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Garrincha, la pelota, la mirada clavada en el rival, y el rival tratando de adivinar qué iría a hacer el brasileño. Le decían Mané, tenía una pierna seis centímetros más corta que la otra. Era imprevisible. / Cortesía
Jugaban. Inventaban y se inventaban cada tarde de domingo, en medio de los gritos, los chiflidos, las órdenes y lo que “debía ser” y lo que “debía hacerse”. Eran, fueron vida. Cada vez que la pelota llegaba a sus pies, la tribuna se levantaba, y del cemento y de las tablas y de los clavos surgían el asombro y la ovación, y en algunas canchas, el canto, y entre tantos cantos, uno en especial que decía “Si se calla el cantor, calla la vida…”. Eran, fueron la fantasía, y eran y fueron la magia. Solían decirles “locos” en un tiempo en el que no había quién pudiera medir su locura. Y seguro eran un poco locos.
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