Era un dolor a veces, o infinidad de dolores, y algo de angustia, y era esa vieja sensación de ahogarse en sus aguas que tantas veces sufrió de niño, aunque al mismo tiempo, era la profunda felicidad de la resurrección. Pocos niños, pocos adolescentes y adultos podían contar, como él, lo que significaba morir entre las aguas del río y después, volver a vivir. Era como ganarle una partida a la muerte, o muchas partidas. Doblegarla, y vencerla en el río, precisamente en el río, uno de los lugares donde se hacía más fuerte. Twain volvería a ahogarse y a resucitar decenas de veces a lo largo de su vida, aunque sus nuevas muertes y sus posteriores resurrecciones no fueran en el Mississippi. El río, el río aquel, le dio la fuerza para volver a levantarse cada vez que caía.
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Y cayó una, y otra y otra vez. En ocasiones, porque creyó que podría llevar a feliz término algunos negocios y saldar así las deudas de su padre, don Juan Marshall Clemens, con sus múltiples ruinas, y en ocasiones, porque la muerte, aquella muerte a la que había derrotado en el río, se obstinaba en seguir persiguiéndolo, a veces personalmente, a veces atacando y ganándoles la partida a quienes lo rodeaban. Poco a poco, texto tras texto, viaje tras viaje, Mark Twain empezó a volverse una celebridad a lo largo del Mississippi, y luego, de los Estados Unidos. De aquella primera columna en tono de burla sobre el capitán Sellers, pasó a escribir en varios periódicos, o mejor, a dejar sus impresiones en varios periódicos, porque sus textos eran una mezcla de lo que ocurría y de lo que él percibía a propósito de los hechos. Su visión, su toque de humor, sus comentarios al margen, se fueron volviendo poco menos que imprescindibles para los lectores de aquellos años.
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Twain contaba sobre la vida, sobre los esfuerzos, sobre los hallazgos y alegrías y tristezas de los hombres que habían empezado a atravesar el país en busca del oro de California, que era como decir, en busca del futuro. Llegaban desde el Este: Nueva York, Washington, Boston, y desde Europa y América, e incluso, desde el milenario y fascinante Oriente. Samuel L. Clemens hizo parte de aquellos buscadores. Un tiempo como minero, otro como piloto de barco, uno más como informador de periódicos, o de noticias, y otro, como reportero. “Para conocer este período de la vida de Mark Twain es preciso leer su libro ‘Pasando fatigas’. En él, lo mismo que en La vida en el Mississippi nos presenta, como objetivo primordial, el cuadro de lo que era la región del extremo Oeste antes que la cruzasen ferrocarriles e irrumpiese en ella en gran escala la emigración procedente de otros estados, y la que arriba desde Europa y Asia”, escribía Amando Lázaro Ros en su prefacio de Ediciones Aguillar de 1966 a sus obras completas.
Incluso, fue miliciano, y casi que en silencio defendió la abolición de la esclavitud en unas tierras que pronto, muy pronto, comenzarían su gran Guerra Civil por defender la antigua práctica del esclavismo y los dineros que llegaban por él. Luego fue retado a duelo por el director de otro periódico que se había visto afectado por algunos de sus comentarios en sus primeros tiempos como periodista del Territorial Entreprise, y si salvó de la muerte, dijeron algunos de sus amigos, fue por pura suerte. Por un lado, porque en aquel suceso se mezclaron el miedo que los amigos de su enemigo le infundieron a este, y por otro, la reciente aprobación de una ley que penaba con cárcel a cualquier duelista. Twain tuvo que huir, y acabó en San Francisco, haciendo parte de una de las tantas legiones de mineros que picaban la tierra en busca de algo. Jamás encontró nada, pero por aquellos días, le escuchó a algún borracho la historia de La rana saltarina.
“El episodio de La rana saltarina fue el primero de sus escritos que apareció en forma de libro -según Lázaro Ros-, y que luego inmortalizó en sus conferencias por todo el mundo. Aparte de la gracia que tiene el relato, y del partido que Mark Twain sacaba del mismo, veremos oportunamente que eso que él oyó referir como hecho real y verdadero, ocurrido en una época determinada, en aquel mismo campamento de mineros, tenía la friolera de más de dos ml años de existencia, y no era otra cosa que un apólogo griego”. “Sí, las semejanzas son curiosamente exactas. Yo solía contar en San Francisco la historia de la rana saltarina, y de pronto se me presentó Artemus Ward, y me mostró el deseo de que esa historia sirviese para rellenar un librito que estaba él a punto de publicar; la escribí entonces y se la envié a su editor, Carleton; pero Carleton opinó que el libro ya llevaba texto suficiente, y le entregó la historieta a Enrique Clapp tal como la hemos reproducido acá, y Clapp la publicó en su Saturday Press”.
La historieta, como él la llamaba, “mató a ese periódico con una rapidez que excedió a todo elogio”. El Saturday Press ya estaba en crisis cuando Twain apareció en sus páginas. Era una especie de cadáver de papel. Con La rana saltarina se extinguió del todo, y su autor no hizo más que recordarlo por los años de los años. Twain era el principal destinatario de sus propias bromas. Se reía de sí mismo antes que de nadie, y ese rasgo lo fue llevando al humor y a convertirse en el humorista más buscado de los Estados Unidos. Pasada su infructuosa búsqueda de tesoros, se aburrió de sus constantes derrotas, de sus manos repletas de callos, de las burlas de sus compañeros, de la negritud de su futuro, de la infinita incertidumbre en su vida, de las conversaciones vacuas y de su ignorancia y su incultura y su superficialidad. Retornó a San Francisco. Allí, logró que lo contrataran como corresponsal del diario Alta California en las Islas Sandwich.
Fue su debut como escritor de planta de un diario, aunque ante todo escribiera cartas y retratara con sus palabras los exóticos personajes de aquellas exóticas islas, que tiempo después de él se llamarían Hawaii. Su nombre, sus textos, comenzaban a circular de mano en mano. Cuando retornó a San Francisco, la gente lo miraba de otra forma. Lo señalaba, como diciendo ahí va el periodista ese de las Islas Sandwich. Y ahí iba, sí, con su cabeza repleta de proyectos, de sueños, con sus miles de historias por escribir, su pelo revuelto, su bigote largo, su flacura y su baja estatura, y una maleta inmensa en la que guardaba carteles que iba pegando en los muros de la ciudad. Decía: “Las puertas del teatro se abrirán a las siete y media. Los jaleos empezarán a las ocho”. Twain iba y volvía y dejaba los carteles de su primera presentación casi sin percatarse de los murmullos que brotaban a su paso. Nadie entendía nada.
Luego todos lo supieron todo. Que aquel hombre se había gastado hasta lo que no tenía para rentar una noche el escenario del teatro más caro de San Francisco y ofrecer ahí su espectáculo de “jaleos”. Que, como diría luego, se necesitaban como mínimo tres semanas para hacer un “discurso improvisado”, y que desde aquel día de 1876 lo llamarían “el aforado humorista del Oeste”. Que su carrera como humorista lo llevaría a los lugares mas recónditos de los Estados Unidos, y de Europa y de Australia y de Asia, y que muchos años más tarde, 35, en sus obituarios, los periódicos más leídos del mundo lo considerarían “el humorista más grande de todos los tiempos”. Que fue humorista sobre las tablas, y humorista en sus libros, y en sus artículos de prensa y sobre todo, en su vida a diario, hasta el punto de que días antes de morir, le respondió una carta a una lector diciéndole:
“Querida señora. Ensayo cuantos remedios se me aconsejan. Estoy en el número 67; el de usted hace el número 2.653. Viviré esperando sus beneficiosos resultados”.