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Fueron los primeros compases de una fanfarria de cine, la de Twenty Century Fox, escuchada durante su infancia en el teatro Anfión de Marcelia, la causa del sobresalto en Arielita Palacio, justo cuando trataba de ganar la acera oriental de la carrera catorce, frente a la Plaza de Bolívar. Era indudable: aquella música venía de arriba, del cielo. Con dos o tres miradas presurosas a su alrededor se percató de que sólo era escuchada por ella, a pesar de que llegaba a sus oídos en forma atronadora y mezclada con una voz. De entrada fue un sonoro llamado: “Arielita, Arielita...” y luego un “ en verdad, en verdad, habrás de saber que el equipo de fútbol de Marcelia descenderá de la categoría A y con vergüenza perderá luego treinta y tres partidos en la categoría B”. “ Pero yo no sé quién es usted y por qué me habla de fútbol. Yo no entiendo de esas cosas” –dijo mientras temblaba de miedo -. “Escucha y cuéntale al pueblo y al mundo...” continuó la voz - “Diles entonces que el doctor John Charles, el senador, es inocente “. “¿Inocente de qué? – Se atrevió a murmurar Arielita – “Inocente de lo que se dice de él; de que la Liga de Natación le pagaba sus guardaespaldas con los fondos oficiales del departamento destinados al sueldo de los instructores; inocente del crimen del guitarrista dueño del “ “Zaguán de las canciones” y que los treinta y ocho balazos no fueron ordenados porque el doctor John Charles se ofendió cuando lo hicieron desalojar a él y a sus amigos esa taberna. Tampoco es cierto que hizo nombrar jueces, fiscales, contralores, procuradores, detectives y guardianes. Anda, buena mujer, y pregona en las esquinas de Marcelia que el doctor nunca ordenó matar a todos los periodistas que alguna vez lo criticaron por sus amistades en el norte del Valle”.
“Pero, entonces ¿quién mató a Weimar, Brayan Stiven, Yeimer, Usnavy y José Fender... y al ingeniero?” - preguntó –. La voz se silenció; también la música, mientras el sonido era reemplazado por gruñidos de la tierra, por el horrendo trepidar de los edificios de la plaza; por el mismo y único grito de Arielita Palacio al desaparecer bajo las toneladas de concreto del edificio de la asamblea departamental, en aquel terremoto del 25 de enero del 99.
Armenia, abril de 2000.