan su poder, es decir, lo que creemos que más vivo está, que es lo que encarna la estructura y la normalidad, es lo que más se alimenta de lo podrido y lo muerto. Lo más habitual y armonioso proviene de carnes sacrificadas y puestas al servicio de otros, proviene de las más oscuras prácticas de exceso, extravagancia y crueldad. En últimas, al igual que la selva, que es hermosa y hostil, este mundo es bello, pero también horrendo, y es igualmente capaz de albergar tanta ternura como muerte.
Sin embargo, el brote más admirable de esta obra es ubicar como centro de toda esta oscuridad el amor. Este, sin embargo, no aparece como una luz refulgente sino como un quejido, una debilidad impronunciable justamente por la fragilidad que contiene. Los vínculos en esta novela no están exentos de violencia, de demonios y de dolor insoportable, pero son el fulgor más precioso de la historia. El amor es, en palabras de un personaje, esa pequeña pero inagotable parte de noche que se comparte con y se hereda a otro.
En un punto de la historia, el protagonista le cuenta a su hijo la historia de la pasiflora. Una mujer española, cuyo padre no le había dejado casarse con su amante, un indio guaraní, se clavó una flecha de plumas en el corazón y cayó muerta. De allí nació la flor. Esa flor nacida de la herida es Nuestra parte de noche. No un pedazo de luz que descubre y desenmascara la crueldad que nos acoge. No un pedazo de bien que derrota las huestes que sólo reclaman y emiten dolor. Es, por el contrario, una flor bellísima, que contiene todos los colores, que parece un insecto, pero que le deberá por siempre e irrefutablemente su hermosura a una herida sangrante en el corazón.