Contrariando a varios de sus compañeros de viaje, Mauricio Contreras Hernández (Bogotá, 1960) no cree que la poesía tenga función política alguna, sin que por ello el poeta pueda eximirse de las relaciones sociales que establece con su tiempo. Desde sus primeros libros su poesía se ha caracterizado por un marcado interés en el destino del individuo atado a sus pasiones carnales, con una voz nada altanera, más aristocrática que enfática. Luego se irá sumergiendo en los abisales tormentos de los afectos entorpecidos, con un coro de voces que no encuentran dónde asistirse, hundiéndose en la ruina y el vacío, atados a un vicio maldito, la pasión sexual. Voces que recuerdan que vivimos mundos cerrados, conculcados, donde beber, fumar y fornicar, a sabiendas de que son las únicas fuentes del placer en este mundo, están prohibidas para siempre.
A continuación, en su segundo libro, En la raíz del grito (1995), Contreras extrema la monotonía del ritmo de sus oraciones demostrando, primero, su fe en las palabras y, luego, el fracaso de las estructuras que sostienen la frase, la representación, la lógica del pensamiento. La voz hiere, los ojos buscan lo invisible, dando forma a lo impreciso y contrahecho. Tenemos en Bogotá —parece repetir Contreras—, entre la euforia y la disforia, que abrir bien los ojos para que la destrucción no nos alcance; oír mucho para que el espeso ruido de la muerte no nos derribe; amar con sigilo para descubrir en el amante al asesino.
En los últimos cuarenta años el incremento de la violencia política causada por los enfrentamientos entre las guerrillas, el ejército y los grupos privados de autodefensas, los bombardeos a las zonas campesinas y los operativos antinarcóticos han desplazado a más de cinco millones de colombianos de sus hogares y parcelas. La guerra contrainsurgente ha producido miles de masacres entre los habitantes acusados de servir de apoyo social a la guerrilla, generando un repoblamiento de las regiones. Contreras Hernández ha recorrido muchos de esos territorios en su calidad de editor de libros para maestros de escuela y a partir de esas experiencias compuso De la incesante partida (2003).
Cada uno de los poemas de este libro ofrece una visión de ese horror vivido como si no hubiese existido nunca. De ahí su efecto chocante, cuando al leer parece que nos hablaran de otras cosas, que estamos vencidos, derrotados por unas fuerzas del mal inadvertidas y privilegiadas en los medios de comunicación, un cataclismo que ha sido una feria de sangre y terror. La danza de la muerte de nuestro final de siglo. Una visión del desplazamiento perpetuo del hombre sobre la tierra. De la incesante partida es uno de los pocos libros escritos en Colombia donde en cada página destila la sangre de los inocentes y la maldad del hombre se campea como Pedro por su casa.
Pero es quizás La herida intacta (2009) el libro más elaborado que haya publicado Contreras Hernández y con el cual ganó el Premio Nacional de Poesía Ciudad de Bogotá de 2005. Publicado en una preciosa segunda edición por Daniel Almendrales, dividido en tres secciones que bucean en la memoria a la manera de Arthur Rimbaud en Harar, le saison en enfer del poeta bogotano ocurre entre los muros derruidos de una casa donde celajes de muchachos como querubines sucumben al placer demoledor de los camastros de Notre Dame de Fleurs y las humillaciones del Journal du voleur, mientras reflexiona sobre la poesía y la vida con un ritmo digno de los símbolos decadentes del primero y la madera que arde en el hogar de la locomotora de la prosa del transiberiano. La herida intacta es pura poesía urbana, acosada por millones de abandonados de la suerte y la fortuna, un retrato en puro cemento del barrio prostibulario donde vivió León de Greiff.
Delirios de uno extraviado en la noche bogotana
Las cortinas del hotel regio permanecen cerradas,
párpados de olvido cubren las vidas de sus sigilosos habitantes.
Las raíces de una planta reseca se han echado al aire,
es la noche que extiende sus manos de dulces amenazas.
Su cara es una mueca deshabitada,
fachada donde nadie se asoma
para no ver a dios tendido sobre el asfalto.
Todos sus habitantes danzan sonámbulos
olvidados de dios que ahora yace olvidado.
Allí las puertas siempre están cerradas.
Por: Mauricio Contreras Hernández