De Samuel Longhorne Clemens a Mark Twain (III)
Era el año de mil ochocientos y tantos. Mark Twain estaba en su cama garabateando hojas, leyendo, mirando hacia el techo, buscando, sonriendo, escribiendo y tachando, inmerso en ese mundo que había creado, o en uno de los tantos mundos que había creado.
Fernando Araújo Vélez
De repente, apareció su esposa, Olivia Langdon, y le dijo que acababa de llegar un periodista de un diario neoyorkino, que tenía cita con él, o que eso había dicho. Twain le respondió que sí, que gracias, que lo hiciera pasar, que no había problema. Ella lo miró, observó la cama, el desorden, clavó su mirada en los papeles y luego en su pijama y le comentó que quizá, quizá, se cohibiría por verlo acostado y en esas fachas. Twain le contestó que tenía razón. “Tienes toda la razón, querida… Mira… Que se acueste en esa otra cama y que pregunte”, le dijo.
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De repente, apareció su esposa, Olivia Langdon, y le dijo que acababa de llegar un periodista de un diario neoyorkino, que tenía cita con él, o que eso había dicho. Twain le respondió que sí, que gracias, que lo hiciera pasar, que no había problema. Ella lo miró, observó la cama, el desorden, clavó su mirada en los papeles y luego en su pijama y le comentó que quizá, quizá, se cohibiría por verlo acostado y en esas fachas. Twain le contestó que tenía razón. “Tienes toda la razón, querida… Mira… Que se acueste en esa otra cama y que pregunte”, le dijo.
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La señora Langdon sonrió, como lo había hecho tantas veces desde que se conocieron, el 27 de diciembre de 1867 en un hotel de Nueva York, por medio de un amigo de Twain, Carlos Langdon, que había dejado la foto de su hermana a la vista. Y aquel amor, amor de luchas, de comprensión, de sonrisas y de dolores y derrotas, también, se fue construyendo poco a poco y más allá de los sentimientos. Twain y Olivia Langdon eran uno solo, pero uno solo en pensamiento y en obra, con las dudas y los temores de cualquier “uno solo”, con sus sonrisas y una que otra risotada, y con el recuerdo de los comienzos de Twain como humorista “en serio” siempre presentes, porque él solía hablar de aquella primera presentación que hizo en San Francisco y la definía como un cúmulo de contradicciones, comenzando por el cartel.
Él había escrito: “Los jaleos comenzarán a las ocho”. Esa fue la traducción que hicieron al español sus decenas, o miles de traductores. En inglés, había puesto “troubles”, con todas sus acepciones. “Esta línea ha sido bien aprovechada desde entonces -anotó-. Los empresarios la han copiado con frecuencia. Hasta la he visto aplicada como apéndice en un anuncio de periódico haciendo saber a los alumnos de un colegio la fecha en que daría comienzo el curso. Conforme avanzaba dificultosamente aquellos tres días de incertidumbre, mi aflicción fue subiendo de punto. Había vendido entre mis amigos personales doscientas entradas, pero me temía que no acudiesen a la conferencia. Esta, que en principio me había parecido a mí ‘humorística’, se me fue haciendo, gradualmente y de un modo irresistible, más y más tétrica…”.
Dijo que más de una vez había pensado en llevar al escenario un ataúd, su propio ataúd, y admitió que había ido a visitar a algunos amigos para pedirles, para implorarles que fueran a la presentación y se rieran, por favor, que se rieran cada vez que él les hiciera un gesto. “Y cuando yo haga eso -le explicó a una señora de risa fácil-, no se detenga usted a hacer averiguaciones…, ¡sonría también!” Twain siguió su camino, subiendo y bajando por las colinas de San Francisco, por las callecitas atestadas de gente que iba y regresaba, hasta que se cruzó, se tropezó, con un señor al que jamás había visto en su vida. “Había estado bebiendo, y aparecía radiante de sonrisas y de simpatía. Me dijo: ‘Me llamo Sawyer, usted no me conoce, pero eso no importa. No tengo un centavo; pero si usted supiese la falta que me hace el reír, me regalaría una entrada. Ea, ¿qué dice usted a eso?’”
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Años más tarde, cuando Twain ya era Twain y presentó Las aventuras de Tom Sawyer, escribió en una especie de introducción, fechada en Hartford, 1876, que “Muchas de las aventuras recogidas en este libro sucedieron en la realidad; una o dos fueron el resultado de mis propias experiencias, y el resto de lances acaecidos a otros muchachos que estudiaron conmigo en la escuela. Huck Finn está todo de la vida real. Tom Sawyer, también, aunque su personalidad esté formada por un conjunto de rasgos que caracterizaban a tres chicos a quienes yo conocía. De este modo, la totalidad del personaje pertenece, desde un punto de vista arquitectónico, al orden compuesto”. Y Sawyer, por supuesto, también eran él, Samuel Longhorne Clemens, y el Mississippi, y Hannibal y el Sur.
Y eran su madre y su padre, y la señora a la que le suplicó que se riera en su primera charla. Y Sawyer, Tom Sawyer, “Tomás Sawyer”, como terminó por contestarle mucho tiempo después su personaje a la máxima autoridad que había visto en su vida la mañana de domingo en la que a fuerza de trueques, mentiritas y de chantajes se ganó una Biblia ilustrada por Gustave Doré y respondió que los primeros apóstoles de Jesús habían sido David y Goliat, era el borrachín a quien le regaló una entrada, al que divisó luego entre el público, rubicundo y rozagante, pleno y eufórico, en medio de las plateas del teatro de San Francisco, y a quien imaginó y describió de niño. Aquel “orden compuesto” del que había hablado Twain fueron su pubertad y la de sus compañeros de escuela y de pueblo y las historias que escuchó en sus cientos de viajes.
Y fue Huckleberry Finn, que como lo aclaró en aquel prefacio, “está todo de la vida real”. Finn fue protagonista de las historias de Sawyer, y luego, ocho años más tarde, protagonista de su propio libro. Cuando apareció por vez primera, Twain lo describió como un muchacho que “iba de un lado ara el otro sin más freno que el de su voluntad. Cuando hacía buen tiempo, dormía en los quicios de las puertas; si llovía, se refugiaba en un tonel vacío. La iglesia y la escuela eran desconocidas para él, y como carecía de amo, se iba de pesca cuando le venía en gana; nadie le impedía andar a bofetadas con los demás chicos ni acostarse a la hora que juzgaba más conveniente. En el verano andaba descalzo y era el último que se ponía los zapatos al comienzo del invierno; no se lavaba jamás ni sabía lo que era llevar ropa limpia; por si todo esto fuera poco, juraba con una perfección asombrosa”.
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Desde que había decidido llamarse Mark Twain, Samuel L. Clemens fue comprendiendo la importancia de cuidar cada detalle de su vida, y por ende, de su obra. Su primer artículo literario, un texto sobre el incendio de un vapor llamado Hornet, el 3 de mayo del 66, había sido publicado en una revista de lecturas de Nueva York. En un Magazine, como las llamaban. Cuando él fue a buscar su nombre entre los escritores que habían colaborado en aquella edición, se topó con un Mike Swain, o MacSwain, nunca logró recordarlo, diría. Había escrito su nombre, su nuevo nombre, a las carreras. El editor del Magazine puso el que leyó, y la ilusión del primer texto literario de aquel hombre se fue al traste. Había empezado a escribir su historia con otro nombre, y ese otro nombre se había convertido en un tercero.
Los detalles, a partir de su error, pasaron a ser esenciales, y para escribir sobre los detalles, debía afinar su observación. Twain podía quedarse horas observando a una mosca, o a una garrapata, sólo para poderlas describir después. Veía sus patas, sus movimientos, sus ojos, sus costumbres y reacciones, y anotaba cada pequeña cosa que percibía, e incluso, que provocaba, pues de una u otra manera, era un descubridor. Veía y descubría. Desafiaba a que la gente y los animales, y hasta las aguas de los ríos cambiaran sus habituales comportamientos. Cargaba encima una caja de alfileres, otra con algún insecto dentro, una más con lápices, e iba alterando lo natural, o lo muy escondido y natural que había detrás de las poses. Las reacciones eran el origen de aquellos detalles que tanto anotaba en sus cuadernos, y que luego plasmaba en sus obras.
Sus obras, como lo había repetido decenas de veces en sus múltiples correrías por Estados Unidos, Europa, y Asia y Australia, quedarían cuando él falleciera. Lo sobrevivirían. Y ahí estaban. De una u otra manera, iban madurando en la medida en que pasaba el tiempo. Las aventuras de Tom Sawyer, El príncipe y el mendigo, Huchleberry Finn, El calabaza Wilson, Pasando fatigas, La vida en el Mississippi, Un vagabundo en el extranjero, y tantas otras, eran, fueron su grito de vida ante la muerte, y más que nada, frente al olvido. “Lo que uno ha vivido lo puede escribir, y a fuerza de duro trabajo, llega a escribirlo bien”, solía decir. Le tenía miedo a la muerte. O respeto. Se trataban de usted. Se hacían venias. La muerte lo acorraló en varias ocasiones, y lo fue vaciando golpe a golpe, primero, con dos de sus hijas, y más tarde con su esposa, después de una larga agonía.
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Twain era como aquel personaje al que le preguntaron “¿Qué religión es la suya?”, y respondió: “La semana pasada creo que era mahometano o cosa por el estilo”. Fue protestante, o eso dijo. Y un poco católico, y budista, y mahometano, y se encomendó por varios meses, o le hizo creer a su esposa que creía firmemente en la Ciencia Cristiana, una secta que combinaba los evangelios con la medicina natural. Fue creyente de todo y luego, escéptico. Defendió las causas en las que alguna vez creyó, y después defendió otras porque se convenció de esas otras. Un año antes de fallecer confesó que lo único que deseaba era ver pasar el Cometa Halley. Cuando murió, el 21 de abril de 1910, en Connecticut, el cometa había pasado. Él lo vio, y como en un trance, sonrió debajo de su frondoso y blanco bigote.