Claro que la atención profunda y sopesada se ha ido con la velocidad del cambio en nuestras vidas. Hace cien años el sociólogo alemán Georg Simmel anotaba que en la ciudad contemporánea, los cambios se suceden a tal velocidad que sólo podíamos reaccionar con la abstracción; piénsese en lo que es desplazarse a toda velocidad por una autopista, una experiencia impensable hace 200 años.
Ni la razón ni la emocionalidad son aptas para permitirnos aprehender la sucesión de imágenes que ha llegado a ser lo que llamamos “realidad”; sólo podemos captarlas con la abstracción, es decir, al estar abstraídos, palabra que literalmente significa “estar arrojados en un lugar exterior a nosotros mismos”. “Abstracto”, dice el diccionario de etimologías, es una “cualidad con exclusión del sujeto”. ¡Exacto!, es aquello que hacemos sin estar nosotros, por así decirlo. Hoy estamos abstraídos.
TikTok dispara rostros y situaciones con una velocidad inclemente; YouTube cuenta con miles de millones de videos —no es una exageración mía, se cuentan en el orden de 1.400 millones de videos—. En las redes estamos y no estamos, los ojos van de arriba hacia abajo. Nunca nos posamos en una sola imagen más de unos milisegundos. En estas —si exceptuamos uno que otro video “educativo”— hay simple distracción: no hay concentración, no hay observación y ciertamente no hay ese tiempo muerto indispensable del examinar y del pensar, lo que el filósofo Byung-Chul Han llamaba “negatividad contemplativa”. Así como hay comida chatarra, hay entretención chatarra, tiempo que simplemente quemamos. El que es observador podrá leer los signos: “TikTok”, los minutos pasan y yo sigo pegado a la pantalla.
Esto es lo que el filósofo francés Guy Debord llamaba “La sociedad del espectáculo”, una enorme “fiesta” de imágenes en la que estamos sumergidos, un show del que no sólo no podemos salir sino del que no queremos salir. Hoy nuestra atención, —o los fragmentos dispersos de ella— están en este espectáculo. No hay mayor concentración que la de una chica adolescente —a menos que las observaciones que he realizado con mi hija sean una excepción— en el momento en que se va a esa parte de la aplicación en que puede sobreponer la prenda al color “atardecer durazno”.
Ese momento de elección, el único que nos queda según Zygmunt Bauman, en cierta forma ha engullido nuestra atención. Si bien en los noventa al decir de este mismo autor, el fin de toda la sociedad parecía ser que las mercancías llegaran a los consumidores, hoy toda la energía del mercadeo parece estar concentrada en que vayamos al carrito de compras y demos “pagar”. Los que conocen los laberintos del sistema saben que cualquier distracción puede ser fatal para las ventas; no hay peor enemigo de los números comerciales que la pausa, que el momento para pensar críticamente: ¿realmente necesito ese suéter color atardecer durazno? Es por ello que en nuestra sociedad el Síndrome de Deficiencia de Atención es una enfermedad que ha de ser tratada; evita que seamos buenos consumidores.
Pero claro que la atención no se nos ha ido toda por el drenaje de las ventas en línea. Esta es sólo una arista del problema. Hemos perdido hoy un contacto básico con el mundo, con los otros y un sentido de comunidad. Estamos desconectados en muchos sentidos; pero estar conectados no es lo mismo que estar vinculados. ¿A dónde nos hemos ido? Para explicar la falta de atención contemporánea, quizá haya que regresar a algo más general, más básico que se confunde con las relaciones mismas que entablamos con el mundo.
Es un tema filosófico en todo el sentido de la palabra. En realidad, ya no habitamos —no del todo— una naturaleza de primer orden de objetos físicos. En la era digital hemos construido representaciones de segundo orden del mundo en la virtualidad. Claro, aún nos toca dormir, comer, desplazarnos en el espacio físico. Pero nuestra atención está en ese mundo de segundo orden. Ese entorno digital es cómodo; promete sobre todo una cosa: encargarse del mundo engorroso de primer orden, de las cosas reales por nosotros. Veíamos en una entrega anterior la cantidad de mecanismos que existen para que podamos llevar una “vida sin fricciones”. La incapacidad de dirigir la atención a algo que no sean las pantallas de nuestros celulares es sólo un resultado secundario de esta atención absorta que demanda el mundo que hemos construido. Un joven gen-z pasará un promedio de 8 horas diarias en la pantalla de su celular, mientras que personas de generaciones precedentes pasarán 6. ¿Cómo negar que estamos inmersos en la virtualidad?
¿Y acaso qué es lo que encontramos allí que acapara nuestra atención? Me hago a menudo esa pregunta cuando veo gente sumida en sus teléfonos, con sonrisas espontáneas que no se les verán con la persona de al lado. ¿Por qué nos resulta irresistible el espectáculo de Debord? ¿Qué venden en realidad las redes? Lo que las redes venden es nuestra propia vida, montada por nosotros, puesta en escena y producida por su protagonista y en últimas consumida por su propio actor. El espectáculo habla de nosotros; somos sus estrellas.
Entramos a diario en las redes para saber qué se dice de nosotros, si nos contestaron el post, si mi historia generó reacciones, si se ha hablado de mí. No es de extrañar que en un tiempo tal el narcisismo y la ansiedad sean dominantes: no se habló hoy de mí… ¿por qué no? Apenas si tenemos tiempo de estar pendientes de otra cosa que no sea esta vida nuestra montada en escena. Es agotadora la labor de tener que estar al tanto de sí mismo todo el tiempo, porque, cómo negarlo, somos nuestra propia marca como insisten los que venden cursos para disparar el “potencial interior”. El tatuaje, reclama Chul Han es apenas una forma de “auto-branding”. La virtualidad no se desvanecerá, pero si tan sólo pudiéramos recordar que el que aparece detrás de la imagen en redes seguimos siendo nosotros*.
(*) Este tema está desarrollado en mi más reciente libro “Consumidores de Atención”, Editorial Debate, 2025.